sociedad El programa Las víctimas contra las violencias, que inauguró y coordina la psicoanalista Eva Giberti, es una de las pocas iniciativas –tal vez la única por su contundencia– que pueden anotarse a favor de las políticas de género y que han abordado la desnaturalización y persecución de la violencia en tanto delito y desde esa perspectiva. A poco de cumplir tres años de actuación, las cabezas de este equipo cuentan de qué se trata su trabajo y cuánto queda por hacer.
› Por Marta Dillon
En la tarjeta oficial de la doctora Eva Giberti dice: Coordinadora Programa Las Víctimas contra LaS ViolenciaS. Puede parecer un error de tipeo esas mayúsculas al final de las últimas dos palabras, pero, lejos de eso, se trata de un gesto político: así, con esas mayúsculas, ella enuncia la complejidad de un fenómeno que sólo puede nombrarse en plural: violencias. Y violencias incluyen –aunque siempre la enumeración es insuficiente– tanto el golpe como el insulto; el manoseo en un colectivo como la violación, pagar por tener sexo con una menor como comprar a una mujer igual que si fuera un objeto. Ese plural, aunque podría seguir desplegándose, es en realidad un entramado. Hechos e historias demasiado cotidianas que se cruzan siempre por su zona más vulnerable: las víctimas. Y es ahí, en la mención de las víctimas, donde el título del programa que coordina Eva Giberti sella su postura ideológica: serán las mismas víctimas las que se opongan a las violencias porque es así como se abre la chance para que abandonen el lugar estanco en el que una o muchas violencias han querido dejarlas, inermes, sin nombre, ancladas en un dolor que a veces se impone como única identidad. Para cualquiera que haya sufrido cualquier violencia sabe que primero es necesario salir del círculo, quebrar la escena. Y después romper el silencio, accionar, volver a nombrarse, y nombrar al agresor: denunciarlo. Esta soy yo, esto es lo que me pasó, esto lo que me hicieron; no somos lo mismo, ya no estoy ahí. Este no es un derrotero personal. Para Giberti, no puede serlo: “Hay un Estado frente al que denunciar y reclamar. Hay que entender que esta acción de las víctimas en la denuncia es un reclamo ciudadano”. Ese es el meollo del programa, entonces, su ideología: generar ámbitos seguros para que la palabra pueda circular y convertirse en herramienta de ciudadanía, en herramienta contra las violencias.
La semana que viene se van a cumplir tres años desde que la psicoanalista y trabajadora social Eva Giberti fue citada en el despacho de quien entonces era el ministro de Interior, Aníbal Fernández. Era la primera vez que lo veía personalmente. Apenas terminaron las presentaciones oficiales cuando el ministro le espetó: “Nosotros estamos hartos de mujeres violadas y violadores que nunca se encuentran, tenemos que hacer algo y para eso la llamamos. Usted con su equipo tiene que arreglarse para llegar en veinte minutos como máximo a cualquier comisaría donde haya una denuncia por violación y evitar que la víctima hable con ningún bigotudo como yo”. Así lo relata Giberti y describe el asombro con el que escuchaba: “¡Yo ni siquiera tenía equipo!”. El trasfondo de esa escena había sido la supervivencia de una niña de 13 violada en su casa por un hombre que acaba de apuñalar hasta la muerte a su mamá y que la dejó con vida porque también la nena parecía muerta. Ese hombre acababa de cumplir una condena por violación y la familia atacada ya había hecho una denuncia por acoso. Nada impidió la tragedia. “El ministro hablaba en plural refiriéndose al entonces presidente (Néstor) Kirchner, tenía muy claro lo que quería: ‘Además –me insistió–, se las tiene que arreglar para que a esa mujer le den el tratamiento antirretroviral preventivo y la pastilla del día después. Y sobre todo que sostengan la denuncia’. Yo escuchaba algo que me parecía excelente pero que a la vez me resultaba chino básico, estaba totalmente fuera de lo esperado.”
–¿Quién asesoraba al ministro? Porque es bastante puntual esa demanda de que no se revictimice a quien ha sufrido una agresión sexual al momento de hacer la denuncia...
