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Viernes, 25 de octubre de 2002

VAMPIRAS

sedientas de sangre

Recientemente editadas, veinticuatro historias de mujeres vampiras recrean esos personajes ávidos de sangre generalmente juvenil, pero ofrecen además su marca de género: a diferencia de los vampiros, ellas pueden caer rendidas de amor ante sus víctimas.

 Por Moira Soto

Ni que lo hubieran calculado con minuciosa equidad: de las 24 historias, de Polidori a Lovecraft, que integran la reciente edición titulada Vampiria (Editorial Adriana Hidalgo), la mitad están habitadas por desenfrenadas libadoras de sangre humana. Por damas rebeldes, donjuanescas, disfrutadoras nada pasivas de largas e intensas noches eróticas, a menudo capaces de enamorarse perdidamente (lo que las diferencia de vampiros clásicos –Lord Ruthwen, Conde Drácula– cuyo frío cinismo les impide entregar su corazón, salvo en las versiones cinematográficas onda Dan Curtis o Francis Ford Coppola). En esta muy estimable selección –que no desdeña relatos archiconocidos y a la vez aporta incitantes novedades–, las vampiras, en la mayoría de los casos, recobran plenamente belleza y juventud luego de beberse golosas a sus amantes, alguna necesita cabelleras palpitantes recién arrebatadas para reponerse, otra es muy capaz de destilar hemoglobina desde un cuadro que reproduce su perturbadora efigie, y no falta una viejita craquelée que apenas ambiciona alargar su decrepitud mediante la sangre de sus chicas de compañía que, robadas durante el sueño, van muriendo una a una...

Las alas (negras) del deseo
La vampira –también el vampiro– es una creación erótica, según la puntual definición de Ornella Volta en su sabio tratado Le Vampire (Jean-Jacques Pauvert Editions). Una genuina sobreviviente que regresa de la muerte y permanece en el límite impreciso, nebuloso entre el aquí y el más allá: sus lapsos de aparente nueva vida, de lozanía fugaz, dependen de la energía que pueda hurtar a los humanos, varones y/o mujeres, según sus preferencias, o lo que le depare el azar en una urgencia impostergable. Desde siempre, mucho antes de entrar en la literatura y llamarse Clarimonda o Carmilla –dos succionadoras insignes que renacen en Vampiria–, las vampiras, bajo las formas más diversas, han sido unas transgresoras desatadas, violadoras absolutas de normas y tabúes.
En un repasito a vuelo de murciélago –símbolo del vampirismo en gran medida gracias al cine, ciertos artistas plásticos, la historieta– se podría hablar de algún jarrón prehistórico persa con el diseño de un hombre a punto de ser chupado por un monstruillo; de Lilith, la primera mujer de Adán, devoradora de niños, entre otras tropelías; de antiquísimos regresantes de la muerte, para incomodar a los vivos, de origen chino, hindú, malayo, polinesio, azteca, esquimal... De ofrendas de sangre humana a divinidades de distintas épocas y latitudes; de personajes femeninos de la mitología grecorromana como empusas, lamias, estrigas: vengativas, con poderes especiales, ladronas de vida a la hora de dormir, lo mismo que más tarde los sucubos, demonias propensas a abatirse sobre varones en reposo haciéndoles perder la potencia sexual y, ya que estamos, la vida misma; del vasto folklore de Europa, plagado de aparecidas, espectros corpóreos, regresantes a menudo suicidas o excomulgadas/os sepultadas/os en tierra no consagrada... Y aquí ya habría que empezar a hablar de los indiscutiblesaportes del cristianismo al vampirismo: derramar la sangre para redimir a la humanidad, el simbolismo de la comunión inspirado en la Ultima cena -”comed y bebed, éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre”–, la promesa de vida eterna –¿qué otra cosa buscan los vampiros, aparte de variaciones eróticas?– y resurrección de los cuerpos en el Juicio Final, los cadáveres de santas milagrosamente intactos al cabo del tiempo, por caso, Teresa de Avila...
En este mar enrojecido de mitos y leyendas, de necrófilas y atracadoras en busca de una existencia larga, casi siempre nocturna, se recortan -altaneros, crudelísimos, mayoristas en esto de sembrar dolor y cosechar vidas ajenas– tres personajes históricos, asociados cada uno a su estilo a la sed inextinguible de sangre. Se da la paradoja de que el más conocido e identificado como vampiro –merced a la celebérrima novela de Bram Stoker– es el que menos se lo merece: Vlad IV (1431-1476), también conocido como Tepes (empalador) o Dracul (diablo, dragón), príncipe de Valaquia, fue un gobernante feroz sin duda, proclive a atravesar con largas estacas –del orificio inferior al superior– a sus víctimas, generalmente invasores otomanos, por lo que se lo ha considerado un patriota. Pero nunca se dijo de él que prestara atención a la sangre de sus empalados. Sin embargo, en el revival draculíneo que se dio a fines de los ‘70, con el Conde en Broadway y luego en la pantalla graciosamente actuado por Frank Langhella, reproducido en Buenos Aires por Sergio Renán), Vlad IV y los restos de su Castillo les vinieron de perlas a los rumanos como promoción turística.
Con total gratuidad, sin lucro alguno, salvo el gusto de quebrantar todos los límites para poner en acto su colosal sevicia, un casi contemporáneo del voivoda Dracul, Gilles de Laval, barón de Rays (1404– 1440), se cargó a cientos de niños y adolescentes. En pocos años, dejó una estela de desolación atroz, hasta que fue detenido, procesado y condenado a muerte. Perfectamente asumido como infractor, no quiso echarle la culpa a Satán en el juicio: “Todo lo hice llevado por mi propia imaginación”, sostuvo con arrogancia.
Y llegamos ahora a una auténtica vampira, nacida a fines del XVI y emparedada por sus crímenes en 1611: la “condesa sangrienta” Erszbet Bathory, de cuya escalofriante historia se habló largamente en este suplemento. Recordemos, no más, que la noble dama transilvana creía a pie juntillas que el mejor tratamiento de belleza era darse baños de inmersión de sangre juvenil. Con ese fin, su sirviente Thorko salía de cacería y su nodriza Ilona no se hacía rogar en el momento de perforar tersas pieles, de abrir venas generosas muy a pesar de sus desesperadas dueñas. Cualquier asesina/o serial de hoy en día empalidece frente a las cerca de 600 vírgenes depredadas por Erszbet antes de ser castigada con el encierro perpetuo en su Castillo cercano a los Cárpatos.
Las vampiras –y los vampiros– empezaron a ser denominados de este modo apenas en el siglo XVIII, a propósito del caso de Arnold Paole, campesino serbio muerto al caer de un carro y acusado de diezmar a habitantes y ganado de su vecindad. Según Antoine Faivre (citado por Jean Marigny en El despertar de los vampiros), en un manuscrito de los archivos de Viena aparece por primera vez el término vanpir, en 1731. Del latín vampirus, la palabra vampira suena como hecha a medida para nombrar a tétricas chupadoras de sangre, muertas vivas realmente fatales. Así como resultan deliciosamente ominosos sus derivados: vampirizar, vampírico, Vampiria... Inquietante figurita repetida en la edición crítica de Ricardo Ibarlucia y Valeria Castello-Joubert, cuya cubierta e interiores firman Eduardo Stupia y Pablo Hernández, los murciélagos en verdad no aparecen en ninguna de las historias como representación o una de las metamorfosis de las vampiras (ni de los vampiros). Es que este término recién fue empleado parabautizar a ciertos quirópteros de América Central y del Sur que chupaban al ganado, hacia fines del XVIII.

