URBANIDADES
› Por Marta Dillon
El martes que viene se conocerá oficialmente el fallo del Tribunal Constitucional chileno que prohíbe la distribución gratuita de la píldora del día después –o, más exactamente, de la anticoncepción de emergencia–, de los anticonceptivos combinados con estrógenos y de los dispositivos intrauterinos (Diu) que al otro lado de la cordillera llaman “T de cobre”. La razón de la prohibición es fácil de imaginar sólo porque es la misma que hace unos años esgrimió la anterior Corte Suprema argentina, nombrada en tiempos de Carlos Menem, el mismo que consagró un día en el calendario a los “niños por nacer”: el poder abortivo de estos métodos anticonceptivos. El fallo del TC de Chile responde a una presentación de un grupo de legisladores y legisladoras pro vida interpuesto hace dos años, al mismo tiempo en que el Estado se hacía cargo de la distribución de las píldoras. Las organizaciones de mujeres, por su parte, ya se movilizaron para denunciar la consecuencia directa de esta prohibición: el aumento de embarazos no deseados, el aumento proporcional de las muertes por abortos sépticos.
Demasiado cerca para que no nos interese.
Tan cerca que el fin de semana pasado, desde el diario La Nación –el único que “cubrió” las “celebraciones” del día del “niño por nacer”, a la sazón el 25 de marzo– comenzó a titilar una alerta que no es nueva: las adolescentes estarían abusando de la anticoncepción de emergencia, usándola como único anticonceptivo. Y “el” testimonio –esa figura de la que abusamos los y las periodistas para dar veracidad o “cuerpo” a lo que se quiere decir– daba cuenta de una joven que había tenido relaciones por primera vez, se había protegido usando con su pareja preservativos pero aun así había optado por tomar la píldora del día después “por miedo”. Obviamente, como el testimonio estaba destinado a mostrar el abuso de este método, no cabía reflexión alguna sobre el miedo de la joven. ¿A qué? ¿A la condena social? ¿A tener que enfrentar un embarazo porque un accidente contraconceptivo puede transformarse en destino? ¿A que el preservativo –que la joven dice que no se corrió ni se rompió– sea permeable como sugirieron algunos pseudo científicos católicos? ¿A tener que abortar en clandestinidad?
Ahora, cambiemos las preguntas: ¿por qué tanto miedo?, ¿por qué se ejemplifica con este caso el abuso de la AE cuando quien lo usa tuvo apenas su primera relación?, ¿por qué esta adolescente no sabe que si el preservativo está correctamente puesto y se lo usa desde el principio de la penetración no hay riesgo de embarazo? ¿Será que dejar estar preguntas abiertas es un método?, ¿un método del terrorismo moral?
La sexualidad de los y las adolescentes –lamento la insistencia sobre el tema en este espacio– parece ser una preocupación permanente por parte de los medios masivos de comunicación que siguen de cerca sus modos, sus tendencias y sobre todo las ofertas de los adultos para que se expresen como esa del baile del euro o del dólar, performance de matiné que expone a las niñas a la competencia de recaudar billetes falsos por parte de los varones para después recibir premios. Claro que siempre el peso del deber y del espanto recae sobre las chicas –las chicas, los chicos, ya lo dijimos otras veces, sencillamente aprovechan–. Ellas abusan de métodos de emergencia en lugar de prever. Ellas cambian sexo oral por dinero. Ellas se exhiben para que les den premios.
Cuando se empezó a hablar –desde el Estado mismo, a través del ex ministro de Salud Ginés González García– de la chance de ampliar la no punibilidad del aborto, voces bien pensantes, de esas que se llaman progres, se preguntaron si las chicas no abusarían de esa intervención. Ellas, otra vez, descocadas –vaya viejazo–, inconscientes.
Ahora la arremetida es por la píldora del día después. Empezó en Chile, pero es demasiado cerca como para pensar que no nos toca. Sobre todo porque las alarmas, las mismas de siempre, no dejan de alertar.
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