–Entiendo que la doctora Silvina Zabala, entonces directora de Seguridad Interior, que fue la que dio mi nombre. En esa reunión en la que yo pude decir apenas quince o veinte palabras, Aníbal Fernández planteó todo lo que creía necesario: redactar una nueva ley sobre violencia familiar que incluyera a niños, niñas, ancianos y personas discapacitadas, realizar acciones contra la prostitución infantil –que es ahí cuando yo, a mi vez, hablo del problema internacional de la trata y de la necesidad de que exista una ley de trata como delito federal–.
–¿Dudó en aceptar convertirse en funcionaria pública?
–Apenas tuve tiempo. Antes de que pudiera decir sí o no el presidente había bajado a la reunión y se había mostrado orgulloso de contar conmigo. Cuando finalmente el ministro me preguntó si aceptaba, le pregunté si había oído alguna vez hablar de presiones políticas (se ríe). Yo ni siquiera estaba vestida para entrevistarme con un presidente.
Tres años después, aquella conversación fraguó en hechos: se redactó el proyecto de ley de Protección, Sanción y Erradicación de la Violencia y el Abuso de Poder en el Ambito del Grupo Familiar –tal el nombre que le dieron las más de 60 personas que colaboraron en el armado–, se inscribió a la trata de personas como un delito federal –desde abril del año pasado– y el Programa Las Víctimas contra Las Violencias actúa las 24 horas, cada día del año, a través de cuatro “brigadas” (víctimas de delitos sexuales, víctimas de violencia familiar, Brigada Niñ@s y la Oficina de Rescate y Acompañamiento a Personas Damnificadas por el Delito de Trata) y una línea telefónica –la 137– en la que 25 profesionales se turnan para atender emergencias relacionadas con la violencia familiar. Esta estructura, inventada a caballo entre dos períodos de gobierno y siempre bajo el ala del mismo ministro –aunque antes fuera el de Interior y ahora de Justicia y Derechos Humanos–, es prácticamente el único avance en políticas relacionadas con cuestiones de género que se ha sostenido en el tiempo. Sin embargo, su jurisdicción no excede el ámbito nacional, que en lo concreto se reduce a la Ciudad de Buenos Aires –salvo lo relacionado con trata–; y su proyecto más federal, el proyecto de ley sobre violencia familiar, para el que se convocaron representantes de cada provincia, viene naufragando sin poder navegar con éxito las aguas parlamentarias.
–¿No resulta contradictorio para el Gobierno tener un programa tan avanzado en relación con este tipo de violencias y no lograr que el proyecto de ley sea tratado en el Congreso?
–Por algún motivo, por razones políticas, esa ley no está discutiéndose donde debería discutirse...
–¿Cuáles son esas razones?
–Bueno, antes de bajar a las cámaras tiene que pasar por otros ministerios y siempre hay alguno que quiere cambiar algo de la ley. Porque como la hicimos nosotras y es buena...
Eso es todo lo que Giberti va a decir al respecto. Esta mujer pionera en la formación en estudios de género no va a negar retrocesos que son evidentes para cualquiera –como la falta de reglamentación de los abortos no punibles que cada tanto tienen a alguna familia en vilo– pero tampoco puede ocultar el orgullo que le genera ser madre de esta criatura que atendió, hasta noviembre del año pasado, 1257 denuncias por delitos contra la integridad sexual, 6541 llamados en la línea 137 a lo largo de 2008, 1684 de los cuales merecieron la atención urgente en el domicilio de la víctima –la mayoría se resuelven con asesoramiento telefónico– y rescató, entre mayo y diciembre pasados, a 137 víctimas de trata.
