Viernes, 17 de abril de 2009 | Hoy
HOMENAJE > CORIN TELLADO, LA MAS PROLIFICA DE LAS ESCRITORAS ROMANTICAS
Queríamos tanto a Corín... no importa cuánto se la haya ingnorado, vapuleado o criticado, la muerte siempre da oportunidad para acomodar las coronas y ahora que la señora Collado ya no está se le hará un lugar entre las leyendas de la literatura a su desmesura romántica que a más de una generación acompañó.
Por Marisa Avigliano
Corín Tellado murió el sábado 11 de abril, en pocos días iba a cumplir años. Desde la madrugada de la noticia mucho se ha escrito sobre los miles de libros que escribió (más de 4000 novelas cortas del llamado género rosa), la innumerable cantidad de libros que vendió (400 millones de ejemplares), se dijo que es la escritora más leída en español después de Cervantes (según la Unesco), pero por sobre todo sus obituarios recordaron el cariño que le tenían Vargas Llosa y Cabrera Infante. Parece que después de esconder pegados al cuerpo, con temor y urgencia, sus brevísimos libros por debajo de la ropa, llegó el turno de buscar referentes literarios para que acomoden las coronas. El primero se encargó de aclarar que nunca la había leído pero que sí la había entrevistado, que era una persona sencilla, muy natural, una fabuladora nata, sin gran formación pero con una gran intuición romántica, capaz de ir al compás de los tiempos para darles a sus lectoras “esa ración de fantasía e irracionalidad sin la que los seres humanos no podemos vivir”. Con Cabrera, quien una vez más llega un poco más lejos que el escritor peruano, la relación había sido diferente, él había sido su corrector en la revista Vanidades (que en los años ’50 se editaba en Cuba) y en la que Corín escribía dos relatos al mes. Relatos que hicieron que la revista pasara de vender de 16.000 ejemplares a 68.000. Cabrera escribió sobre ella en su libro O, contó cómo la leían sus hijas y la bautizó “la inocente pornógrafa, aunque ni era tan pornógrafa ni tan inocente”.
Corín Tellado, enfermera esmerada y afanosa, en los sesenta recorrió los pasillos fríos de la infancia del lector como una señorita Cora cortazariana dispuesta a prodigar un sentimentalismo afable. Corín, la alfabetizadora, la que hilvanaba un argumento en cinco minutos y escribía de noche, amplifica los mandamientos industriales que la convocan por el gusto de los otros en la tropilla de Lady Ivy C-Burnett y Agatha Christie y se destaca a secas por inocencia de medios: pechos turgentes, besos voluptuosos y travestis mozartianos que fundan Corinópolis o Tellagrado.
Tupida como esa prosa que el freezer no puede deconstruir sin descalcificar, Tellado es sólo sixties and seventies. Y lo es, no porque una nueva moral le arrugara los ruedos, sino porque es ella la que al ruedo sale sola ante los principios de catequesis de una tía bigotuda y en plena dictadura franquista. “La censura acabó conmigo. Agudicé el ingenio pero me obligó a no hacer las cosas con sencillez, a retorcerlas de forma que insinuara. Es el caso del señor que va por la playa y ve a una chica en bikini y no pasa nada, pero si esa misma chica en un café se sienta y al doblar la pierna se le ve un poco el muslo, para él eso es sublime. A insinuar me enseñó la censura, porque decía las cosas claras y eso me lo rechazaban. Hubo meses en que me rechazaron hasta cuatro novelas. Aprendí a contar lo mismo pero con sutileza, así nunca me dejé nada por decir.”
Mientras las ventas aumentaban y Corín publicaba miles y miles de historias, su nombre era para muchos, para casi todos, sinónimo de mala calidad, de cursilería, apenas una marca, el estigma de una colección de novelas baratas y malísimas destinadas a las “sirvientitas”. Poco y nada importaba saber sobre María del Socorro Tellado López, una mujer que escribía “para que la gente sencilla entienda lo que escribo”, que había nacido en Viavélez, en El Franco, Asturias, y que de pequeña era conocida como Socorrín, de donde surgió Corín. Su biografía literaria se inicia en la adolescencia cuando publicó en 1946 Atrevida apuesta, una novela por la que la Editorial Bruguera le pagó (considerables para aquella época) tres mil pesetas. Corín, la lectora de las novelas eróticas de Pedro Mata (donde en Un grito en la noche, una novela de amor y de dolor, se describen las relaciones entre un joven sobrino y una tía duquesa) y especial lectora de Alejandro Dumas y Honoré de Balzac, vivió un matrimonio de apenas cuatro años, tuvo dos hijos, Begoña y Domingo, y se convirtió en el referente indiscutido de la novela rosa. “Desde los 17 años fui independiente, libertaria sin llegar a extremos, no fui frívola, era seria y sigo siéndolo, yo creo que el dinero no es para tanto, te da poder, yo lo tenía. Comenzaron pagándome 1500 pesetas mensuales. En aquel momento el ingeniero no ganaba tanto. Mi padre era maquinista naval y no ganaba 1800. Aunque mi padre no conoció mi éxito como escritora. Cuando él murió yo empecé a publicar. Lo más importante que conseguí fue esa independencia, esa forma de vivir en la que ya no necesitás de nadie.”
