MEMORIA
Jóvenes de ayer
En el canon de voces que construyen la memoria colectiva se suman ahora la de los estudiantes secundarios que en los años setenta tuvieron que exiliarse para poner a salvo sus cuerpos de la persecución política. Los chicos del exilio es el libro que da cuenta de los particulares matices de esa experiencia, silenciada hasta ahora, tal vez por la culpa de haber sobrevivido.
› Por María Moreno
Ediciones El país del no me olvides se acaba de iniciar con el libro Los chicos del exilio (Argentina 1975-1984) de Diana Guelar, Vera Jarach y Beatriz Ruiz, que da cuenta de las experiencias de los militantes secundarios de la década del setenta –la mayoría alumnos de los colegios Nacional de Buenos Aires y Carlos Pellegrini–, con la intención de pasar la palabra a una generación que aspira a contribuir a la memoria colectiva, en sus propios términos, sin ceder ante la lógica capitalista que promueve hegemonías y generalizaciones, al mismo tiempo que fragmenta y discrimina. El libro nació con un obstáculo muy preciso que es descripto por las autoras en el prólogo: “De algún modo sentíamos que la prioridad en el “deber de memoria” debía asignarse a los desaparecidos, los presos y los sobrevivientes de los campos. Así, nuestra propia experiencia del exilio pertenecía sólo a una instancia privilegiada en el contexto de aquella historia horrorosa”. Después entendieron que la militancia juvenil, el duelo por tantos compañeros y el exilio, vividos en la edad del deseo en armas y cuando aún no han sido rotos los lazos con la familia, dio a lo vivido una especificidad que no debería ser silenciada. No hay status de tragedia sino un cuerpo común de memoria donde ninguna voz debería quedar desaparecida.
En ese sentido la intervención en el libro de Vera Jarach, perteneciente a Madres de Plaza de Mayo. Línea Fundadora y madre de Franca, desaparecida el 25 de junio de 1976, funcionó como un permiso para que Beatriz Ruiz y Diana Guelar pudieran contar la historia de su exilio y pasar la palabra a la decena de compañeros que protagonizan Los chicos del exilio.
–Mi abuelo había muerto en Auschwitz. Yo soy una judía italiana que vino a este país con su familia en 1939, huyendo del fascismo. Con la desaparición de mi hija, entonces se cerró un ciclo. Hasta que se la llevaron yo sabía muchas cosas de ella, pero otras no. Participando en este libro tuve más conciencia de lo que vivían todos los chicos de esa época. Y entonces, un pedacito de la historia de Franca me llegó a través de estos testimonios –cuenta Vera.
Las diferencias con los exiliados mayores fueron muchas. Por ejemplo, pocos de los adolescentes en el exilio continuaron con la militancia o se sintieron coaccionados a participar en los organismos de derechos humanos. Aunque no se puede generalizar, muchos se dedicaron a explorar sus propios deseos y vocaciones, a construirse un lugar –sin abandonar la memoria colectiva y la deuda con los ideales políticos– desde donde decir “yo” para plantarse en el mundo más allá de las fronteras. Será por eso que Los chicos del exilio está recorrido por un cierto tono psicologista del que carecen los otros libros de testimonios.
–La diferencia con la gente grande que se exilió –explica Diana Guelar–, entendiendo “grande” por la diferencia que había entre tener 17 y 25 años, es que nosotros teníamos que construir la vida. Instalarnos en un lugar y pensar qué hacíamos. Los mayores, en cambio, hacían del exilio una cierta continuidad. Y por eso para muchos el país de llegada permitió continuar con la militancia. Nosotros seguimos adelante empezando a pensar en qué queríamos ser, estudiar. Incluso seguimos tan adelante que hubo muchas cosas que no elaboramos. Recuerdo que después de todos esos meses en Buenos Aires, al llegar a España, lo que hicimos fue dormir, dormir días enteros.
Dos mujeres
Beatriz Ruiz estudiaba en el Carlos Pellegrini, militaba en la U.E.S. y luego en la Tendencia. A través de Los chicos del exilio se recuerda a sí misma como esos jóvenes que describe Rodolfo Walsh en la carta a su hija
Vicky –escrita luego del suicidio de ésta durante un enfrentamiento–, que vivían a salto de mata, de casa en casa, insomnes en una lucha que los volvía cada vez más austeros, más alejados de toda idea de adolescencia. Como hija de “gallegos”, el exilio en un kibutz la obligó a mentir para explicar su “Ruiz” en el hecho de que su madre era judía, con lo cual no contravenía ninguna ley religiosa. El kibutz se llamaba el Kabri, quedaba cerca del Líbano y desde allí se escuchaban las katiushkas (morteros), por lo que Beatriz pensó que se había dio de Guatemala a Guatepeor.