La primera brigada que se formó fue la de atención a víctimas de delitos contra la integridad sexual. La consigna fue la misma que había enunciado Aníbal Fernández: asistencia inmediata al lugar donde se recibe la denuncia, contención y asesoramiento de la víctima, seguimiento para que sostenga la denuncia y tratamiento médico preventivo contra embarazos o infecciones. “Pero el peor problema fue armar equipo –cuenta Giberti–. Ahí es cuando se hace evidente de qué se trata la formación de nuestras psicólogas y psicólogos: no es obligatoria la formación en temas de género, o sea que muchas no tienen la menor idea; tampoco saben de qué se trata una mujer violada o una niña prostituida; pero además, toda su formación apunta al trabajo en consultorio.” Nada relacionado con subirse a un móvil policial en cualquier momento y atravesar la ciudad para llegar en tiempo y forma, enfrentarse con la policía, exigir un lugar adecuado para poder conversar con la víctima y exigir, también, que se respeten sus tiempos. La licenciada en psicología Cecilia Manigrasso, como integrante de esas brigadas, sabe que el trato con las fuerzas de seguridad no siempre es lo más sencillo: “Pero nuestro intento y nuestro trabajo diario es respetar el saber del otro y entender cabalmente hasta dónde llega nuestra tarea. Nosotras no podemos labrar un acta, por ejemplo, ésa es tarea de uniformados. Pero ellos tienen que esperar a que la víctima esté lista para poder hacerlo. Y a veces eso puede llevar un par de horas”. Todas las denuncias son atendidas por esta brigada que atiende a víctimas de violencia sexual, desde las violaciones hasta abusos que pueden darse, por ejemplo, en un transporte público. “Nos pasó hace muy poco que una chica fue manoseada en el subte y cuando se baja lo denuncia al guardia de la estación, que de inmediato le pregunta si está segura –cuenta Manigrasso–, generando una primera descalificación hacia la víctima. Ella insiste y entonces acude un policía y así intervenimos nosotras. Cuando llegamos ya estaba arrepentida de haber hecho la denuncia, se quería ir, había hablado por teléfono con un amigo que le había dicho ‘También, con esos pantalones que vos usás’ y se sentía algo culpable. Le insistimos en que de todos modos era un delito, que la íbamos a acompañar en su denuncia. Resultó que el mismo hombre tenía otras 45 denuncias en lo que iba de enero y estaba buscado por una violación anterior.” Manigrasso, como el resto del equipo, sabe que el abuso sexual e incluso la violación son delitos de acción privada: sin denuncia de la damnificada no habrá quien persiga al agresor. Pero más allá de la letra escrita, la violencia sexual es un delito social y a eso apelan, a cierta solidaridad de género, para que estos hechos no pasen inadvertidos, para generar conciencia de que un manoseo no es un juego: es un delito.
Todavía es enero en Buenos Aires mientras un equipo de 12 personas de las distintas áreas del Programa Las Víctimas contra las Violencias intenta ser breve para que su experiencia en los últimos años quepa en una entrevista de pocas horas. No hace mucho se detuvo a un violador que había sido noticia a fin del año pasado. Cada una de las mujeres que fueron víctimas de ese hombre recibió la atención de la brigada –dos profesionales, trabajadoras sociales o psicólogas, siempre mujeres– que le evitó tener que dar detalles de lo sufrido más de una vez como si tuvieran que probar en cada declaración que habían sido violentadas. De eso se trata la revictimización, de poner en duda la palabra de la víctima, de explorar su cuerpo en busca de pruebas como si fuera un objeto inerte sobre el que es posible investigar. Ahora, las víctimas no pasarán por más de una revisación médica, declararán una sola vez –incluso el testimonio de las integrantes de la brigada servirá de prueba en juicio y recibirán, de inmediato, de ser necesario, el tratamiento preventivo adecuado para estos casos según el protocolo que la doctora Diana Galimberti había impuesto ya hace tiempo en el Hospital Alvarez–. Esto, que cambia radicalmente la situación de las víctimas, de todos modos, al relatarlo, hace que la insistencia en la palabra empiece a sonar pesada. “Es sólo el lugar circunstancial en que se la puso –dice Zaida Gatti, la primera convocada por Giberti y supervisora de cada una de las brigadas–. Trabajamos para el empoderamiento de las víctimas, por eso la tarea no termina en la recepción de la denuncia y el tratamiento médico. Además, cuando consideramos que es posible, acompañamos a las mujeres a realizar la individuación criminal, o sea, la confección de un identikit o el reconocimiento a través de fotos que puedan mostrárseles.” “Además –agrega Manigrasso– estamos en permanente contacto, incluso hasta el momento del juicio, si podemos llegar a esa etapa.”
