DEBATES
En Europa, que las musulmanas lleven velo en los lugares públicos ha desatado discusiones en torno de la integración, la identidad y los derechos civiles de las mujeres. Sus detractoras leen en el hijab una cultura de restricción y dominación, lo que ha llevado a que Francia, por ejemplo, prohíba su uso en las escuelas. Desde la vereda de enfrente, hay quienes lo usan para demostrar rebeldía y exigir respeto a su identidad. Aquí, un pantallazo de la discusión en Londres y una entrevista con Marjane Satrapi, la iraní radicada en París cuyo film Persépolis (llega en estos días a las pantallas porteñas) narra la vida de una adolescente en Teherán y, de paso, tira abajo un par de prejuicios.
Cuando Shaista camina por las calles de Londres, los hombres –y las mujeres– se dan vuelta para mirarla. Pero Shaista no lleva una mini infartante o una remera minúscula. Esta joven de sonrisa amplia y paso decidido es una musulmana que desde hace sólo unos pocos años comenzó a usar el hijab, uno de los típicos velos musulmanes. Shaista no es parte de un grupo extremista o de una familia ultrarreligiosa, sino un ejemplo de una tendencia creciente que habla de las realidades que hoy hacen que Occidente busque convivir con el Islam –y entender el significado de la religión que más adeptos tiene alrededor del mundo–. En ciudades como Londres –hogar de más de un millón de musulmanes–, el orgullo secular generalizado hoy enfrenta una creciente ola de jóvenes profesionales que, tal como Shaista, creen que taparse es una nueva forma de rebeldía.
Shaista comenzó a usar el velo tras haber redescubierto su religión en su adolescencia y lo adoptó como un vehículo para ejercer su derecho a la libre expresión y para solidarizarse con sus correligionarias, quienes sufren creciente discriminación y estigmatización tras los ataques terroristas del 11 de septiembre en Nueva York y 5 de julio en Londres. “Este pedazo de tela es mi identidad”, dijo Shaista en un crudo relato sobre su experiencia a la BBC. “Decidí comenzar a utilizar el hijab porque quería ser visiblemente musulmana. Quería que la gente me viera por la calle y viera que soy musulmana y que estoy orgullosa de mi religión, de mi cultura y de mi herencia. Para mí esto es como un acto de solidaridad con otras mujeres musulmanas alrededor del mundo.” Shaista cree que la mayor parte de las mujeres que usan el velo lo hacen por decisión personal, pero sabe que no todos están de acuerdo con ella. Cuando le preguntan sobre los abusos que sufren las mujeres musulmanas, ella dice: “Sé que hay grandes problemas en el mundo musulmán con respecto a los derechos de las mujeres, pero las mujeres sufren estos problemas en todas partes del mundo. Dentro del Islam hay mucha diversidad, las mujeres utilizan el hijab en diversas formas y estilos”.
Existen tantas variedades de velo como estilos de moda, desde el más liberal hijab –que significa “cubrirse” en árabe–, que consiste de un pañuelo que cubre el pelo y cuello y que viene en diversos colores y hasta estampados, hasta la ultraconservadora burka, una túnica que cubre absolutamente todo el cuerpo, dejando sólo una ranura para los ojos. Para millones alrededor del mundo, el hijab y la burka tienen un significado tan crucial que en la mayor parte de los países con alta población musulmana existe legislación sobre su uso.
En Europa, por el contrario, numerosos gobiernos han tomado grandes medidas para controlar la cantidad de mujeres caminando por sus calles seculares con un pañuelo en la cabeza. Hasta en Inglaterra –uno de los países más multiculturales de Europa, y siendo Londres la ciudad donde el islamismo es la religión que está creciendo más rápidamente– se han puesto limites al uso del velo. En el transcurso del 2007, por ejemplo, un juez prohibió a una abogada musulmana que vestía la burka representar a un cliente porque el juez no podía verle la cara; una maestra que utilizaba este tipo de velo fue enviada a casa por la dirección de la escuela en la que trabajaba; y una estudiante a la que se le prohibió utilizar la burka en clase llevó su caso a la corte y perdió.