Diana Guelar, militante del Frente de Lucha de los Secundarios era del Colegio Nacional de Buenos Aires. Se fue del país ya terminados los estudios pero aún en tiempos en que militaba dentro de un grupo teatral que hacía representaciones en las villas. De entre los que dan testimonio en Los chicos del exilio es la que en 1976 parecía tener, si no la dimensión de lo que se avecinaba, una cierta conciencia del peligro:
–Un día en que teníamos que ir a una villa para hacer propaganda nos obligaron a hacernos un análisis de sangre y a llevar los resultados en los bolsillos por si nos herían. Ya se sabía de la pastilla de cianuro y que había que dejar una soga colgando en la ventana para deslizarse si venían a buscarnos. Cuando me fui en el ‘76 ya estaba instalado el horror pero sin la dimensión que tomó después. Mi hermana, también militante de la UES, se había ido antes y no tenía esa dimensión. Cada mes significaba una diferencia enorme.
–¿En muertos?
–En noticias de detenciones. Yo tenía la sensación de peligro y de horror pero no estaba aún la palabra desaparecido. Cuando se fue Beatriz, en el ‘77, ya estaba instalada.
El estallido
La fotografía que ilustra Los chicos del exilio es la clásica y banal instantánea que se toma en los aeropuertos suponiendo viajes turísticos o culturales cuyo prestigio es preciso testimoniar. Pero en ese caso funcionó como un pasaporte para la libertad. Cuando el 13 de julio de 1976 17 uniformados cayeron en la casa de Diana Guelar, robaron joyas y electrodomésticos, pero su padre pudo dar pruebas de que ella había partido. La foto muestra a una chica que mira con terror a lo lejos, una chica de cara redonda aún no delineada siquiera por la adolescencia a la que se había ido a buscar al igual que a Beatriz Ruiz como si se tratara de Firmenich. Diana Guelar se exilió en un kibutz en Israel y luego en Barcelona. El sentimiento adolescente estalló fuera de toda censura cuando en la Plaza España calculó que con uno de los dólares que le había dado su padre podría comprarse como seis de las pulseras que vendían los hippies.
Es que el exilio en clave pendeja permitió también empezar a vivir, tramar la familia en la fraternidad y orientar las vocaciones. El testimonio más crítico, irónico y desprejuiciado de Los chicos del exilio es el de Eduardo Blaustein: en su Texto barcelono se respira esa atmósfera porosa de nuevos sujetos sociales –travestis, ecologistas, feministas, nudistas– en la que los exiliados cachorros respiraban un socialismo con glamour. Tanto Diana como Beatriz estudiaron psicología, quizá marcadas por experiencias que combinaban el dolor, el desamparo y nuevos registros de la palabra “subjetividad”.
La culpa fuera de lugar
Hubo en esos padres que elegían colegios donde los estudiantes tenían una tradición de lucha (y que tal vez habían recibido los axiomas pedagógicos del psicoanálisis y de la psicología respirables en la ciudadhasta desde las páginas de la revista Primera Plana) una encrucijada funesta para sus deseos de no parecerse a sus propios padres y respetar a sus hijos en su condición de sujetos autónomos. En el testimonio de Andrea Brodsky aparece un ligero reproche a unos padres que no ponían límites. Diana Guelar pudo pedir un exilio cuando reconoció su malestar en un plano más personal que político. ¿Qué autonomía de decisión podía tener Bettina Tarnopolsky, desaparecida en 1976, a los catorce años?
–No había conciencia ni de los chicos ni de los padres de la envergadura de lo que se venía –cuenta Diana–. Si se hubiera tenido conciencia de la dimensión, por más que era una época en que los padres ponían menos límites que los que ponemos hoy, las reacciones hubieran sido diferentes. Pero el cuidado estaba. Yo vengo de una casa en que sí se ponían límites y sin embargo mis padres siempre me dejaron hacer reuniones políticas allí. Pero cuando le tuve que pedir a mi papá que me ayudara a irme, él lo hizo porque me veía mal emocionalmente y no porque tuviera alguna conciencia real de la situación.
–La reacción dependía del nivel sociocultural de cada familia y del compromiso político que podían tener los padres –agrega Beatriz–. Había algunos que tenían determinada ideología y no podían reprimir a los hijos en ese punto y entonces estuvo eso de dejarlos hacer. Otros padres no tenían la posibilidad de reunir rápidamente el dinero para el viaje al exterior. Aunque hubo algún caso en que sacaron al hijo al exterior obligado y lo ubicaron de tal manera que no pudiera volver.
