Viernes, 27 de marzo de 2009 | Hoy
INTERNACIONALES
Finalmente, los medios ingleses publicaron los obituarios que tenían preparados hace semanas: Jade Goody, la princesa de la clase obrera, murió el domingo pasado y entre las tarjetas de condolencias se mezclaron las de Michael Jackson y el primer ministro Gordon Brown. Es que sobre el final de su mediática vida se encontró la razón última de tanta exposición: con su imagen pudo alertar, mejor que cualquier campaña, sobre el cáncer más difundido entre las mujeres –el de cuello de útero– en un país donde la recomendación médica es asistir a consulta ginecológica sólo cada tres o cinco años.
Por Josefina Salomón
Inglaterra se despertó empapelada con la noticia. En la mañana de uno de los primeros –y siempre extraños– domingos soleados ingleses se publicaron los obituarios que se habían escrito hace semanas. Todos, hasta el primer ministro del país, puso pausa a su cruzada para salvar la economía mundial, brindó su pésame y habló del legado de la joven. El evento que todos predecían y esperaban preparados. El final cruel de una historia que parece haber sido escrita para las cámaras pero que ilustró, de manera macabra, la realidad de muchas otras miles de mujeres.
Ocurrió pocos minutos después las 3 am del Día de la Madre. Según el vocero de la familia, murió mientras dormía a causa del cáncer que terminó con su cuerpo en tan sólo dos meses.
Jade Goody, la “Princesa Diana de las clases obreras”, había dejado de ser y un país que la había catapultado al éxito con la misma velocidad con la que la enterró en el odio y luego la convirtió en ángel se debatía sobre un fenómeno de la era de los medios, cuando la realidad, la buena y la dura, se nos estaciona en la vida sin mucha escapatoria, como si fuera una película.
En una entrevista con el tabloide News of the World, la última que dio en vida, Goody dijo: “Viví toda mi adultez hablando sobre mi vida. La única diferencia ahora es que estoy hablando sobre mi muerte y eso me hace bien”.
La “vida adulta” a la que se refería Jade entonces fueron cinco años. Cinco años en los que pasó de ser la chica graciosa, tonta e ignorante a mujer empresaria y abanderada de la lucha contra el cáncer. Como una Tita Merello moderna –e inglesa– que se dejó fotografiar en sus peores momentos, como si aquella imagen gritara: “¡Nena!, ¡hacete el Papanicolaou!”
Es difícil definir lo que Jade significó para Inglaterra. Llevaba cinco años instalada en el ojo mediático como la reina de las celebrities locales. Una chica que había entrado a la casa de Gran Hermano debiendo cuatro meses de alquiler, la imagen de las clases populares que Inglaterra prefiere ocultar, la evidencia misma de que para ser famoso y millonario –Jade había amasado una fortuna de varios millones de libras– en la era de los medios sólo se necesita una historia que contar, y las ganas y la energía para contarla muchas veces. La más exitosa creación de los medios. La hija primogénita de la era del reality show.
La llamaron trepadora porque usó su personalidad para hacerse famosa en la era de las celebrities (y no tenía 90-60-90), gorda (porque no era 90-60-90), ignorante, idiota.
A todo aquello ella respondió con un simple “sé que soy famosa por nada” y continuó vendiendo perfumes, libros, ropa y eventos, creando sus propios reality shows, actuando en videos de gimnasia para bajar de peso y convirtiendo todo lo que se le pusiera delante en oro.
Hasta que un día la magia se agotó. En su segunda participación en Gran Hermano –esta vez en la edición dedicada a la farándula–, Goody entró en una dura discusión con una aclamada actriz india y lanzó una frase considerada racista.
Entonces, el amor se convirtió en odio y Jade en la enemiga pública número uno. Tal fue el escándalo que los mandatarios de ambos países tuvieron que interceder. Para salvar la imagen de la joven, sus agentes de relaciones públicas la llevaron a la versión india del Gran Hermano, pero como si alguien lo hubiera escrito en un guión, fue allí, en aquel confesionario a miles de kilómetros de su casa, cuando Jade recibió el diagnóstico fatal.
Sus últimos meses pasaron frente a las cámaras –en parte porque ella había tomado la decisión de reunir la mayor cantidad de dinero posible para financiar la educación de sus dos pequeños hijos–, pero en el camino causó otro fenómeno: el ocaso de una estrella en la pantalla, la muestra de la cruda realidad de una enfermedad terminal, una historia de hadas con final infeliz.
Vimos a Jade demacrada, perdiendo peso. La vimos llorando en su casa cuando se peinaba los últimos pelos que le quedaban en la cabeza, hablando frente a las cámaras sobre lo difícil que era enfrentar esto con sus hijos, hipnotizados frente a la pantalla, viéndola vestida de blanco, mostrando la cara del cáncer, con un mensaje con tanta fuerza como aquel de Tita Merello.
Y Jade se convirtió en santa. Y todos los que la criticaron dejaron de animarse. Los médicos que la condenaron por su vida promiscua la elevaron a un pedestal por ayudar con su imagen e historia a que miles de mujeres fueran al ginecólogo. Canales de televisión, diarios y revistas lucharon para conseguir acceso único a sus últimas semanas, los derechos para documentar todos los detalles de la vida y muerte de uno de los personajes más controversiales de la farándula. Michael Jackson la llamó para darle ánimos. Gordon Brown la felicitó por “el trabajo que ha hecho para levantar conciencia sobre el cáncer cervical que va a beneficiar a miles de mujeres alrededor de Inglaterra”.
Según la Liga Argentina de Lucha contra el Cáncer, en la Argentina 4000 mujeres son diagnosticadas con esta misma enfermedad y más de 2300 mueren cada año (un promedio de entre cinco y seis muertes por día). Jade logró instalar un tema altamente ignorado en un país en el que se aconseja a las mujeres hacerse un chequeo ginecológico cada tres o cinco años.
Finalmente no murió frente a las cámaras, como muchos especulaban, tampoco sobrevivió un cáncer con pelucas y fuerza, como muchos esperaban, pero la historia de esta celebrity inglesa creada por lo más cruel de los medios mostró la realidad de una enfermedad que lo abarca todo.
Jade no habrá salvado a niños en Africa o dado recitales contra el cambio climático. Fue amada, odiada, criticada, juzgada sin piedad. La chica que preguntó frente a las cámaras si Río de Janeiro era una persona pasará a la historia, seguramente no como una mujer ignorante y vulgar como se la definió entonces, pero como alguien que logró, con su sola imagen, más que mil campañas. Un cuento de hadas con un final crudo, terrible, real. Nada más y nada menos que la vida misma, aun cuando supera a cualquier cuento de ficción.
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