SOCIEDAD
historia del afeitado
Hablar de la historia del afeitado equivale a contar la historia de la virilidad. Pendularmente, afeitarse o dejarse la barba significó para los varones cosas muy distintas. Como fuere, el acto de afeitarse está documentado desde la prehistoria, miles de años antes de que se inventara la célebre maquinita.
Por María Moreno
Quien quiera concentrarse en algo pequeño, inútil y corto, puede comprar el libro Un buen afeitado, la búsqueda diaria de la perfección, de Wallace G. Pinfold, uno de esos refritos sobre menudencias que Internet suele difundir hasta darles el status de monografías. Allí se cuenta la historia de la virilidad a través de su primera tarjeta postal: la delacto de afeitarse. Al parecer los hombres conocieron casi al mismo tiempo la droga y las ganas de sacarse pelo de encima: en las antiguas cavernas se encontraron semillas de amapolas tanto como piedras afiladas, pinzas y dibujos de humanos con o sin barba. Civilizarse significó mejorar las técnicas hasta llegar a la maquinita eléctrica y las lociones Old Spice y Acua Velva con cuyos vahos las Electras de todos los tiempos envolvieron sus evocaciones paternas. La taza, la brocha –mejor si es una Simpson con pelo de tejón– y la navaja completan una imagen de virilidad anticuada que en los tiempos del rey Gillette se combinaba con tiradores de cuero y sexo en la oscuridad.
Durante varios siglos, cirujanos y barberos cumplían funciones curiosamente semejantes. El mismo sujeto sacaba un forúnculo o una muela, cosía una herida y rasuraba. Un poste frente a su puerta señalaba sus servicios. Era para que la víctima, llamada también el paciente o el cliente, se aferrara con fuerza a fin de soportar el dolor. Sobre por qué el poste era azul, colorado y blanco hay diversas discusiones escolásticas. Algunos dicen que las vendas ensangrentadas que coronaban la operación se secaban sobre el poste y bajo el soplo del viento. Pinfold concluye que eso explicaría el origen del color rojo en las bandas del poste. Y palpita que el color azul fue elegido por los cirujanos no barberos en tiempos en los que los oficios se diferenciaban. El blanco simbolizaba la asepsia. Pero también es probable que las franjas rojas representaran la sangre de la arteria, y la azul la de la vena. Tamaña batería simbólica explica perfectamente que la silla de barbería se parezca aún hoy a la silla eléctrica.
Saber que el pelo crece 0,35 mm por día no consuela al que se afeita la barba para redescubrir su mentón deprimido de tortuga ninja o sus mofletes de zapallo de Halloween. Lo mismo que no consuela a una mujer que sacrifica su melena de medusa para descubrir que no tiene cuello.
Un europeo puede conseguir una buena barba más fácilmente que un chino por más mandarín que sea, cuestión étnica. La barba y el cabello no crecen después de la muerte sino que los tejidos se contraen y el líquido corporal se evapora. Es decir no es la galleguidad irredenta del tío Manolo la que ensombrece sus mejillas por sobre la elegancia indeseable de su mortaja ni el cabello de Rufina Cambaceres, cuya bella tumba art nouveau se encuentra en la Recoleta, ha crecido luego de que –según la leyenda– despertara de su catalepsia. Como Euróboros, la serpiente que se muerde la cola, hay pelos de barba que se enroscan y se clavan en la mejilla. A esta contrariedad dérmica se le llama Pseudofolliculitsbarbae e invita a adoptar el estilo profeta. En Turquía se ha usado durante siglos un afeitado que tienen el nombre de Sinek aydi, donde la piel permanece lisa durante dos o tres días pero arranca lágrimas de dolor. Quizás alguien concuerde en que la hojita de afeitar, el huevo duro y el broche de la ropa son los mejores diseños simples del mercado. En 1895 King Camp Gillette ideó la maquinita de seguridad y la hoja de dos filos. Su concepto de “desechable” podría hacer que se lo considerara uno de los fundadores del capitalismo. Este canadiense empezó vendiendo 51 maquinitas y 168 hojas. No tardaría en vender 90.000 maquinitas y 2,4 millones de hojas. Su rostro y su nombre acompañaron durante décadas el momento más íntimo de un hombre, fuera del monotemático y mucho menos estético de la masturbación. King Camp Gillette se hizo literalmente la América cuando, durante la Primera Guerra Mundial, EE.UU. le encargó 3,5 millones de maquinitas y 36 millones de hojitas de afeitar que garantizarían la higiene en las trincheras (los británicos decidieron conservar una elegancia menos masiva llevando al frente sus navajas). La Gillette es un invento tan bueno como el jean y la Coca-Cola pero las mujeres nos damos menos cuenta.
