Vie 25.10.2002
las12

PERSONAJES

EL GRAN COURREGES

Gonzalo Suárez, el director español de “Ditirambo”,relata en esta nota su antigua amistad con André Courréges, a quien conoció en su juventud, jugando al rugby.
Quien fue entonces su entrenador habría de convertirse en la firma que le cambió la imagen a la década del 60.

Por Gonzalo Suárez

Que nadie se llame a engaño. Sólo pretendo sobrevolar un paisaje fugaz, donde la moda es apenas un pretexto, y la figura del modista André Courréges, una vertiginosa referencia. En los años sesenta, él vistió de blanco el mundo y tuvo París a sus pies. Un 7 de abril de l995 lo vi por última vez. Me regaló, a modo de despedida, una botella de armagnac que había diseñado. La bebí a su salud y todavía perduran sus efluvios en esta remembranza.
Tengo ante mí una fotografía en la que Charo López reclina su cabeza sobre mi hombro, y mi brazo la acoge protector. Los dos somos muy jóvenes. Por supuesto, ella más que yo. La fotografía en cuestión fue tomada en l967, durante el rodaje de Ditirambo, mi primer largometraje. Y su primera película como actriz. Por aquel entonces, Charo estaba casada y estudiaba filosofía y letras. Vivía en Madrid. Yo, en Barcelona, con Hélène. En un sobreático, desde cuya terraza se dominaba la ciudad hasta el mar. Charo y su marido habían venido a vernos, y ella me impresionó. Tenía fuerza y belleza. La sigue teniendo. Corrían los años sesenta. Yo he ganado en peso y tengo la barba blanca. No se me reconoce en la fotografía. A ella, sí. Recuerdo que, nada más verla, le propuse que protagonizara la película. Se hizo rogar. Pero algunas semanas después accedió. Tuve que insistir bastante, aunque tengo la sospecha de que, desde un principio, estaba decidida. Había tenido un sueño, me dijo. Una serpiente se enroscaba en su cuerpo sumergiéndola en las profundidades de un lago o algo así. Confío en que no haya sido una charca cenagosa. Con el cine nunca se sabe. Hicimos siete películas juntos. Y espero hacer alguna más. Pero aquella noche fue inolvidable. Rodamos en Barcelona, Milán y París. En la Rue Francois 1m sede del modista André Courréges, que se hallaba en el cenit de su fama y talento. De él voy a hablar.
Nada más ver a charo, Courréges se entusiasmó. Con ella solía suceder. Pero aquello era diferente. El célebre modista elegía sus modelos entre mujeres de saludable aspecto y aparente alegría de vivir, en contraposición con las melancólicas perchas ambulantes de pasarela. Ese era su concepto de mujer moderna, en las antípodas de la anorexia, y requisito indispensable para sus vestidos, sofisticados, pero casi deportivos, de exultante blancura y pragmático dinamismo. Tramas tricotadas ceñidas al cuerpo, minifalda y tirantes de colegial, telas metalizadas, pantalones con petos de mono, blusas de mangas transparentes, pañuelos atados a la cadera, diseños geométricos; no en vano había estudiado arquitectura, acotados por franjas de cuero o vinilo. Nada de tacones altos, ni severos sostenes o talles oprimidos. Fuera sombreros. Una mujer liberada debía también poder moverse con libertad. Ahí radicaba su revolución. Charo reunía, sin duda, las características ideales y otras cosas. No era un prototipo, sino de carne y hueso. Más carne que hueso, todo hay que decirlo. Bella, culta y malhablada, soltaba tacos y reía a carcajadas. A mí me intimidaba. Yo era tonto y ella se parecía a Ava Gardner, por lo menos. Pero del que voy a hablar, no lo olvidemos, es de André Courréges.