Los intelectuales han sido, cuando intentaron entender, quienes se equivocaron más con Corín Tellado. Es lógico. El error acecha cuando se afina la puntería. Corín Tellado es neta, lisa y llanamente admirable por los motivos contrarios. Su artesanía industriosa excede el cálculo interesado, egoísta, de cierto tipo de admiradores high brow porque está hecho de la materia misma de la ficción auxiliadora en sus vertientes metódicas y diarias: los chismes y la conjetura que los convierten en novela (como si novela fuera, digamos, “moneda corriente”).
Lo fue, en todo caso, para esta practicante aventajada que se describe con sorpresa como una mujer capaz de “narrar la escena más sensual y erótica que te puedas imaginar sentada en el despacho de mi hijo, con las rodillas tapadas con una manta tomando un chocolate. De hecho Julio Verne nunca salió de casa y ya ves que en sus libros ya imaginaba los cohetes, el submarino”.
Corín, la que en tiempos del destape escribió con el seudónimo Ada Miller 26 novelas eróticas de bolsillo que “eran tan fáciles de escribir... los sentimientos no aparecían por ningún lado”, Corín, a la que le gustaba decir que “eso de los sexos ... Yo creo que nos parecemos bastante. Las mujeres paren y los hombres mean contra la pared, eso es todo. Yo hago hombres estupendos, sensibles (...) Ni soy romántica ni escribo novelas románticas. Soy positiva y sensible, y escribo novelas de sentimientos, que no es lo mismo”. Corín, la “gran dama de la novela romántica”, la que aseguraba que de no haber sido escritora hubiera sido “una periodista intrépida; de las que van a Bosnia”, Corín la que en 1999 le ofreció una novela suya inédita a un sitio de Internet para que la publicara. Era Milagro en el camino, una novela ambientada en Kosovo donde una familia kosovar formada por un matrimonio y sus dos hijos escoltados por su mascota iniciaban la huida de Kosovo con un destino claro: España. Corín, Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo (honor español más que significativo) escribió tantas novelas como posibles combinaciones se le ocurrieron –como si hubiera sido una integrante más del taller Oulipo–: Busco marido, No me caso contigo, Casémonos, No podía casarme con él, No sé si se casará conmigo, Necesito casarme, Me obligaron a casarme contigo, Me casé con mi empleado, Me casé con un desconocido.
La prepotencia de cantidad es siempre un buen recurso para descartar méritos novelescos. Los cierto es que –como Dickens, como Balzac, como Trollope– Corín Tellado escribió de más. Ahora bien, esa demasía no es otra cosa que el fulgor en ejercicio de despilfarro. En estos casos no son los argumentos ni las mañas, repetidos, calcados, los que disminuyen los efectos, sino los que los amplifican. En Corín Tellado, la dicotomía angustiosa entre la escritora feraz y la señora española de hábitos y escrúpulos civiles hacendosamente cultivados es un proyecto final de adecuación entre el Dr. Jekyll y Mr. Hyde: la desproporción como ajuste de cuentas; después, como norma.
Hay algo delicioso que permuta cualquier cosa que se deje decir por algo que empieza a ocurrir en la ficción. Eso es lo que la autora reconoce como nadie. El perfil agudo del acontecimiento por el cual una sonrisa ensoñada se convierte en una provocación de adulterio, un gusto poco compartido en un vicio de dos, una pantalla en una máscara, una joven doncella de ademanes furtivos en un grumete. Y todo dentro de un sistema que funciona con mozartiana armonía.
El desafío que Corín Tellado acaso nunca se impuso es convertir ese fluir de la inconstancia en un apretado conventillo de anécdotas, aconteceres, hechos ficcionales que derrotan las previsiones fatalmente crasas y domésticas de los lectores. Los lectores, las lectoras, somos siempre atrevidos y perezosos. Corín Tellado encontró el tejido que puede deslizar esa conducta adjetival a un paraíso de escenas susceptibles de ser combinadas.
No ahora ni nunca sino siempre y cuando ella decida escribir la escena que se imagina, una puede dar por cierto que se ha cubierto las rodillas y que está en el escritorio de su hijo Domingo. Todo lo demás puede dejar de ser real. A fin de cuentas, el sentimentalismo es esa actitud que descompone la ironía –siempre explícita y subrayada– para permitir otra música de cámara. El corazón de piedra que exigía Oscar Wilde para no morirse de risa de las desventuras de Nell, la protagonista dickensiana, puede trasplantarse al cuerpo de esta española entera pero marchita, prolija en el sentido más casquivano del castellano ajeno, que decide darle la bienvenida con natural antipatía por esas veleidades intelectuales de los primeros engaños.
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