Barbas femeninas
Wallace G. Pinfold no menciona el momento en que la comunidad gay decidió vencer estereotipos y reivindicar para sus códigos el bigote y el pelo en pecho, imponiendo el modelo “oso” pero sin exagerar: ¿Qué “loca” quiere parecerse a Moisés y sus tablas de la ley? Tampoco se ocupa de la barba de las mujeres. Por este lado –y por tratarse de este suplemento– habría que hacer justicia: Como había nacido mucho antes de Jacques Lacan, a Magdalena Ventura su apellido no le provocó ninguna asociación, tampoco el lugar de los Abruzzos en que había nacido: “Acumulo”. Su ventura consistió en acumular pelo de pies a cabeza, un síntoma de hipertiroidismo. En 1634 al duque de Alcalá, virrey de Nápoles, le pareció que Magdalena merecía la gloria aunque no había hecho nada por conseguirla, así que la hizo posar ante la paleta del “Españoleto”, José Ribera. No lo hizo sola, sino con su marido y su pequeño hijo que ella lleva sujeto al redondo y turgente pecho desnudo. Mucho antes de que las minorías sexuales se organizaran en torno de sus derechos y que los psiquiatras y psicoanalistas hablaran de “perversión”, hubo hombres de espíritu libre como el marido de Magdalena que pasó a la posteridad como consorte de la mujer barbuda en una versión queer de la sagrada familia. La misoginia gay y heterosexual se ha complotado para hacer sospechar que el modelo de Ribera era un hombre y no una mujer: lo quiere travesti en tiempos sin mayores conocimientos sobre hormonas y cirugía creativa.
La vida de Julia Pastrana, nacida en México en 1834, tuvo más tragedia que la de Magdalena Ventura. Descubierta por el empresario de circo Theodore Lent, fue exhibida y explotada como fenómeno incluso después de su muerte. Es cierto que su dueño se casó con ella pero fue para que un patriarca dominara mejor a una mujer que tenía el aspecto de uno. El 20 de marzo de 1860 Julia Pastrana tuvo un hijo que vivió 35 horas y al que sobrevivió tres días. Si alguien sospecha que Theodore Lent había perdido su fuente de recursos, se equivoca: luego de contratar las tareas de un taxidermista, vendió la momia de su mujer y de su hijo a la Universidad de Moscú. Como la institución encontró la forma de hacerlas rentables, se puso competitivo y reclamó las momias en calidad de marido y padre aunque no para enterrarlas sino para exhibirlas: a ella vestida de bailarina rusa, a él vestido de marinerito. La documentación sobre la vida de Julia Pastrana no ofrece contradicciones. Pero en un artículo de Jaime Bedoya, publicado en Caretas, se agregan algunos detalles. Theodore Lent se habría casado con otra mujer barbuda, luego habría enloquecido y muerto. Su segunda esposa habría heredado las momias y las habría vendido para casarse con un joven y volver al hábito del afeitado que antes había abandonado por razones profesionales.
Hoy la barba sigue siendo para las mujeres una cuestión política. Si es un legado de la naturaleza, se puede eludir mediante los avances de la ciencia, si no forma parte de él, se puede conseguir también por los avances de la ciencia como lo ha hecho el cordobés Mauro Cabral desde su voluntad de autodiseño transgénero.
Aunque no tenga el largo ni la línea bipartita que Carlos Escudé copió de José Martí.
