FOTOGRAFíA
› Por Marta Dillon
¿De dónde habrán sacado esos vestidos? ¿De quién son esos collares? ¿En qué jardín se cortaron esas flores convertidas en ramos de novia, corona funeraria, uñas esculpidas para la niña que juega a ser un hada de largas garras? Preguntas que aparecen y se borran de inmediato: si algo sabe la infancia es de la invención de los elementos mismos; las niñas saben bucear en los arcones donde parece haber nada y antes de escribir, incluso de hablar con corrección, son capaces de jugar al juego de roles con el que saldrán al mundo más tarde. Por qué, cómo y cuándo son apenas excusas, puertas que se abren para ir a jugar, no esperan si no desvíos: que el globo se infle y se convierta en hijo, qué importa de dónde salió o quien lo trajo. Que el bigote sea un hombre completo para probar su traje, que el agua caiga en un fuentón y permita oler la playa. Así se entregan Guille y Belinda, las aventureras del libro de Alessandra Sanguinetti –colección Fotógrafos Argentinos–, así inventan sus sueños y hasta, tal vez, encuentren su enigmático significado sin reparar en las palabras que lo nombren. Para qué, si pueden actuarlo. Sobre el horizonte infinito de la pampa argentina las dos niñas son lo que quieren y lo que les proponen imponiendo sus cuerpos sobre la llanura, apropiándose de la salvaje geografía para domarla, para poner sus elementos a su entera disposición. Son primas, dice el prólogo –escrito por Sonia Cristoff– del bellísimo libro de Sanguinetti, que la fotógrafa encontró mientras retrataba animales cumpliendo con su obligación cotidiana: alimentarse. Estas niñas también cumplen su destino: son niñas, saben jugar. Y el ojo atento que las observa y las captura en su intimidad lúdica abre puertas también a quien mira desde la distancia de la toma impresa, ya convertida en relato, ya puestas a jugar con la literatura, la historia, el arte. A ellas todo les pertenece, incluso el mundo ajeno de los hombres de bombacha y facón en la cintura. Les pertenece porque se deslizan sobre él dejando su marca, haciendo evidente la complicidad del juego, delatando a la sorpresa en su mecanismo: ¿a que esto no debería estar acá, en medio del campo? ¿No? ¿Y por qué no? El territorio de los sueños se hace tangible en el juego de dos y cuando son tres las que juegan –porque se advierte en las tomas el gesto iluminado de la idea, la carcajada de la fotógrafa en el ida y vuelta de las propuestas– el sueño es algo más que tangible: es contagioso. Dan ganas de creer que es posible volver al arcón de los recuerdos y ponerse a hurgar en busca de lo que no ha sido pero podría ser. Dan ganas de intervenir en el abrazo para conjurar la amenaza de la nube negra sobre el verano que desnuda a los cuerpos. Dan ganas de entrar en la imagen y preguntarse, no por qué ni para qué, sino dónde me pongo, cómo podría ser parte, qué otro juego me he perdido de inventar. Porque la maravilla anida en un abrir y cerrar de ojos, ese que se pide a cualquier interlocutor antes de mostrar lo que se ha preparado para él o para ella. Adiviná quién soy ahora. Adiviná en qué voy a convertirme. Adiviná, si la imaginación alcanza y un resto de infancia queda en la mirada. Guille y Belinda saben de eso juego, sabrán otras cosas en adelante: las dos están en ese punto justo en que la infancia empieza a despedirse. Pero no por ahora, aunque alguna lágrima se cuele entre las imágenes como una premonición. Por ahora está el juego. Y este álbum fantástico que ellas han construido junto a quien las supo ver.
Las aventuras de Guille y Belinda y el enigmático significado de sus sueños, Alessandra Sanguinetti, Colección Fotógrafos Argentinos, 75 pesos.
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