Viernes, 22 de mayo de 2009 | Hoy
CRóNICAS
Por Juana Menna
Pegado sobre los espejos del vestuario, el cartel dice: “Reglamento: es obligatorio por higiene el uso de gorro y antiparras; no se autoriza el ingreso con maquillaje; revisación médica obligatoria cada 15 días. Muchas gracias”. En una pileta climatizada, los rasgos de cada persona se desdibujan en nombre de la salud colectiva: el pelo, escondido bajo gorros adherentes, y los ojos, protegidos por antiparras con bordes de goma que crean unas prótesis saltonas, extraterrestres. Las mallas distinguen varones y mujeres, pero todos/as parecen selenitas que aterrizan en el agua por un amor común: el nado.
Afuera puede hacer frío o calor, pero adentro la temperatura se mantiene siempre en unos 20 grados. Al igual que en los vestuarios. Mirarse en los espejos que hay en estos lugares es un modo de corroborar que no se ha cambiado del todo más allá del atuendo y que se volverá a ser uno/a mismo/a luego de la zambullida. Quizás por eso los miembros de la comisión directiva mandan a pegar papeles con reglamentos justo allí donde saben que la mirada se detendrá en un momento u otro.
En los vestuarios femeninos se mezclan mujeres de todas las edades que reproducen sin saberlo, como en un cuadro de Gustav Klimt, las etapas de la vida. Al ponerse o sacarse la malla, algunas se desnudan con libertad. Otras van cubriendo púdicamente su cuerpo con toallas que en general terminan cayendo porque no hay manera de sacarse la ropa sin dejar al descubierto un trozo de piel. Así desnudan rastros que en otras circunstancias reservan para la intimidad. Es decir, las estrías o las várices, el pliegue en el vientre que dejó un parto, el vello púbico depilado o convertido en ráfaga oscura, las bombachas enormes que llegan hasta la cintura para ceñir las redondeces de la panza, las bombachitas triangulares, los senos apenas sugeridos de las púberes, los gloriosos de las mujeres más grandes, los que se encorsetan en corpiños armados para que no cedan al paso del tiempo.
La zona de duchas no es muy excitante, unas cuantas cortinas de plástico, vapor, agua que corre, y espuma que huele a jabón, a champú, a crema de enjuague. Porque luego de nadar, cada una toma una ducha para volver a su vida. Pero en el vestuario de mujeres –muy diferente al de varones, con sus mingitorios empotrados a la pared y un aire perpetuo de estudiantina–, es donde hay más espejos. Enormes y mudos, difícil resistirse a su encanto glacial. Algunas creen demasiado en lo que ven, y otras aprendieron un secreto: los espejos no siempre dicen la verdad, tienen dobleces, como el doble fondo de las galeras de los magos. Es cuestión, entonces, de mirarlos con un gesto de desafío y no creerles del todo. Si hay algo que no toleran, es que alguien los interpele, poniendo en tela de juicio su verdad. Es entonces cuando los espejos se opacan. Si de paso reflejan la imagen de muchas mujeres en un lugar común, además se ruborizan.
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