SOCIEDAD
Aunque hay quienes sostienen que comenzó con Sarmiento, el recuerdo más cercano e intenso de la educación popular en Argentina proviene de los primeros años de la década del ‘70, cuando miles se inspiraron en la doctrina de Paulo Freire y decidieron asumir el desafío de comprender y construir un proceso pedagógico y de aprendizaje diferente. La gran mayoría de esos cargos docentes informales estaban asumidos por mujeres, pero con el panorama político enturbiado, materiales y experiencias fueron quedando en el olvido. El documental Testigos de la vigencia (que en breve será acompañado por un libro homónimo) los rescata, para hacer memoria y también para mostrar que algo continúa.
› Por Soledad Vallejos
Fueron miles que compartieron la devoción por poner el cuerpo en juego en lugares inesperados: mientras había quienes se abocaban al trabajo social en villas y barrios pobres, y se veían llegar al terreno político por un camino cada vez más transitado, estaban quienes optaban por internarse, por caso, en el Impenetrable. ¿Para qué? Para descubrir que había comunidades enteras a quienes nadie había intentado enseñar el español, básicamente porque previamente ningún profano se había dignado a intentar hablar en lengua q’om. O para comprender que la copa de un árbol puede ser tan buen techo como uno de material, cuando de imaginar un aula y delimitar un espacio de aprendizaje y enseñanza signado por la flexibilidad. O para demostrar que la convención de los roles jerárquicos en un aula no siempre es operativa, prudente, necesaria; que a veces la regla es notar que no pueden aplicarse las normas habituales. Después de eso, ¿pueden ciertas experiencias en común simplemente desvanecerse sin dejar huella?. ¿O, en cambio, es posible pensar que existen continuidades, con presencias y aun ausencias, que a veces el tiempo no anula sino que transforma? Entre quienes votarían por responder que sí a la segunda pregunta hay gente que puede explicar detalladamente porqué se trata no tanto de optimismo como de una tarea en pleno desarrollo, no un gesto de buena voluntad en potencia sino un esfuerzo por volverlo realidad y continuidad hoy. La gran mayoría de esa gente son mujeres, la experiencia de convertirse en educadoras populares en algún momento, lejano, de sus vidas fue tan intensa que todavía las marca, y, por primera vez, han sido convocadas para dar testimonio de ese momento de la historia. Sus voces, sus recuerdos, forman parte de Testigos de la vigencia, el documental realizado por la Cooperativa Chisperos del Sur, y que contó con la co-producción de la Subsecretaría de Organización y Capacitación Popular del Ministerio de Desarrollo Social y la Universidad de Río Cuarto.
“Es un estilo de vida, cuando uno la aprende la ve en todos lados”, “es rescatar saberes escondidos”, “tiene que ver con generar transformaciones”, “me formé en eso: aunque yo no esté ahora en este tema, mi relación con la educación popular es permanente”... Los testimonios que van aflorando en poco menos de una hora coinciden: aquel trabajo que comenzó cuando los movimientos políticos se nutrían esencialmente de mentes y cuerpos jóvenes, de deseos lo suficientemente febriles como para transformar vidas propias y ajenas de manera radical, todo aquello permaneció, aun cuando muchas de las evidencias documentales (cuadernos, recuerdos, recortes, volantes) hayan tenido destinos poco felices como hogueras en algunos casos, o sencillamente hayan ido perdiéndose en mudanzas, traslados, años.
Lo que sucedió a partir de esas tareas de intercambio fue “un cambio fundamental en la vida de la gente”, relata Susana Abad no tanto por vanagloriarse de lo realizado como por describir con eficacia qué pudo haber significado para adultos mayores aprender a leer y escribir, o para niñas y niños en situaciones de pobreza y marginalidad social encontrar otras maneras alternativas de acceder a una escolarización que los respetara tanto como a sus identidades. Discípula de Paulo Freire, actualmente integrante de la cátedra de Introducción a la Violencia Familiar en la carrera de Trabajo Social, de la UBA, Abad formó parte de la mítica Campaña Contra el Hambre, de la OEA; vale decir que si permaneció vinculada a la experiencia de diseñar otros modos de acceso a la educación y de construcción de contenidos (por algo en la base de la noción de la educación popular está el lema “me enriquezco en la experiencia con el otro”), lo hizo de manera más bien tangencial. Eso no significa, de todas maneras, que no recuerde; por el contrario. El cambio fundamental que menta es algo que puede ser detallado: “Había montones, ejércitos de estudiantes, que, convocados por lo social, estudiaron lo que había que hacer... a nosotros la realidad nos fue cambiando nuestra cabeza, nuestra ideología y nuestra manera de actuar. Ibamos a enseñar y en realidad fuimos a aprender. (Por eso) Esta pregunta por lo social a mí me define para elegir una carrera, a otros para una acción militante religiosa, pero con inserción en lo social”.
