La figura de Sabina Spielrein –tanto en su rol de paciente como en el de psicoanalista teórica– tuvo una influencia decisiva en el derrotero del psicoanálisis. Pero a pesar de sus trabajos pioneros, quedó en la historia como la paciente histérica con la que Jung tuvo un escandaloso romance. La biografía Sabina Spielrein de Jung a Freud, editada recientemente por El cuenco de plata, saca a esta intelectual del oscuro diván donde tanto los historiadores como sus mismos colegas quisieron dejarla tirada.
› Por Por Marisa Avigliano
Sabina Spielrein marcó una huella reveladora en la historia del psicoanálisis. Pionera del psicoanálisis infantil, fue una de las primeras mujeres teóricas de modo significativo y minucioso. Sin embargo, cuando se habla de ella casi siempre se dice que fue la paciente histérica que se enamoró de Jung, su psicoanalista, y la que puso en jaque la relación de éste con su maestro Sigmund Freud. Nadie recuerda los títulos de sus investigaciones pero sí las gotas punzantes que regaron los detalles del escándalo. Pero basta ya, porque Sabina Spielrein no es sólo uno de los vértices de un triángulo donde dos hombres, que disputaban poderes en pleno desarrollo científico, juzgaban y analizaban a la mujer prototipo.
Los escombros no siempre son desechos. En 1977, en el Palais Wilson de Ginebra, mientras se hacían reformas en el edificio del Instituto de Psicología, se encontró –en el sótano, por si era necesario justificar un mejor escenario– una pesada valija castaño oscura que, además de algunos escritos personales de Sabina, guardaba el erario indiscreto: el intercambio epistolar con Sigmund Freud y C. G. Jung, ochenta maravillosas cartas y postales manuscritas entre 1908 y 1923. Pero eso no es todo, al triunfal vestigio se suma el Diario que Spielrein escribió entre 1909 y 1912. El hallazgo hizo posible al fin que Sabina dejara de ser una nota al pie en los escritos de Freud, Gross, Firenczi y Klein.
Como era lógico, no tardaron en llegar las biografías, películas, documentales y adaptaciones teatrales. Desde entonces se han reeditado y publicado en alemán, inglés y francés sus trabajos científicos, varios de sus artículos y monografías y, como no podía ser de otra manera, también su historia clínica y esquelas familiares.
Tras seis años de investigación, la psicoanalista Sabine Richebächer, oriunda de Dusseldorf escribió en el 2005 Sabina Spielrein de Jung a Freud, editado ahora en la Argentina por El cuenco de plata. Como en toda biografía, habrá que correr la mirada hasta encontrar lo que buscamos, esta experiencia oftalmológica salteará apellidos y ciudades en pos de una cita ejemplar y atractiva que justifique la elección del personaje. Richebächer se detiene con acierto en intervalos sociales, guerras y geografías que marcan no sólo la semblanza de Spielrein sino la del siglo XX.
La historia de Sabina empieza y termina en territorio ruso, nació en Rostov, la llamada puerta al Cáucaso, a orillas del río Don, en el sur de Rusia, el 25 de octubre de 1885 y allí murió asesinada por los nazis en agosto de 1942.
Educada en el seno de una familia burguesa ilustrada, hija de un comerciante y una odontóloga, Sabina, la mayor de los cinco hijos del matrimonio, fue una nena inquieta y curiosa alquimista a la que le preocupaban muchos temas, entre ellos, los americanos. Así lo escribió en uno de sus primeros diarios: “Como la tierra es una bola, debían caminar por debajo de nosotros con la cabeza hacia abajo y las piernas hacia arriba”. No fue extraño entonces que durante mucho tiempo Sabina estuviera cavando laboriosamente un hoyo en la tierra y preguntándole a su madre si faltaba mucho para atravesarla y sacar a un americano por las piernas.
