CRONICAS
› Por Juana Menna
La puerta del subte se abre y entran tres mujeres con una nena. Tienen los ojos rasgados y usan vestidos de fiesta con mangas de seda fruncidas hasta los codos, inapropiados para el calor de un mediodía en verano. Las más grandes ríen ajenas al clima y a la nena, de unos once años, que susurra canciones mientras balancea sus piernitas flacas con aburrimiento. Las mujeres llevan, además, un carro de compras vacío. Se bajan en la estación Juramento y caminan varias cuadras hasta desembocar en el Barrio Chino de Belgrano, allí donde comienza a celebrarse el año del búfalo.
El ritual del año nuevo chino dura 15 días. Es una celebración morosa, discreta, con sobres rojos que se deslizan bajo las puertas con buenos augurios. Pero nada más ajeno a la espiritualidad oriental que la calle Arribeños repleta de tenderetes y visitantes. Los vendedores no tienen tiempo para el recogimiento. Están ocupados en ofrecer mercancías de colores. Las tres mujeres y la nena se mezclan entre una multitud de familias porteñas narcotizadas por el exotismo de los chinos, que parecen no entender cuando alguien pide rebaja por media docena de alhajeros de porcelana. No es que pongan mala voluntad. Sólo está claro que los visitantes insistentes no les interesan. Pero lo hacen saber con una sonrisa tan natural, que quien los ve no puede dejar de sentir que ha pretendido quebrar un orden natural, inmutable, como el ciclo de las lluvias.
La calle también está repleta de tiendas de comida en oferta. Las mujeres del carrito compran vino de arroz en cuencos cerámicos, té de jazmín, leche de almendras, café frío enlatado, fuentes con pato laqueado y arrollados de verdura fritos, brotes de bambú, hongos. En el aire del Barrio Chino flota un olor a picor de pimienta, a azúcar quemada, a jengibre y anís.
Sin saberlo, son ellas quienes a su paso inician la ceremonia del dragón, que es como una larga marioneta dorada que cargan nueve varones mientras tocan el gong. El dragón visita cada negocio del barrio chino para derramar sus bendiciones de prosperidad. Pero son las mujeres vestidas de fiesta quienes entran primero y se llevan el carrito cargado de adornos de bisutería.
Sobre el final de la tarde toman el subte de vuelta a casa. Ya no hablan ni ríen. Sobre la falda de la nena descansa un gato de juguete adentro de una caja de celofán. Parado sobre sus cuartos traseros, balancea remolón una pata delantera. Es un modo de llamar a la suerte. Pero la suerte tiene sueño. También la niña, exhausta tras el bullicio de la calle Arribeños. Cierra los ojos. Sueña que un dragón dorado yace dormido a su lado en medio del cielo seco de lluvias. Ella lo arrulla con canciones de un grupo de música que se llama Miranda!, que son las que ella sabe, y el dragón parece complacido aunque no comprenda el idioma.
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