Y es que, especialmente en el inicio, la tarea de las y los educadores populares partía de una base que a nadie se le ocurría extraña: el trabajo era con adultas y adultos, porque niñas y niños, en un mundo que todavía vivía de la herencia de los ‘50, asistían efectivamente a la escuela; vale decir, no estaban excluidos, no eran reclamados en su mayoría por las condiciones económicas que luego recrudecieron. Pero a medida que la tarea avanzaba, la precarización social hacía lo propio. La creación de miradas políticas inesperadas también. El sociólogo Luis Poggi lo grafica recordando que, al lado del centro que él y otra gente sostenía en la Villa de Retiro, Carlos Mujica organizaba reuniones; Abad con una descripción de lo más sintética: “La realidad nos va enseñando que esta acción social que hacíamos en realidad tiene efectos políticos”. De allí a asumir como propio el postulado de Freire, según el cual el compromiso político es el último escalón en el proceso educativo, había apenas un paso. Y lo dieron.
En 1973 y 1974, cuando la primavera camporista florecía y languidecía, la psicopedagoga Marta Tomé desarrolló una experiencia cuanto menos notable, en la que las acciones y decisiones tenían efectos sobre las vidas particulares pero eran tomadas de manera colectiva. “Yo sentía: ‘formo parte de un grupo que sueña, que piensa’. Entonces después de dos años que viajé no quise ser más turista, sino comprometerme con la realidad”. Fue entonces que tomó la decisión de radicarse en el Chaco para vivir con la comunidad wichi. Ahora, con 70 años y convertida también en formadora de maestros, docente universitaria y especialista en educación bilingüe de pueblos originarios, pero ante todo en leyenda de la docencia argentina, recuerda cómo le impactó comprender que cuando la escuela es el terreno bajo un algarrobo lo importante es el monte y no una lectura que habla de mundos ajenísimos; que una experiencia pedagógica profunda entre dos universos, uno español y otro wichi, requería de acuerdos básicos, y que como no existían fue preciso hacerlos, “estudiar el universo vocabular de la gente y armar algo con eso”. Que su vida se divide “en un antes y un después”, y que siempre va a disfrutar un momento mágico que descubrió luego de tomar la decisión: “A la noche al lado del fuego, ponerse a charlar”.
Clementina Miño es la mujer delgadísima de mirada intensa que insiste en que “educar no es sólo leer y escribir. Es que la gente tome conciencia de que es un ser humano y tiene los mismos derechos que otro ser humano”. Lo dice con la autoridad de quien ha sido una pieza fundamental en las Ligas Agrarias 73, un movimiento prácticamente irrepetible que, tal vez en parte por ello, se ha vuelto legendario en el relato de las luchas sociales. ¿Por qué se sumó? “Porque para realizar ese cambio... individualmente no lo vamos a hacer nunca.”
“En el 73 había esperanza. Tan cerca estaba todo...”, dice Elsa Palavicini con la misma entereza con que recuerda cómo era ser coordinadora de una de las primeras experiencias de educación popular de adultos en el barrio Villa Obrera (Centenario, Neuquén). Hacer comprender a mujeres y hombres que no saber el alfabeto era algo fácilmente remediable, que podía ser tan sencillo como ver un árbol y distinguir cuál era su especie, que el saber de las letras no era algo necesariamente ajeno, necesariamente imposible de apropiarse para sus vidas, la transformó. Se trató, básicamente, de estar allí cuando esas personas, a las que alentó, dieron vuelta un prejuicio en parte autoimpuesto y que les amargaba la vida cotidiana. De esos procesos, de momentos tan emotivos como aquella clase en la que, entre todos, se iban aplaudiendo a medida que iban leyendo frases, y terminaron llorando de la emoción, hubo en su momento registro. No sólo recopilación de material escrito, sino también minutos de material fílmico. ¿Qué pasó con eso? “Un día lo llevaron en un camión y lo quemaron. Ese es el relato”, explica Lidia Rodríguez, investigadora y docente de la UBA, integrante del equipo di capacitación de Ctera; esas fueron las últimas evidencias de algo irrepetible porque “en ese momento hubo articulación con el Estado, de algo que era originalmente contrahegemónico”.
En los años ‘90, tras la recuperación democrática, su consabida primavera y posterior crisis, gran parte de quienes habían conocido e
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