Algunos informes de sus primeros años la describen como una niña difícil, que con frecuencia debía ser castigada, con un interés sexual precoz y para nada reprimido al que se le agregaban desbordantes dosis de imaginación e inteligencia. A los cuatro años ya presentaba algunos síntomas traumáticos, por aquella época acostumbraba a retener –a veces durante casi dos semanas– las heces, clausurando en ocasiones el ano con su talón. Mientras estos episodios se repetían, la mirada de Sabina, quien se enferma con frecuencia, cobraba una importancia central en el ceñido escenario familiar. Por orden expresa del padre, en aquella casa se hablaba en determinados días de la semana solamente francés o alemán o alguna otra lengua extranjera, quien no cumplía con la consigna era castigado con rigor. Las golpizas eran moneda corriente en casa de los Spielrein, a veces las daba el padre y otras obligaba a sus hijos a que se castigaran entre ellos. Nalgas desnudas recibían golpes aleccionadores ante la mirada de todos. Años después y durante una sesión con Jung, Sabina recordará las suyas exhibidas y afiebradas cuando tenía once años. Fue otra paliza la que dejó también una huella indeleble, esta vez el desnudo era uno de sus hermanos y mientras recibía la paliza paterna, Sabina lo miraba y no dejaba de pensar en que había defecado en la mano de su padre. Con el tiempo, la defecación le cedió el paso a la masturbación compulsiva, manifestando además ideas obsesivas de índole sexual asociadas con la violencia, los castigos corporales y la comida –en algunos momentos dejó de comer en público–. Para Sabina, un elemento central del castigo era que su padre era un hombre y cuando ese hombre pegaba ella no podía dejar de masturbarse. En la adolescencia su estado desmejoró notoriamente y experimentaba continuos cambios de humor, pasaba de la risa al llanto, planeaba auto castigos, como aquella vez en la que se encerró en el sótano después de haberse regado con agua fría en pleno invierno, quería morir y lograr que esa muerte sea una verdadera tortura para sus padres. En otoño de 1901 –luego de un viaje curativo en el verano– su hermana Emilia contrae tifus y muere: “Más tarde me alejé de todo el mundo; fue aproximadamente en el sexto curso, después de la muerte de mi hermana pequeña; ahí comenzó mi enfermedad. Escapé a la soledad”.
En 17 de agosto de 1904, la internan en el Burghölzli, el centro de hospitalización psiquiátrica para pacientes con patología aguda, de la ciudad de Zurich. El doctor Jung formaba parte de aquel equipo médico desde el 1º de diciembre de 1900. Por aquellos años, los círculos profesionales consideraban de modo unánime que era conveniente realizar un tratamiento dentro de los límites del hospital. La experiencia había demostrado que en las neurastenias, sonambulismos y alucinaciones, como así también en los casos de histeria grave, la separación espacial de la familia producía una rápida disminución de la sintomatología. Con un poco más de 47 kilos, Sabina ingresó como paciente de primera clase. La decisión médica inicial fue darle de comer. Esa noche bautizó el encuentro entre C. G. Jung y Sabina Spielrein.
Jung, principal arquitecto del proceso tormentoso en el que se internará el psicoanálisis a comienzos del siglo XX, recibió a la nueva paciente como un símbolo de buenos augurios, la joven dama rusa era educada, inteligente, hablaba alemán y cumplía con todos los requisitos para experimentar el método freudiano. En las primeras notas de la historia clínica, Jung describió así a la familia de su nueva paciente: “su padre: nervioso, agotado, neurasténico, irascible a más no poder. La madre es ¡histérica!, nerviosa (al igual que la paciente), el primer hermano tiene llantos histéricos, el segundo padece tics y es iracundo y el más joven sufre, es histérico y comete injusticias para sufrir”. La relación de los padres con sus hijos aparece en la historia clínica como “tumultuosa” y “sadomasoquista”.
Durante los nueve meses en los que estuvo internada, la evolución de Sabina tuvo nomotéticos altibajos, era agresiva, dejaba de hablar, solía cambiar bruscamente de humor y empeoraba cuando recibía noticias familiares pero también empeoraba cuando, por algún motivo personal, el doctor Jung se ausentaba. El diagnóstico siempre fue el mismo: histeria. Jung ubicó los síntomas desde la primera infancia y señaló que incluso en la primera entrevista y en plena crisis de convulsiones se destacaban “miradas seductoras”.
Jung y el profesor Bleuler, director del Burghölzli desde 1898, estimularon los intereses científicos de Sabina. En una carta al señor Spielrein Bleuler le comenta: “Afortunadamente hemos logrado que la señorita Spilerein se interese por algunas actividades científicas; esto logra que se aparte durante horas de sus ocurrencias patológicas. A la mañana suele participar con gran interés en nuestras investigaciones sobre la enfermedad”. En otra carta, a mediados de octubre, le cuenta que “en la próxima primavera la señorita Spilerein ha decidido comenzar la carrera de Medicina en Zurich”.
