URBANIDADES
› Por Marta Dillon
Debe haber muchas historias pequeñas, de esas chiquitas, que cuenten cosas parecidas a las que vivimos con mi familia.
El 10 de diciembre de 1983, cuando todavía Alfonsín no había recibido su banda presidencial, con mi madre y mis hermanos llegábamos a Ezeiza poniéndole fin a más de seis años de exilio.
Tenía entonces 15 años y plena conciencia de que estaba viviendo un momento importante de mi vida. Habíamos bajado del avión con un nudo en la garganta, de la emoción, de los nervios.
Volvíamos.
Veníamos cargados de mucho, pero mucho, equipaje, mi mamá trajo todo lo que pudo, estaba cansada de desarmar y desarmar su casa. Conscientes de que éramos muchos y estábamos repletos de paquetes, esperamos a ser los últimos para salir.
Cuando llegamos al control, el agente que estaba allí puso cara de pocos amigos cuando nos vio tan cargados. Nosotros, los hijos, conteníamos la respiración, ¿ese que estaba ahí era todavía la dictadura argentina? No podíamos evitar sentir temor.
Le ordenó a mi madre abrir uno de los paquetes.
–¿Y acá qué hay? –preguntó.
–Un cuadro –dijo mi madre– de un rostro deformado por la tortura.
No dijo más que “pueden pasar”.
Más allá, a lo lejos una familia llena de tíos, primos, abuelos y amigos habían calmado la espera haciendo papel picado con el diario de la mañana. Cuando empezamos a acercarnos, comenzaron a cantar:
“Somos la patota de Lylí y sus seis hijos
larguen todo y vengan volando
que vienen de España y se van a quedar”
El “se van a quedar” sonaba imperativo.
Y así fue.
La historia me arranca un lagrimón en la mañana. Maravillas de la web, la emoción puede lanzarse con mejor destino que las botellas al mar y esperar intacta para estampar su beso cuando la mejilla está dispuesta. Ahora, por ejemplo, que es de mañana, el bebé se ha dormido, su otra madre también, y yo puedo quedarme prendada de la “historia mínima” de Ana, una compañera del diario pero también de generación y de esta vida que transitamos a los tumbos, entre destierros y soledades, entre dolores que no consiguen hacerse cicatriz porque cada tanto se cuela por ahí la misma sangre de los primeros días. Ana es la que recibe en el diario los recordatorios que las familias de los desaparecidos y las desaparecidas siguen publicando cada vez que la fecha cierra su círculo. Es más, Ana es la que me recuerda puntualmente, cada octubre, que es el mes en que me toca poner el mío. Si no fuera por ella, tal vez mamá no tendría su foto en el diario todos los años, puntualmente, una entre tantas con su sonrisa joven y la melena rebelde de esos tiempos. Todo un detalle el de Ana, todo un gesto de amistad y solidaridad que ella brinda generosa, sin pensar si del otro lado es merecido o no. Pero la generosidad es así, no espera recompensa, da su propio vuelto. Es algo que se puede leer en la cara de esta compañera cuando sirve el locro que cocina para toda la redacción los 9 de julio. Algo de ese carácter tiene que haberse forjado en el interior de su primera familia, entre madre, padre, hermanos y hermanas; algo aprendió ella muy bien como para que esa misma familia sepa que puede contar con ella cuando la necesita; como para haber modelado esa forma de abrazar y sonreír. Pero no me quiero ir de tema, Ana no va a querer quedar expuesta así como así, no es su estilo y no tiene la culpa de que su pequeña historia haya caído en mi corazón como una piedra capaz de desbaratar la represa. Leí su historia de vuelta a casa y volví yo también a ese año en que el silencio empezó a derrumbarse. Ese año, 1983, en que las palabras se acumularon de tal modo que necesitaron años dentro mío para decantar, para tener cada una su significado, para que movieran alguna otra cosa que lágrimas. Los que empezaban a volver del exilio entonces traían las voces tan deseadas. Los nombres de la infancia que no habían sido dichos nunca más, amigos y amigas de manchas y escondidas separados por la fuerza, por la violencia, por la muerte y la desaparición o el exilio de los mayores. Fue una diáspora a escala, ésa, la de los chicos; sobrevivientes hábiles la gran mayoría, inventamos juegos y amigas y amigos de nuevo pero, digámoslo, los nombres de la infancia no se olvidan. Y 1983 empezó a traerlos de vuelta. ¿Cómo olvidar ese año? ¿Qué mejor sentido podía tener la democracia? Es cierto, algunos ya votaban, otros no; discutíamos de política igual que a los 10 años –tal vez un poco menos–; medíamos en qué clase de adolescentes nos habíamos convertido. Hacíamos memoria en busca de otros y otras de quienes nada sabíamos. Con la vuelta, las redes empezaban a tejerse otra vez, se reparaban lentamente los huecos por donde tantas cosas se habían ido. Faltaba mucho todavía, en 1983, para que esa diáspora a escala decidiera darse una identidad política común que agrupó a muchos y a muchas más allá de la militancia activa dentro de H.I.J.O.S. Es que al principio parecía demasiado: demasiadas palabras después de tanto silencio. Demasiada euforia como para detener las agujas y saber qué era lo que se quería tejer. Pero ese imperativo “se van a quedar” que escuchó Ana en su vuelta a casa era algo más que un augurio. Para quienes habíamos quedado aquí era una necesidad, la de recuperar voces, experiencias, abrazos perdidos. Los fragmentos de una historia que todavía se está escribiendo, desde hace 25 años.
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