Aristócratas del beber
Lo dicho: en la antología Vampiria, las chicas de buena familia que retornan de la muerte cíclicamente son imparables en sus prácticas eróticas ensangrentadas, salvo que, claro, aparezca algún Van Helsing estaca en mano y les atraviese el corazón. Desde el siglo pasado se viene señalando –y los responsables de Vampiria acuerdan– que Lenore (1774) de Burger es un antecedente inspirador de otras piezas literarias valiosas. En esta sombría balada, tanto pide por su novio que ha ido a una guerra una muchacha, que el tipo vuelve al trote, al galope, para llevarla a su nuevo hogar: una fosa en el cementerio.
Posteriormente llegaron La novia de Corinto (1797) de Goethe (esta vez es una chica la que sale de la tumba en pos de su novio y se da una panzada nocturna de sangre y erotismo); Cristabel (1797) de Coleridge, poema acerca de los retozos de una joven castellana con una adorable hechicera, de la que también se enamora el padre viudo de la primera; y, entre otros textos previos citados, La belle dame sans merci (1819) de Keats, con cierta lady que avanza sobre un caballero y lo somete al hambriento mundo de los muertos.
Además de historias insoslayables como El vampiro de Polidori, El Horla de Maupassant, El intruso de Lovecraft o El conde Magnus de M.R. Montague, entre otros, en Vampiria arrasa la Brunilda de Deja en paz a los muertos, de Ernst Salomo Raupauch, antes atribuido a Ludwig Tieck, según especifican los editores. Revanchista a muerte, esta finada vuelve para recuperar a su marido –casado nuevamente con chica buena–, al que hace sufrir y gozar sin medida, incluso le liquida a dos hijitos que tuvo con la otra. Y cuando él osa quejarse, le retruca: “Te amo como aman los muertos, lo que les robé a tus niños tú lo has disfrutado...”. Por cierto, el zoquete de Walter quiere eliminarla pero, como le aclara Brunilda, no hay manera de matar a una muerta...
Más conocido es el relato de Gautier, Los amores de una muerta (anteriormente traducido como La muerte enamorada), acerca de una hermosa cortesana que rechazó alguna vez a un Papa, pero que ahora se prenda de un cura rural y casi logra arrastrarlo a los quintos infiernos. También en La vampira (1865) de Feval tenemos a la ídem de Uszel, muerta viva cazadora de cabelleras que cada tanto se enamora arriesgando su sobrevivencia. La dama pálida (1849) de Alejandro Dumas, en cambio, tironeada entre dos hermanos, desangrada a medias no se contagia: apenas se queda anémica de por vida. Una madre muerta adorada es la sombra que oprime el tristísimo corazón del protagonista de Thanatopia (1893) de Rubén Darío, hasta que se produce su desasosegante regreso... El vampiro (1927) de Horacio Quiroga debió llamarse La vampira, puesto que el espectro recuperado del más allá, sustraído de la pantalla cinematográfica, es el de una atractiva mujer que se escancia al recuperador.
No podía faltar y allí está, espeluznante como siempre, la maravillosa Carmilla (1871) de Sheridan Le Fanu, enamorando a Laura, la relatora, que se resiste. Carmilla que visita a su amada en la alta noche, adopta vagas e hinchadas formas felinas, va dejando el tendal en las cercanías y lleva a cuestas su maldición con impar elegancia. Aunque con mucha menos asiduidad que el Drácula de Stoker, Carmilla ha sido llevada al cine a través adaptaciones tan libres como las de Carl Dreyer (Vampyr, 1932), Roger Vadim (Et mourir de plasir, 1960 - Rosa de sangre, en nuestro país) o Roy Ward Baker (Vampyre Lovers, localmente, Amores de vampiros).

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