Viernes, 6 de marzo de 2009 | Hoy
SOCIEDAD
Ante un nuevo capítulo de la interminable contienda agro–Gobierno, el colectivo eco femenino de mujeres La Verdecita toma partido, cuenta sus estrategias y hace un balance exhaustivo, desde los surcos y en pleno campo minado.
Por Clarisa Ercolano
Su paisaje y su tierra cambiaron por completo. Con una velocidad de cuento vieron cómo en las cercanías de su Santa Fe natal, el amarillo del trigo y del maíz, los pétalos del girasol, el tinte amarronado del sorgo se perdían hasta desaparecer tras el verde de la soja. Acechadas por un ejército silencioso pero dañino de porotos verdosos, encontraron otras amenazas: líquidos de fumigación que caían sobre sus cabezas, mujeres sin trabajo y con hambre. “Empezamos a estudiar y discutir para poder saber en qué mundo productivo y económico vivimos”, dice Chabela Zanuthig, una de las miembras del colectivo eco femenino La Verdecita, que se formó hace ocho años en la ciudad capital de una de las provincias agrícolas por excelencia.
Chabela está en Santa Fe y Virginia Liponezki, otro bastión de este grupo, está en Rosario. Ambas coinciden en que la mayoría de las personas no tienen cabal conocimiento de las problemáticas agrarias. Entre risas deslizan que “muchos creen que los alimentos crecen en las góndolas del súper”. Enseguida explican que viven en el corazón de la pampa sojera, donde “los intereses del monocultivo reúnen a la casi la totalidad de las fuerzas vivas”. Más allá de esa realidad, desde su granja que se abre como un oasis de la biodiversidad, están orgullosas de ser una referencia obligada de la lucha por la soberanía alimentaria y por poder producir, pese a todo, otros cultivos orgánicos dentro de su cooperativa de trabajo, que entiende a la economía como una herramienta al servicio de la vida y la sociedad que no puede ni debe invertir su orden.
Para saltar los alambrados, no sólo abrieron nuevos surcos, también abrieron cátedras. Son las impulsoras de los encuentros latinoamericanos de mujeres por la soberanía alimentaria, junto a Bolivia, Paraguay y Perú. Y sienten orgullo porque en Bolivia, una de sus compañeras, Julia Ramos, es la ministra de Desarrollo Rural y Tierras. “También nucleamos a los pequeños productores y productoras de la zona, impulsando la creación de un consorcio de orientación”, contaron en diálogo con Las 12.
La profecía de Marie Monique Robin, la autora del libro El mundo según Monsanto, las acosa y las mantiene alertas. Temen una catástrofe sanitaria si la inconciencia sigue su reinado hasta ahora implacable, tapado por los muchos billetes que salen de la principal empresa fabricante de agrotóxicos y semillas modificadas genéticamente. Encuadradas por el eco-feminismo, dicen sin medias tintas que se paran en el cruce entre el patriarcado y la economía: “Queremos cambiar la escala de la agricultura y su orientación. De la producción de forrajes a escala industrial y para la exportación, queremos alimentos a escala familiar, biodiversos y para el mercado interno que no terminen en combustibles”.
Y de algo están más que convencidas, son las mujeres las que soportan el peso de la globalización. “Las migraciones son de mujeres, la fuerza de trabajo de las máquinas es de mujeres, la feminización global de la pobreza y la crisis global del hambre está siempre sostenida por las mujeres, cuanto más pobres, más les toca sostener.” La economía política feminista les enseñó que la división sexual del trabajo opera en la base y es la madre de todas las batallas; tanto en un campo como en una casa. Pero esa carga no les cierra los ojos, no sólo producen y enseñan, también investigan sobre las consecuencias del uso de pesticidas que “enferma y contamina nuestras familias y campos”.
“El campo es la derecha concentrada patriarcal y el Gobierno hace lo que puede y a veces se equivoca, pero para nosotras el campo nacional y popular está, en este asunto, del lado del Gobierno”, admiten tomando posición. Más allá de su acuerdo, llevan ya cinco meses de espera para que la subsecretaria de Agricultura familiar de la Nación responda a su pedido de entrevista y lo mismo les pasa con el gobierno socialista de Santa Fe. “Será porque somos mujeres y nuestro tiempo es elástico e infinito”, se interrogan. Sólo el programa Pro-Huerta del Inta les tendió una mano concreta y las ayuda con sus programas de invernaderos.
Chabela y Virginia piensan en qué harían si un día, sólo uno, pudiesen sentarse al frente del Ministerio de Agricultura y la lista es extensa: prohibir el uso de pesticidas y fertilizantes químicos y empezar a controlar los daños producidos hasta aquí por su uso indiscriminado; lanzar una reforma agrícola ganadera para producir alimentos sanos seguros; fortalecer el banco nacional de semillas nativas y regionales; establecer programas subsidiados de apoyo a las iniciativas locales de desarrollo rural que contemplen como beneficiarias prioritarias a las mujeres y fomentar colchones verdes alrededor de las ciudades y pueblos con el doble objetivo de abastecerlas con alimentos sanos y sin encarecimientos por fletes.
“La agricultura es sexista, los ‘hombres del campo’, la Mesa de Enlace, que son el desabastecimiento, el desmonte, el monocultivo, el envenenamiento, la destrucción de la biodiversidad, la desertificación, los feed lot, la Sociedad Rural, el racismo, la trata de mujeres, la expulsión de las familias campesinas, los Biolcati, los Reutemann, los que quieren quedarse con todo y que los subsidiemos todas y todos”, plantean estas dos militantes que abogan al concepto de la estudiosa Lilian Ferro, que informa que incluso en las estadísticas oficiales sólo se hace mención al “productor agropecuario”, como responsable masculino y único de la explotación.
En el principio, la madre tierra tenía nombre de mujer. Hoy la Pacha Mama se retorcería desde sus entrañas y desde La Verdecita lo explican: “El hombre trató a la tierra con la misma prepotencia con que trata a las mujeres; si no logramos que amen y respeten la tierra, nunca podrán amarnos a nosotras”.
Como lo que no se dice no se conoce y no se ve, ni siquiera titubearon el día en que se pararon en el medio de una vía por donde pasa el ferrocarril Belgrano Cargas, para denunciar que “el tren de la soja es el tren de la trata”. Saben que en los territorios devastados por el modelo de cultivo único se hace más evidente el fenómeno de la apropiación de la vida y los cuerpos de las mujeres. “La región se convirtió en un gran desierto verde regado de veneno. Y nos plantamos y luchamos como hacemos las mujeres en todos lados donde el hambre de ganancia pone en riesgo la posibilidad de todo tipo de vida. La misma convicción en la lucha contra el patriarcado que nos invisibiliza y oprime no puede darse sin involucrar la lucha contra la falta de alimento, el envenenamiento por glifosato, la desaparición de las semillas propias, la expulsión de las personas de las zonas rurales, las perversamente llamadas ‘catástrofes naturales’, sequías, inundaciones históricas.”
Más allá de romper el cerco del silencio y hacer crecer a su cooperativa, además mantienen su espacio de enseñanza bautizado como Economía y Mujer. Ya no quieren que su fuerza de trabajo y su tiempo sean invisibles o casi transparentes. Tanto como lo son las lluvias de agrotóxicos que surcan el cielo bajo el que alguna vez, como recuerdan, crecieron campos de lino, trigo, cebada, frutas y verduras y todo tipo de especies ganaderas. Bajo el que en un tiempo, no hace tanto, el hambre y la inconciencia no se les habían parado en el campo de enfrente.
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