INTERNACIONALES
Jamaica es uno de los países más pequeños del continente, pero con sólo 2,5 millones de habitantes aparece en el mapa por sus niveles desproporcionados de crimen y violencia. En ese contexto hay mujeres que decidieron intervenir en conflictos de los que generalmente son rehenes usando el diálogo como principal herramienta, mediando con palabras donde sólo se escuchan balas.
› Por Josefina Salomon
Sonia se despierta cada día con el sol de la mañana, en una casa humilde de paredes turquesas que la representa perfectamente. Toma el desayuno y se va a trabajar hasta las 5 de la tarde, cuando salir a la calle es un peligro que poca gente se anima a enfrentar.
Para llegar a la casa de Sonia hay que atravesar el centro de Kingston –una de las ciudades con más altos índices de violencia en el continente– y aventurarse en el barrio donde varias décadas atrás un joven jamaiquino escribió canciones de paz e hizo del reggae un fenómeno mundial.
Y es precisamente aquí, en Trenchtown, donde las canciones de Bob Marley toman un sentido real. “Cada mañana me tengo que preparar mentalmente y salir a la calle donde los problemas existen en todo momento. Pero no cambiaría mi vida en Trenchtown por nada. Aquí nací y aquí quiero morir”, dice Sonia a Las 12, con un entusiasmo que sorprende bajo las circunstancias.
Jamaica es un país tan sumergido en el crimen y en la violencia que los asesinatos ya no aparecen en las tapas de los diarios locales. En la tierra del reggae, un promedio de al menos una persona es asesinada por civiles cada día y la policía mata a un promedio de una persona cada cuatro días. “Vivo la violencia todos los días. Gente muy cercana a mí ha sido abusada por la policía. Un joven fue asesinado por la policía muy cerca de mi casa hace poco. La policía parece solucionar los problemas asesinando gente. Para ellos, los que vivimos en la comunidad somos mala gente”, dijo Sonia.
La mayor parte de las víctimas de brutalidad policial y crimen organizado son hombres jóvenes que viven en comunidades marginales, sumergidos en la pobreza y con pocas esperanzas para el futuro. Pero cada vez que un hombre es asesinado, una mujer como Sonia, enviuda y queda a cargo de mantener una familia, exigir justicia para los que se fueron y trabajar para que quienes quedan sobrevivan lo mejor posible.
En comunidades marginales como Trenchtown, el desempleo, la violencia, la falta de servicios básicos y de educación completa son moneda corriente, pero después de años esperando que las autoridades de turno decidieran tomar medidas que alargaran la calidad y expectativa de vida de sus hijos, mujeres como Sonia decidieron tomar control de su propio destino. “Como mujer, como madre y como abuela siempre sentí una responsabilidad especial para acabar con esta crisis. Vivo la violencia en la comunidad todos los días y me cansé de ir a funerales, de ver cómo matan a los chicos.”
Sonia es fuerte, energética y con una sonrisa que no delata lo que sus ojos han visto en tantos años. Aquí está una mujer que a pesar de la violencia que tiñe sus días y amenaza su existencia en cada momento cree en el futuro que Bob Marley soñó para Trenchtown y ha decidido enfrentar la adversidad y las balas con el arma que mejor conoce: su palabra.
“Los jóvenes en Trenchtown necesitaban alguien con quien hablar, un hombro para apoyarse y ese es mi trabajo. Soy una mediadora. Tengo que hablar con todos y convencerlos de que hay una forma pacífica de solucionar los conflictos. La mediación puede prevenir gran parte del conflicto. A veces, diferentes grupos en la misma comunidad están enfrentados y a veces los problemas son entre comunidades. Cualquiera sea el caso, tengo que ir y hablar con todos. Para mí no hay ningún lugar al que no iría o ninguna persona con la que no hablaría para solucionar un problema.”
Su trabajo la llevó a enfrentarse a los “Dons” –los líderes de las pandillas criminales que en efecto son la ley en las comunidades marginales de Jamaica y quienes a fuerza de violencia y balas controlan la vida de quienes son muy pobres para exigir algo mejor–. “Varias veces tuve que ir y hablar con el Don de la comunidad para convencerlo de que no hiciera algo que estaba planeando”, dice Sonia cambiando el tono de la charla.