Política capilar
La barba permite al no tan hermoso rediseñarse con sólo dejar su equipo de afeitar –valga la redundancia y la rima– en remojo. La moda siempre tiene una base material –eso no lo negaría ni el mismo barbudo Carlos Marx– y el afeitado se debió tanto a complejos valores culturales como a algo bien pedestre: para tu enemigo tu barba es tu manija, basta agarrarla para que te entre mejor la hoja de la daga, al menos en los tiempos del austero combate cuerpo a cuerpo cultivado antes de los misiles, el ántrax por correspondencia y los psicópatas con rifles de mira telescópica.
Mucho antes de que la barba se volviera fuertemente marcada por la ideología no era indemne a la lucha de clases. Los ricos tenían navajas de cobre y bronce y los pobres cuchillos y piedras afilados, pero unos y otros solían terminar ensangrentados por lo menos antes que en 1847 el ingenioso William Henson inventara el mango. El hermoso Brummell tenía un peluquero para los rizos del costado, otro para los de la frente y un tercero para los de atrás, algo más elegante que tener un pésimo implantador como Carlos Menem, quien adoptó en tiempos de calvicie incipiente un esponjado plumón sobre la coronilla que el pueblo socarrón llamó inmediatamente “gato”.
Ni noticias de Fidel Castro en Sierra Maestra cuando Mussolini pudo haberse jactado de adelantar el significado político de la barba: “El fascismo es antibarba. La barba es un signo de decadencia. Mirad los bustos de los grandes emperadores romanos y veréis que todos se afeitaban: César, Augusto. Cuando se inició el declive de la gloria de Roma, se puso de moda la barba. Y ello es aplicable a todas las épocas. El renacimiento es una época sin barbas”, decía. Miren quien habla, un tipo para quien la virilidad combinaba con plumas en el casco y tacos altos.
David Viñas acuñó la expresión “política capilar” para señalar eso que hace que el pelo forme parte de un sistema de signos que apuestan a formar parte de complejos mensajes visuales emitidos por determinados poderes. Fue él quien señaló la importancia de las patillas en el personaje que es atacado en El matadero de Echeverría, la trascendencia semiológica de la cabellera de Facundo Quiroga citada por la cabeza de Carlos Menem cuando él aún buscaba la impronta “nac and pop”, anterior al vértigo privatizador.
Es cierto que a lo largo de la historia la greña suelta y la barba en oposición al pelo corto y las mejillas rasuradas fueron más a menudo emblema libertario que al revés. Sin embargo, durante la era victoriana, Aubrey Bearsley, William B. Yeats y Oscar Wilde se afeitaron hasta lograr mejillas de bebé para diferenciarse de la capilosidad patriarcal. Pero a grosso modo el afeitado delata al marine, al skeanhead, al monje budista o no, al mahometano o al amish, figuras de la derecha o al menos no de izquierda. Mientras que la barba ha señalado la protesta contra la guerra de Vietnam, el levantamiento en Sierra Maestra, el golpe de Pinochet contra Allende. La barba psi se quiere parapolítica pero enfatiza la respetabilidad y la autoridad paternal. La de Papá Noel y la de los siete enanitos, lujuria encubierta.
La barba formó parte del marketing político del Che y la forma ideal para que su rostro se transformara en un esquema sugestivo a través de una foto solarizada (el nazismo tuvo su contraproyecto en el flequillo transversal de Hitler y su bigotito quirúrgico). Pero la fuerza visual con subliminales evocaciones cristianas de los barbudos vestidos con andrajos color verde botella que entraron a La Habana en 1959 tenía una base práctica: se habían quedado sin hojitas de afeitar. ¿Después quién renuncia a un símbolo? Si se llega a los ochenta años se habrán utilizado 2965 horas de la vida en afeitarse. Por eso Fidel Castro, en algún momento de su eterno gobierno, cambiaría su explicación de las barbas revolucionarias diciendo que había decidido canjear esas horas deafeitada por trabajos (entre otros, discursos públicos de cuatro horas de duración).
Malas noticias: el capitalismo salvaje combina con nada salvaje mejilla lisa y pelo de marine.