Alicia Arakelian es psicóloga y supervisa la atención del call center. Trabaja en el programa desde el inicio mismo de éste y ha pasado ya por diversas áreas. Por eso, cuando están desbordados, es probable que se suba a uno de los móviles no identificados que llevan y traen a las brigadas y atienda urgencias en la calle o en el domicilio de la víctima. Es que a pesar de que todavía el 137 no es un número tan conocido como podría ser el 911 –emergencias policiales–, los teléfonos no paran de sonar. “Puede llamar un niño que padezca o que sea testigo de situaciones de violencia, pueden llamar vecinas, amigas o la propia víctima si tiene la chance –explica Ana Jordán, también psicóloga e integrante de los equipos de calle–. Hay que estar atentas, porque la llamada puede cortarse y hay que comunicarse de inmediato y tratar de leer entre líneas lo que sucede del otro lado. A veces la víctima está siendo amenazada para que pida que desestimen su denuncia.” De los 600 llamados estimados por mes –el último diciembre se recibieron exactamente 604 pertinentes, entre más de 3 mil fallidos– la brigada debe desplazarse en el 35 por ciento de los casos, en el resto se puede contener y orientar por teléfono. Claro que ese 35 por ciento representa unos 125 casos en un mes: el promedio es de más de cuatro asistencias por día. En cada caso las psicólogas y trabajadoras sociales llegan acompañadas de un policía que está para protegerlas, más un patrullero que será el que trate con el agresor. El uso de los géneros no es gratuito, a pesar de que las estadísticas que acerca Kevin Wierzbinsky, uno de los encargados del área, señalan un 20 por ciento de víctimas masculinas, sólo hay 4 hombres mayores de 19 años en este porcentaje: el resto corresponde a niños.
Aquí el trabajo de las brigadas es en caliente, muchas veces tienen que cargar niños a upa, esperar que el agresor sea detenido, tomarse el tiempo necesario para escuchar y para hacerse escuchar. “El problema lo tenemos a nivel judicial –sostiene Eva Giberti– porque la mayoría de los jueces y magistrados, salvo contadas excepciones, sigue considerando la violencia familiar como una patología del agresor, cuando en realidad es un abuso de poder y un delito. Y ésa es la manera en que hay que tratarlo.” Pero claro, es fácil decirlo en ámbitos protegidos, no frente a quienes –en sede policial, por ejemplo– siguen sosteniendo que todo para “si le preparás una rica comida”, tal como escuchó Ana Jordán mientras acompañaba a una víctima a hacer la denuncia, un segundo antes de tener que salir corriendo porque el agresor había entrado a la comisaría amenazando otra vez a la víctima. El otro grave problema con que se enfrentan desde las brigadas de atención a víctimas de violencia familiar es la falta de lugares seguros donde alojar a las víctimas. “El gobierno de la Ciudad no reconoce ninguna prioridad en los refugios para víctimas de violencia”, dice Giberti. Y Jordán aporta la anécdota: “Hace poco llegamos con una mujer con varios hijos, un bebé en brazos, los bolsos, etc., al único refugio disponible y cuando nos atienden, cerca de las 20, nos dicen: ‘Ustedes, los de la 137, se están mal acostumbrando. El hogar cierra a las 18’. ¡Como si se pudiera pedir a los agresores que tuvieran horario!”.
¿Cómo se consigue, de todos modos, que las víctimas entiendan su lugar como transitorio, reconozcan sus recursos de resistencia, estén dispuestas a moverse del lugar estático en el que las han querido alojar? Eso no se consigue solamente con palabras, ni siquiera alcanza con la ideología que es una base de acuerdo mínima para pertenecer al programa –según Giberti, una de sus primeras acciones fue la compra de material de estudios de género en la Librería de Mujeres para formar al personal policial que le habían asignado; material que sigue siendo de consulta para todas las profesionales–. Hay que poner el cuerpo. Ponerlo en la calle, en las comisarías cuando se va a asistir a una víctima, en los domicilios; pero también ponerlo para que en esas situaciones pueda habilitar la palabra, cierta empatía necesaria para que se abra el diálogo. De eso se encargó Vita Scardó a través de dramatizaciones, psicodrama, roll playing o cualquier técnica que pueda también inventar o recrear en su tarea de “cuidadora de cuidadores”. Las profesionales hoy pueden reírse de esas técnicas que las desarticularon, pero saben que las necesitan. Porque la teoría de género puesta en acción y en la atención de víctimas de diversas violencias genera más de una frustración: en los hospitales, en las comisarías, en la calle. Esa formación no es la que prima, al contrario. ¿Cómo podrían soportar, sin un apoyo específico, las integrantes de la Brigada Niñ@s la espera mientras se comete el delito, es decir mientras un hombre adulto abusa de una menor dentro de un cuarto de hotel, para poder detenerlo a la salida? Aprendieron a hacerlo. Carola Saricas y Carla Manzo, una licenciada en Ciencias Políticas –y también a cargo del área de estadísticas–, la segunda trabajadora social, aprendieron a hacerlo porque no les quedó opción. Y aun así, como testigos del delito in fraganti, suelen tener problemas para que los jueces lo reconozcan como tal. Giberti no ahorra palabras para estos casos: “Es que para la mayoría de los que intervienen, salvo excepciones, las niñas prostituidas son mujercitas al servicio de los hombres, iguales que sus madres”. Sin embargo, la Brigada Niñ@s, que además tiene que lidiar con víctimas que la mayoría de las veces no se reconocen como tales –y en ese caso no hacen nada, más que abrir la posibilidad de la escucha o la atención médica–, amedrenta. “En nuestro caso –relata Saricas– vamos en busca, no hay quién nos llame. Hemos aprendido a entrenar la mirada para detectar las situaciones en que las menores son prostituidas. Lo peor es que no hay una ley de explotación sexual infantil y tenemos que recurrir a la figura de la corrupción de menores. Además nos enfrentamos con un imaginario social que no considera a la prostitución como una forma de violencia y que no hace diferencia cuando los prostituidos son niños o niñas.” De todos modos, existe un teléfono al que denunciar la prostitución de menores: 0-800-222-1717, pero hasta ahora las causas que han prosperado han corrido por cuenta de la mirada de estas mujeres.