Pero musulmanas como Shaista no se quedaron con los brazos cruzados y dieron pelea en las mismas calles donde alguna vez sus compatriotas quemaban corpiños ante las miradas absortas de los conservadores. Hoy, como entonces, han logrado mucho más de lo que los europeos seculares pronosticaron.
Y aun en Inglaterra el velo atravesó algunas barreras, con cada vez más mujeres utilizándolo en espacios públicos como los estudios de televisión.
Shabana, una joven abogada musulmana, escribió recientemente que el hijab es una cuestión de elección personal y que para ella es parte de su personalidad. “Yo fui a la Universidad, me recibí de abogada, crié a mi familia y participé en mi comunidad activamente, todo con mi hijab, sabiendo que así la gente me reconocería como musulmana.” Otra mujer, que prefirió no dar su nombre, dijo: “Cuando me convertí al Islam a los 19 años, al principio la idea de utilizar el hijab me pareció difícil. Pero luego, cuando comencé a usarlo me di cuenta de sus beneficios –lo más impresionante fue que los hombres me trataban más como un ser humano inteligente que como un pedazo de carne–”.
Pero no todas las musulmanas ven en el velo una historia de libertad de expresión y rebeldía. De hecho, muchas dicen que el Corán en realidad no obliga a las mujeres a cubrirse de manera tan extrema y acusan al hijab y a la burka de ser vehículos para esconder las marcas de la violencia doméstica que miles de mujeres musulmanas sufren en silencio a manos de sus padres y hermanos. Una de las más famosas críticas del velo en Inglaterra es la autora y periodista musulmana Yasmin Alibhai-Brown, quien en un artículo escrito para el conservador Evening Standard dijo que cualquier tipo de velo deshumaniza a la mujer, transformándola en objeto y responsabilizándola de las reacciones inapropiadas que algunos hombres pueden tener si una mujer se viste de forma más moderna y reveladora.
En un relato reciente, Yasmin dijo: “Un día estaba en un café cerca de mi casa cuando frente a mí se sentó una familia musulmana, y allí estaba la mujer con la burka, mirando cómo los demás comían porque ella no podía ni meterse un bocado en su propia boca porque la tenía cubierta con esa tela”. Yasmin está tan convencida de su postura que dice lo que piensa a quien quiera escucharla –y a los otros también–, lo que le costó varias amenazas de muerte. “Hay millones de mujeres que esconden abuso debajo de sus burkas. De burkas que están obligadas a usar. De hecho, yo recibo decenas de cartas de jóvenes musulmanas en Londres que me cuentan de estas historias de abuso, diciendo que tienen demasiado miedo como para denunciar lo que les ocurre.” Y aun cuando Yasmin admite que no todas las mujeres que utilizan la burka son víctimas de violencia en el hogar, cree que el velo hace más fácil poder esconder esos abusos cuando ocurren y que es un objeto retrógrado que no tiene lugar en el siglo XXI. “¿Deberíamos permitir cualquier cosa en el nombre de la religión de algunos?, ¿deberíamos permitir que niñas no tomen clases de gimnasia porque sus padres no les permiten quitarse la burka? ¿O que muchas mujeres no puedan viajar, por ejemplo, porque no podrían pasar los controles de seguridad sin mostrar sus caras?”