El trato de igual a igual que dictaban las nuevas propuestas de vida, tanto en las vanguardias que propiciaban el cambio en la cotidianidad y en las relaciones entre padres e hijos, como en las vanguardias políticas, no tenían en cuenta ni el género ni la edad. Las organizaciones políticas, en la mayoría de los casos, consideraban traidores a los que abandonaban el campo de lucha, tuvieran la edad que tuvieran. Diana Guelar recuerda la angustia de Coco B cuando planteó ante su grupo que quería exiliarse: fue tratado como un enemigo. También que ella pudo usar ante su grupo un argumento para exiliarse que fue tenido en cuenta: la obligaban sus padres. En casos como ese resultaba una ventaja que las organizaciones, al ir militarizándose, dejaran para más adelante una propuesta libertaria que incluyera no sólo la clase y la impronta antiimperialista. Conservaban ciertos modelos burgueses que les hacían no cuestionar la obediencia de los hijos a los padres.
En los relatos de Los chicos del exilio es recurrente la palabra “culpa”. Cuántas veces Diana y Beatriz –las dos estuvieron primero en Israel, luego en España– sintieron que mientras se despertaban del terror en el destape español, a cada carcajada debía seguir un acto de contrición. Diana se sentía culpable cuando los padres de sus antiguas amigas no las dejaban comunicarse con ella como si fuera un imán para el peligro, porque su padre, que la había acompañado en el exilio, no podía ejercer su carrera en Barcelona y hasta por los exiliados que no tenían dinero como ella y vendían biyuta en las ramblas. Beatriz recuerda los escrúpulos y al mismo tiempo la tentación infantil –ahora fuera de las reglas estrictas de la célula– de quitarse el corpiño en Saint Tropez como el resto de las mujeres. Pero tanto en esa como en otra ocasiones de felicidad, el regusto amargo y la memoria de las que jamás podrían hacerlo.
–En los grupos de militancia había una moral estricta. Una vez dejé al compañero con el que estaba saliendo y, al poco tiempo, me metí con otro. Me acuerdo que a mí me hicieron un cuestionamiento: ¡cómo si había dejado de salir con ese compañero a la semana estaba saliendo con otro! Yo tenía 16 años –se acuerda Beatriz.
Y luego estaba la culpa por haber iniciado a otros que luego desaparecieron y que hace preguntar a muchos si los padres de las víctimas los habrán perdonado, sabiendo que la palabra “culpa” está fuera de lugar en esos casos y les atañe sólo a los militares genocidas. Durante muchos años Diana Guelar tuvo temor de encontrarse con Vera. Cuando lo hizo la emoción no hizo más que reunirlas con el recuerdo de Franca y muy pronto hacerles pensar la posibilidad de trazar nuevas versiones para la memoria colectiva:
–Yo militaba desde mucho antes que Franca y no podría decir que enganché a Franca porque Franca no hacía nada que no quisiera hacer. Yo era su responsable política hasta que nos echan del colegio. Luego nos reincorporaron, pero Franca no lo hizo. El reencuentro con Vera fue impresionante, el comienzo de una gran amistad. Y de la tarea de reconstruir esta historia. A partir de escuchar relatos de todo tipo, creo que hay mucho trabajo para hacer sobre el stress postraumático. En el exilio, cada día era medido en muertos. Si bien los ataques de pánico son propios de este momento social que vivimos en el mundo, creo que mucha gente de nuestra generación tiene cuestiones de ansiedad muy fuertes que son específicas.
Beatriz piensa que el stress postraumático puede quedar en la categoría de hipótesis: “Creo que pensarlo requiere de muchos más elementos como para generalizar. Eso se entrelaza mucho con la subjetividad”.
Sin embargo en los testimonios de pasillo, esos que aún no han buscado la forma de libro o han elegido otros caminos de elaboración, esa hipótesis insiste: habría en exilio un exceso de experiencias trágicas, de muertes precoces que en nada parecen extrapolíticas.
La sabiduría de Vera Jarach consistió en no ceder al rencor o a la pena y en reconstruir la vida de Franca poniendo el cuerpo, grabador en mano –ella recogió la mayoría de los testimonios– especialmente atenta a los deseos de los entrevistados en cuanto al amor y la sexualidad; en lugar de anclar en el sentimiento de envidia o impotencia ante esas que sobrevivieron a su hija, atendió protectora al sentimiento colectivo por el que ésta luchaba.
Los chicos del exilio forma parte de los ceremoniales de memoria común que se traman por fuera de los espacios jurídicos en donde los testimonios deben caber en el formato de la prueba y la incriminación aunque –está claro para sus autoras– es preciso continuar exigiendo justicia. El apéndice con cartas de Los chicos del exilio es un elemento fundamental para reconstruir las hablas de una época a través de sus personajes trágicos, pero sobre todo a través de los que pudieron a una edad muy temprana encontrar fuera de la patria no sólo el duelo y la nostalgia sino la posibilidad de construirse, escapando a sus enemigos y al mismo tiempo recibiendo otras connotaciones de la palabra “libertad”.