Lo había conocido muchos años antes, en Madrid, jugando al rugby. Yo estudiaba filología y, entre otras actividades, algunas clandestinas yotras inconfesables, formaba parte del equipo de handball de la universidad. Por aquel entonces, el handball se jugaba todavía 11 contra 11 y en campo de fútbol, por lo que se asemejaba al rugby. Un amigo llegado de París, bigote atildado y tremebundas melopeas, me instigó a probar. En Francia, el rugby despertaba más pasiones que el fútbol. Nuestro entrenador resultó ser un tipo de cabello escaso y rasurado, nariz levemente achatada, tez morena y aspecto atlético, sin la envergadura que se presupone en un rugbyman ni secuelas que denotaran la práctica de este deporte. Se llamaba André Courréges y trabajaba para el modisto Balenciaga. Al que le debía todo, según sus propias palabras. Nos hicimos amigos y me pidió que le diera clases de español, con las que me gané un dinero y perfeccioné mi francés. Me epataba, valga el galicismo, su apartamento en la Castellana. Un reducto enmoquetado que a mis ojos, todavía bajo el influjo de la posguerra, se me antojaba el colmo del lujo. Tenía once años más que yo. Ademanes pausados y voz persuasiva. Como si supiera desde siempre lo que quería llegar a hacer en esta vida y no tuviera prisa. Las modelos se volvían locas por él.
Lo raro de la moda es que alguien decide, uno o dos años antes, lo que va a gustarnos uno o dos años después. Con inefable intuición femenina, la industria ha previsto las telas y los colores que el modista utilizará para sus creaciones, induciéndonos a creer que somos nosotros los que espontáneamente elegimos, cuando sólo elegimos lo que ellos nos dan. Nuestra labilidad es la base del negocio. El talento viene después. Si viene. En aquel momento, París todavía era la Meca. Nueva York se expandía, subvencionando pintores. Japón acechaba, desplegando espías. Pero París era París. Y yo estaba allí. Cortando y empalmando tuberías de plomo, en zanjas de barro y a destajo, dejé el resuello en las gasolineras circundantes y ellas su impronta en mí. El olor a alquitrán me embriagaba, y las esquirlas de plomo me salían hasta por las orejas. De vez en cuando, en día festivo, André Courréges me invitaba a comer y me hablaba de arte. Prefería Bach a Wagner, Leonardo a Miguel Angel, y nunca dejaba propina por considerarlo humillante para los camareros que, generalmente, no compartían sus escrúpulos. André era un racionalista a ultranza y odiaba el despilfarro, lo que no le impedía admirar la prepotencia de los ricos patanes que, en Texas, colgaban picassos en sus cocinas. Un domingo, en compañía de una modelo negra que merecería un capítulo aparte, fuimos a una exposición de Rauschenberg. Al reconocer a Courréges, el pintor emitió un alarido de entusiasmo, uno de esos gritos de vaquero que dispersan el ganado, y su sombrero tejano sobrevoló los lienzos ante el estupor general. Rauschenberg secuestró a Courréges y yo, a la negra.
París, 7 de abril de l995. He venido a presentar una película que rodé en Varsovia con mi inevitable Charo López. Paso, por sorpresa, a visitar al hombre que, 40 años antes, conocí en una cancha de rugby en Madrid. En la Rue Francois 1 nada ha cambiado. Todo es blanco y luminoso como cuando, con Charo, rodamos allí. Siempre me había resultado sospechoso un lugar así, sin resquicio de sordidez. Doy mi nombre. Me suben al último piso. Recorro un pasillo flanqueado por espejos y vidrieras. La luz restalla y me ciega. Pero lo reconozco. Avanza hacia mí. Titubiante. A torpes y cortos pasos. Tiene Parkinson. La parálisis paulatina trepa por sus piernas y se encarama hasta sus trémulas manos. Por eso, todavía, no le impide pintar a la manera de Mondrian. Ni hablar conmigo como antes. Nos sirve una criada española. Por lo demás, estamos solos. En su jaula de cristal. Lo tienen confinado. Bajo el cielo y sobre tejados, sigue París a sus pies. Pero ya no es dueño de sus sueños. “Hay que dejar paso a los jóvenes”, me dice resignado. Superfluo acerto. Paternalismo aparte, los jóvenes pasarán. Me habla, con púdica nostalgia, del pasado. Me abstengo de mencionarle a aquella chica de lánguidas pestañas y párpados prusia que había estado enamorada de él. Me dice que la próxima vez me enseñará sus esculturas. Los dos sabemos que no habrá próxima vez. Es hora de concluiry omito detalles. Me acompaña trastabillante por la vereda acristalada, hasta el ascensor. Me da la botella. De armagnac. Su último diseño. Sin ironía ni autocompasión, me dice: “Esto es todo lo que queda de Courréges”.

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