Viernes, 23 de enero de 2009 | Hoy
PANTALLA PLANA
La telenovela tiene sus propias reglas y particulares condimentos. Indiferencia frente a la verosimilitud de los hechos, confianza ciega en las mentirillas que se escuchan por ahí –directamente proporcional a la escasa credibilidad que mantienen entre sí los protagonistas de turno–, falsa tensión que indudablemente se resolverá en final feliz con casamiento –es cierto, últimamente hubo algunas que comenzaban con casamiento y avanzaban hacia la segunda relación, pero sigue sin ser la norma–; personajes muy muy malos y personajes muy muy buenos –en este caso suele haber una humilde y un millonario o viceversa–, pasiones que se alimentan de un único polvo, perdón, de un beso... Cualquiera sabe que si se sienta al mediodía a ver una de las poquísimas ficciones originales que ofrece la televisión abierta tiene que estar dispuesta a entrar en ese mundo de fantasías sin más pretensiones que el lento olvido del cerebro aunque se intente maquillar el encefalograma plano con un toque de cinismo o ironía. Aun así, las novelas entretienen y no siempre el panorama fue tan magro como ahora que –es verano, pero esto venía de antes– hay sólo una telenovela en la televisión argentina que no sea repetición de viejos éxitos o latas de acento imposible. Pues bien, la novela de marras se intitula Don Juan y su bella dama y tiene como protagonistas a Joaquín Furriel y Romina Gaetani, seguidos por un elenco nada despreciable que cuenta entre sus filas a Mónica Scaparone, Benjamín Vicuña, Perla Santalla, Gabo Correa, Silvia Bayle, Rafael Ferro, Raúl Rizzo y Luis Ziembrosky entre otros. ¿Por qué no esperar entonces un culebrón como mandan las leyes del género? Algo de eso hay, aunque sea difícil de digerir que a la casa de los ricos todos y todas la llamen “la casona” sin pestañear o que se mezclen de tal modo los tiempos cronológicos de los personajes que una beba que ya fue abandonada, adoptada, devuelta, apropiada por quien fingió adoptarla para morir de inmediato y devuelta una vez más a la madre que la parió, después de todo ese periplo, ¡sólo tenga dos meses! Pero bueno, temas menores propios del género... El problema es que los guionistas –Claudio Lacelli y Marisa Quiroga– parecen haber querido introducir en la novela un tema de actualidad y no tuvieron en cuenta que para hacerlo hay que estar sobrios. Resulta que Josefina –Gaetani–, embarazada de su amor, Juan –Furriel–, y en feliz convivencia luego de muchos ires y venires, recibe un balazo en el vientre –vientre plano si los hay–, drama que desemboca en una escena en la que tres médicos le dicen a Juan que su novia no resistirá dos operaciones, una para sacar la bala y otra para sacar a “la beba” e intentar salvarle la vida. El tiene que elegir entre su hija invisible tras el vientre plano de la madre y la madre. ¡Horror! Juan no sabe qué hacer, se siente entre la espada y la pared, como dios decidiendo entre una vida y otra... ¿Qué hace? ¡Le pregunta a Josefina! Y ella, como es madre ante todo, dice: “Salvala a ella, es nuestra hija, no dejes que le hagan daño”. Bue, para qué avanzar, he aquí como se introdujo el tema del aborto terapéutico sin anestesia siquiera fingida. El tiempo corre, Juan decide por la madre pero sólo porque los médicos recogen la piola y dicen que “la beba” no va a sobrevivir (¡¿y entonces?!), la madre se salva pero no vuelve a hablarle a Juan porque tomó la decisión incorrecta... Podría ser para reírse. Lástima que si este dilema ético se les ocurrió a los trasnochados guionistas no es ni más ni menos que porque detrás de su idea hay historias reales que se reproducen cada mes. Y nadie quiere almorzarse semejante detrás de escena, ni siquiera en la novela del mediodía.
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