”Quisiera aclarar un par de cosas”, exclamó la dibujante Marjane Satrapi no bien empezó la charla que dio en la Biblioteca Nacional de Francia, hace un par de años. “Primero, estoy cansada de que la gente piense que en Irán hablamos árabe. Nuestro idioma es el persa, una lengua indoeuropea más cercana al francés que al árabe.” Segundo ítem: “Todo el mundo cree que Irán siempre fue un país de fundamentalistas, donde todas las mujeres son obligadas a casarse con tipos que les pegan”, arremetió ante un azorado auditorio. “Pero la mucama de mi mamá, por ejemplo, no es ninguna oprimida: hace unos meses echó a su marido de la casa. Y yo misma, a cuántos tipos les habré dado un cachetazo luego de que me insultaran en la calle, en Teherán. Además, durante los años más terribles de la Revolución islámica, las mujeres llevaban armas.” Y para terminar, esta iraní de 38 años se despachó a propósito de las amenazas del presidente Mahmoud Ahmadinejad –principal sospechoso de ordenar la voladura de la AMIA en Argentina– contra los israelíes: “Hace décadas que Irán dice que eliminará a Israel de la faz de la Tierra. Lo que ocurre es que recién ahora se traduce todo esto”. Esta suerte de decálogo de prejuicios occidentales describe perfectamente a Marjane Satrapi y a su obra, Persépolis, la primera historieta de Irán que, convertida en film de animación producido por Francia, contó con las voces de Catherine Deneuve y su hija Chiara Mastroianni en los papeles principales.
El primer volumen de Persépolis se publicó en el 2000, en una pequeña editorial de comics parisiense. La tirada, muy modesta, se agotó en pocas semanas. Intensa, política y a la vez muy personal, la vida de una chica iraní –la propia Satrapi– narrada desde su infancia en Tehéran hasta su adolescencia en el exilio, atrajo a infinidad de lectores que descubrieron, a través de esta historieta, que la realidad de Irán es mucho más compleja que la que Occidente se ha encargado de propagar. “Lo que se conoce sobre mi país es muy estereotipado”, dice Satrapi en diálogo con Las/12. Por otro lado, en Persépolis, su particular visión de Irán –sin “mujeres histéricas rodeadas de fanáticos que sólo buscan la muerte de Occidente”, como indica Satrapi– no fue bien recibida por el gobierno de Ahmadinejad, que intentó boicotear su exhibición en el Festival de Cannes, donde ganó el Premio del Jurado.
En el 2000, esta morocha que fuma dos atados de Winston por día envió el proyecto de Persépolis a más de un centenar de editores, que lo rechazaron sin más trámite. Ya se había resignado a fotocopiarlo y a distribuirlo entre sus amigos, cuando conoció a David B., un célebre dibujante francés que aceptó publicarlo en la editorial que dirige. Desde entonces, Francia no sólo se ha convertido en la patria de adopción de Satrapi sino que Persépolis competirá por ese país en los Oscar. “A cada rato recibo invitaciones de la embajada de Francia, agradeciendo mi difusión de la ‘belle langue’ francesa: pero hace años que vengo pidiendo la nacionalidad y no me la dan”, se ríe Satrapi.
–Si no me expreso, me convierto en cómplice de lo que allá está pasando. Yo sabía que si lo hacía tal vez no pudiera volver. Son decisiones que uno toma en la vida. Quizá no vuelva a ver las montañas nevadas de Irán, pero de todas formas me considero una privilegiada. Allá hay gente que muere por pensar distinto.
–Muchos se indignaron por mi posición, pero la verdad es que son dos problemas distintos: en Irán, desde 1979, la ley obliga a las mujeres a usar el velo. La que no lo hace, recibe latigazos o va a la cárcel. Así de simple. Yo no lo uso, vivo en el extranjero. En principio, soy antivelo, pero así como a mí me obligaban a usarlo en Irán, no puedo obligar a nadie a no usarlo, como se hizo en Francia. Pero Francia no es Irán y, más allá del velo, si hay una posibilidad entre un millón de que las chicas de mi país se emancipen, es a través de la educación.
–No soy feminista, soy humanista. Es la madre la que hace machista al hijo. Todos los hombres machistas salieron de las polleras de una madre machista.
–Sí, aunque en general es un medio dominado por hombres, lo que no quiere decir que sea un ambiente machista. El comic tiene ese costado obsesivo que conviene más al género masculino. Las mujeres ponen su obsesión y sus prioridades en otras áreas.
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