Sonia es una de las miles de mujeres en Jamaica que están tomando en sus manos un problema que nadie más ha podido –o querido– solucionar. Del otro lado de la ciudad, en la comunidad de Fletchers Land, vive Arlene Bailey, una joven madre jamaiquina que, como Sonia, decidió enfrentar la discriminación y las balas con el poder de la palabra. Arlene también sufre este conflicto en carne propia. Su hijo de tan solo 11 años ya fue testigo de un asesinato y perdió a su padre a causa de la violencia hace casi una década. “Quiero ser una fuerza de cambio en mi comunidad, salir de la posición de víctima y ser victoriosa en esta lucha, a pesar de todo lo que he vivido”, dice Arlene con un tono firme, desafiante.
“En Fletchers Land nos hacemos cargo de los problemas. Sabemos lo que queremos y hemos acordado trabajar juntos para conseguirlo. Sabemos que no es algo que va a pasar de la mañana a la noche pero tenemos pasión en lo que creemos y eso nos hará vencer.”
“Lo único que necesitamos es que nos apoyen para que nuestros proyectos funcionen y duren. No nos quedamos sentadas a esperar que el gobierno nos solucione todo. Queremos solucionar nuestros propios problemas.”
En Fletchers Land, madres como Arlene se agruparon y acordaron una serie de medidas para mejorar la situación en la que tienen que vivir. Entre ellas, el novedoso toque se queda –a través del cual los padres trabajan juntos para que los menores no estén en la calle después de las 9 de la noche, cuando las pandillas pueden convencerlos para que se les unan– y la controversial idea de que trabajando con los Dons pueden mejorar la calidad de vida de la comunidad. “Lo que queríamos hacer era quitar la función del Don y la necesidad de tenerlo en la comunidad. Cuando haces algo bueno otra gente quiere seguirte y estar incluidos en los proyectos”, dice Arlene.
Jamaica es uno de los países más pequeños del continente, pero con sólo 2,5 millones de habitantes aparece en el mapa por sus niveles desproporcionados de crimen y violencia. Aquí, mujeres como Sonia y Arlene enfrentan la constante amenaza de pandillas criminales que las tratan como objetos y que saben que los cientos de casos de violencia doméstica y sexual contra mujeres raramente son investigados por una policía corrupta y un gobierno que poco hace para mejorar su situación. Pero aún en aquellos lugares donde las mujeres saben que decir una palabra de más puede costarles la vida, son precisamente ellas quienes lideran desde el frente proyectos que pueden cambiar el destino de miles de jamaiquinos. “Las mujeres somos una parte clave de las comunidades –reflexiona Sonia–, nosotras llevamos a nuestros hijos en el vientre y luego tenemos que dejarlos ir a las calles donde pueden morir. Nuestra responsabilidad es prepararlos y educarlos para que esa violencia no exista más. Lo que les pasa a ellos nos afecta a todos.”
En una comunidad cerca del centro de Kingston, la música de los autos y los ruidos de las casas se mezclan con el sonido de los disparos, pero nadie parece asustarse. Allí, esas balas son moneda corriente y el oído parece poder acostumbrase al sonido de una crisis que ya se ha cobrado miles de vidas. Pero entre el sonido de la muerte se escuchan las discusiones de mujeres como Sonia y Arlene que a pesar de ser rehenes de esta guerra virtual confían en que en la palabra está la solución. “Me acuerdo cómo estaba mi comunidad antes y cómo está ahora y creo que hemos avanzado mucho. Cuando camino por las calles de mi Trenchtown veo de dónde han salido tantos jamaiquinos famosos y sé que hay un futuro. Necesitamos preparar a los jóvenes para otra cosa”, dice Sonia y su teléfono suena. Seguramente aquella será una llamada de ayuda y allí irá Sonia a hablar con alguien más para acabar con esta guerra urbana en el paraíso tropical.
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