Mariana Schvartz es trabajadora social y está en el área de trata del programa. También forma parte de una brigada, aunque en este caso no se llame así y dependa directamente de la jefatura de gabinete del Ministerio de Justicia: es la Oficina de Rescate de Personas Damnificadas por el Delito de Trata. Su trabajo la obliga a estar disponible a tiempo completo, a pasar largas jornadas en el interior del país, a entrenar la paciencia para detectar situaciones de trata cuando éstas no son evidentes o bien porque las víctimas son mayores de edad o bien porque el tiempo de esclavitud hizo que aprendieran a desconfiar de cualquiera, menos de sus captores. “Actuamos en los allanamientos, nos convocan sobre la hora y recién ahí nos dan datos de cómo ha sido la investigación. Puede ser tanto un prostíbulo como un taller clandestino. La mayoría de las mujeres a las que hemos asistido, casi un 60 por ciento, son mayores de edad a las que también les cuesta visualizarse como víctimas y que se han creído el discurso de los captores sobre que su destino, si hablan, es la cárcel”, cuenta. El trabajo que realiza Mariana y en el que también colaboran integrantes de otras brigadas suele suceder en lugares más que inhóspitos: “A veces tenemos que hacer las entrevistas en los baños porque es el único lugar en donde hay luz blanca; el resto está en penumbras y ninguna mujer quiere hablar sobre la misma cama donde fue obligada a atender clientes. Lo primero que hacemos es ofrecerles que se vistan. Lo hacen de inmediato, es el primer acto de humanidad después del paso incesante de policías, oficiales de migraciones y ante los clientes. Después es cuestión de tiempo, pero lo que buscamos es quebrar el discurso que han aprendido. Muchas veces me ha servido el recurso de hacer cuentas frente a la víctima para que entienda que ese dinero que le prometieron nunca se lo van a dar porque ella siempre va a estar endeudada, como les suelen decir que está desde el mismo momento en que las trasladan. Otra vez me ha pasado que una mujer se quebró cuando le preguntaron el nombre de su padre”. Esta brigada no suele encontrar grilletes, que es la figura que más rápidamente se asocia a la esclavitud: “Es un sometimiento mental, por necesidad, construido a base de multas –hasta cuando están indispuestas– y maltratos”, agrega Saricas. Una vez detectado el caso de trata se acompaña a la víctima, como en el resto de los casos, en el proceso de denuncia y en la búsqueda de otros efectores sociales que puedan ampararla.
La semana que viene, cuando se cumplan tres años de aquella reunión inaugural en la que Eva Giberti se convirtió en funcionaria, habrá oportunidad, seguramente, para hacer balance. Tal vez alguna de las cuentas que aportan las estadísticas sobre el número de asistencias y de denuncias que han prosperado tengan su peso en el balance. La pregunta, ahora, se cae de madura:
–Después de esta experiencia, ¿quisiera seguir cumpliendo la función pública?
–En estas mismas condiciones y con el respaldo que ahora tengo del ministro, seguro que sí –contesta Giberti y es de esperar que más allá de las coyunturas políticas este programa sobreviva y se afiance en el tiempo.
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