Vie 26.12.2008
las12

EL MEGáFONO)))

Para educar no es preciso domesticar

› Por Cecilia Galceran *

Si las chicas y los chicos estudiantes de las escuelas medias no fueran diversos y desordenados no aparecerían como lo mismo. Trabajé con ellas y ellos durante años, coordinando talleres de derechos sexuales, el trabajo que también me llevó a vincularme con sus docentes, madres y padres. Esas escuelas que conocí me llevan a insistir sobre algo: el hecho de verlos diversos y desordenados exigiría percatarse sobre las limitaciones en la concepción que se tenga al respecto. ¿Cómo verlos diferentes, si la propuesta es verlos iguales? Quiero decir que cualquier acercamiento a tal diversidad y, más aún, desorden, será sólo un intento hacia un modo de mirar para el que no estamos acostumbrados.

Mejor dicho, no hemos sido educados. Ellos, en tal sentido, no están acostumbrados, ellos, en tal sentido, no han sido educados, mas sí nosotras, las mujeres. Las que gestadas como minoría, dentro del contexto planteado: la escuela, se convierten en mayoría. Encima no tratándose de un único modo de mirar sino de diversos modos de mirar, resistentes a la heteronormatividad que rige el binomio mujer-varón.

Desde esa óptica, parada en varias puertas de varias escuelas porteñas, de distintos barrios y clases, una y otra vez me he propuesto observar en términos paradójicamente racionales para el concepto de racionalidad androcéntrica y, en rigor, lo más que pude percibir son engendros blancos. Quienes van a la escuela llevan “la marca del plural”, una definición que refiere qué sucede con los colonizados: son lo que se ve, no quienes son vistos.

El acto de ver a los estudiantes como otros devaluados configura el cómo serán tratados. Así, podría tranquilamente considerarse que si la dominación masculina convierte a las mujeres en objetos simbólicos, también ajusta sus garras cuando se trata de otros menores en su posibilidad de ser tutelados. También podríamos, con pena, suponer cómo impactaría la legitimación de un sistema de doma, en la corporalidad viva de quien resiste a la “marca”. Y ni hablar cuando todo esto se da en el contexto de un proceso de aprendizaje.

Se dice que nada distinto ocurre en la escuela que no esté ocurriendo ya en la sociedad. ¿Cómo es? ¿Se está insinuando que los elementos que vienen del espacio social ingresan al Estado cuando ingresan a la Escuela? ¿Y lo hacen transportando con ellos los virus de la sociedad civil? Cabría pensar la relación entre la producción de relaciones sociales a partir de relaciones de poder legitimadas por un Estado democrático y el proceso civilizatorio que el sistema educativo opera sobre la construcción de subjetividad de sus alumnos –por ellos vistos–, de sus estudiantes –desde la perspectiva de este trabajo–. Entonces pienso en Catharine A. Mackinnon cuando dice: “El Estado, a través de la ley, institucionaliza el poder masculino sobre las mujeres institucionalizando en la ley el punto de vista masculino. Su primer acto de Estado es ver a las mujeres desde la perspectiva del dominio masculino; el siguiente es tratarlas de esta forma. Este poder, este Estado, [consiste] en una serie de sanciones repartidas por toda la sociedad que controla los medios principales de coacción que estructuran la vida diaria de la mujer”. Me pregunto qué ocurriría si cambiase la palabra mujer en el texto y colocara allí niño, niña, adolescente, joven, persona transgénero de corta edad en su condición de estudiante. Entonces, se me aparece la inquietud acerca de si la política educativa de dicho Estado no fuese indispensable a los fines de la domesticación.

* Psicóloga. El texto forma parte de Escamas adentro –domesticar es hacer impotentes–, un trabajo escrito como resultado de la experiencia de trabajo en escuelas medias porteñas

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