Así fue, cuando Sabina recibió el alta y abandonó el hospital, comenzó a estudiar medicina en la Universidad de Zurich y continuó siendo paciente ambulatoria de Jung, la relación con su médico era cada vez más intensa. Sabina seguía visitando el hospital, compraba golosinas y las repartía entre los pacientes y los hijos de los médicos. Allí se encontraba con Jung y hacían juntos la visita médica. Jung alaba sus dotes científicas:
“Son cabezas como éstas las que hacen avanzar a la ciencia. Usted debe transformarse en psiquiatra”. La atracción era evidente y mutua, por lo tanto no era extraño ver que Emma Jung, en avanzado estado de embarazo, estuviera inquieta. La situación cada vez más crítica es llevada al lenguaje por Sabina a través del sueño: “Emma Jung se queja ante Sabina de que su marido es tremendamente despótico y que resulta muy difícil vivir con él”. Jung escucha este relato y cuando Sabina comienza a hablar de la igualdad y de la independencia espiritual de las mujeres, él le contesta que “ella es una excepción; su mujer, por el contrario, es una mujer común que se interesa únicamente por aquello que interesa al marido”.
Mientras tanto Jung y Freud mantenían una asidua correspondencia en la que Jung, si bien le comentaba pormenores médicos de la paciente obviamente nunca develaba la verdadera relación que los unía. Alejado de las intimidades amorosas Freud le escribe: “Lo agradable de su muchacha rusa es que estudia; las personas no cultivadas son demasiado opacas para nosotros en este momento” y describe el problema como “una fijación infantil en la libido (...) casos como éste, que se basan en una perversión reprimida, son especialmente bellos de descubrir”.
Jung y Sabina se encontraban en seminarios universitarios y se escribían cada vez con mayor frecuencia e intimidad sobre conceptos psicoanalíticos, pero también sobre el amor y sobre el deseo de un hijo de ambos: “El deseo de tener un niño, ¿no es sobre todo el deseo de poseerlo a usted al menos en versión pequeña? ¿No es sobre todo el deseo de regalarle algo especial?” Jung que no duda en entablar conversaciones sobre el niño en común, deberá tiempo después admitir ante Freud que ha creído y fomentado la posibilidad de concebir a Sigfrido, así llamaban al niño anhelado.
Sabina Spielrein fue la primera paciente tratada por Jung con el método analítico, aunque en ciertas notas y apuntes el método que Jung utiliza es un poco desconcertante, y la primera –por lo menos documentada– relación médico-paciente que se convirtió en una relación amorosa. Sabina esconde su dolor en la intimidad de su diario: “Mi amor (...) me acarreó exclusivamente dolor; existieron tan sólo unos instantes en que descansé en su pecho, en que podía olvidarlo todo”. Por su parte Jung escribe: “¡Mi querida! Me arrepiento de muchas cosas, me arrepiento de mi debilidad y maldigo el destino que me amenaza”.
En Zurich y Viena circulan rumores acerca de la vida amorosa de Jung que aseguraban que iba a abandonar a su mujer para casarse con una paciente. El médico no dudó en culpar a Sabina como la hacedora de propagar ese rumor y la deja. Ya en 1909 cuando la relación se hizo pública, ella dejó de ser su paciente y él presentó su renuncia en el hospital Burghölzli.
Cuando Freud se entera, comienza a sostener una correspondencia con Sabina, y cuando le escribe a Jung utiliza el término “contratransferencia”, exhortándolo a “aprender de las dificultades para desplazar sus sentimientos”. Un año después, en el II Congreso Internacional de Psicoanálisis realizado en Nüremberg, fijó las bases sobre la técnica psicoanalítica señalando la necesidad de que el analista dominara y analizara sus propios sentimientos mientras que el analizado debía guardar abstinencia. En septiembre de 1911 Sabina se doctoró con el profesor Eugen Bleuler con la tesis “Sobre el contenido psicológico de un caso de esquizofrenia”; un mes después se afilia a la Sociedad Psicoanalítica de Viena. El miércoles 29 de noviembre de ese mismo año expuso ante Freud y los miembros de la sociedad su trabajo “La destrucción como causa del devenir”, allí Sabina afirmaba que “los conflictos fundamentales del psiquismo pasan por el enfrentamiento entre las pulsiones de autoconservación y las pulsiones sexuales y que el enfrentamiento se da entre la vida y la muerte” y señala además que “la destrucción es una pulsión mortífera que lucha incluso contra la pulsión sexual”. Al día siguiente Freud le escribe a Jung: “Fräulein Spilrein leyó ayer un capítulo de su ensayo, ‘La destrucción como causa del devenir’, seguido de un esclarecedor debate. Hice algunas objeciones a su método de abordar la mitología y las presenté en la discusión (...). Debo decirle que ella es bastante atractiva, muy inteligente y, por lo tanto, empiezo a comprender algunas cosas.”
La investigación psicoanalítica sobre el yo y el superyó todavía se encontraba en los inicios cuando se publicó en el Anuario de 1912 el trabajo de Sabina “La destrucción como causa del devenir”. En aquel momento el masoquismo se consideraba una perversión puramente sexual. Cuando dice en su trabajo que existen fuerzas impulsivas que ponen en movimiento nuestro aparato psíquico “sin preocuparse del bienestar o la aflicción del yo, que obtenemos “directamente placer en la desdicha y placer en el dolor”, está expresando una idea completamente nueva. Escribe Richebächer “Freud todavía no estaba preparado para aventurarse en estas especulaciones. No le cae en gracia el instinto de destrucción de Spielrein y cree que está condicionado por su persona.”
Entre 1912 y 1914 Spielrein publicó once contribuciones en revistas psicoanalíticas sobre sus observaciones y conversaciones con los niños y sus sueños.
Nueve años después de “La destrucción como causa del devenir” Freud publicó Más allá del principio del placer, allí, el nombre de Sabina aparece en una nota al pie de página: “En un trabajo muy rico en ideas, aunque para mí no del todo transparente, emprende Sabina Spielrein una parte de esta investigación y califica de ‘destructores’ a los componentes sádicos del instinto sexual”.
Con más de 26 años, Sabina decidió que debía casarse y tener hijos. Así lo hizo y en junio de 1912 se casó con Pavel Scheftel, un hombre cinco años mayor, atractivo, judío devoto, médico y veterinario con quien tuvo dos hijas: Renata y Eva. ¿Había renunciado a la embriaguez amorosa wagneriana y a Sigfrido? No, nada de eso, embarazada de Renata, Sabina ya sentía deseos de dejar atrás ese matrimonio pero la ruptura llegaría años después. Al enterarse del enlace, Freud le escribe una carta de felicitaciones: “Querida doctora, ahora usted es una señora y esto significa que estará medio curada de su dependencia neurótica con respecto a Jung. De lo contrario, no se hubiera decidido a casarse. Ahora resta la otra mitad; la pregunta es qué sucederá con eso. Deseo que se cure completamente”.
Sabina fue para algunos el motivo del enfrentamiento y ruptura entre Jung y Freud, argumentando que “la dificultad de Jung para conceder un papel principal a la sexualidad en la etiología de las neurosis provenía de sus dificultades personales para manejarla en el contexto analítico, y que la relación entre Jung y Sabina Spielrein era un ejemplo de esta dificultad, como también ocurriría posteriormente con otro paciente, Toni Wolf”. Después de una visita a Jung en Zurich, Freud vuelve espantado de él e intuye que –después de Adler– está a las puertas de otra ruptura inminente. Por su parte, Sabina, ferviente defensora de un psicoanálisis especializado en aspectos cognitivos y en lingüística, no romperá con ninguno de los dos aunque su posición no es bien vista dentro del circuito. No puede dejar a Freud con quien comparte un mismo interés científico pero tampoco puede romper definitivamente con Jung.
Sin embargo y de modo inevitable, cada uno de ellos continuará trabajando por su lado, la delegación de Zurich se retira de la Asociación Psiconalítica Internacional, Freud respira aliviado y Sabina vuelve a Rusia donde trabaja en el Instituto Estatal de psicoanálisis de Moscú, da clases de psicología infantil en la universidad y ejerce como psicoanalista hasta que el psicoanálisis se prohíbe en la Unión Soviética de 1933.
Pero aún quedaba para ella lo peor: una sucesión de fusilamientos familiares, la persecución y la muerte. Entre el 11 y el 14 de agosto de 1942, Sabina y sus dos hijas fueron perseguidas, delatadas por unos vecinos y capturadas. Allí, junto a otros judíos, fueron asesinadas por el comando 10º de las SS bajo la dirección del comandante Heinz Seetzen.
Los maltratos paternos, las correspondencias cruzadas que involucraron a colegas y familiares (la madre de Sabina conocía los pormenores de la relación clandestina de su hija) y el genocidio alemán, delimitaron el contorno por el que apenas pudo moverse Sabina Spielrein. Sin embargo, nunca dejó de escribir y nunca se quedó quieta.
Cada uno de los trabajos que publicó son textos colonizadores, en “La hembra débil” (1920) analiza el gusto de las niñas por ser niños, mientras que los varones persisten en su prioridad masculina. En “El origen de las palabras ‘papá’ y ‘mamá’. Algunas consideraciones sobre diferentes estadios del desarrollo lingüístico” (1922) señalaba, en contra de la idea de Freud de defender el autismo primario del lactante, una “necesidad primaria de contacto y comunicación con el niño”.
Sabina supo deslizarse en una galería de enigmas y secretos que permiten a través del tiempo escuchar su voz.
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