Viernes, 24 de julio de 2009 | Hoy
CRONICAS
Por Juana Menna
Geraldine alisó su melena larga. Milena se aclaró la voz y apretó el sobre que llevaba bajo el brazo. Las hermanas, de 13 y 18 años, tocaron timbre. Nadie atendía la puerta de esa mansión silenciosa en Hayvenhurst Avenue. Así que intentaron otra vez, hasta que se asomó un guardia. En perfecto inglés, Milena saludó y explicó: “Venimos a ver a Michael Jackson porque queremos ser sus amigas. Además hemos dibujado retratos suyos y se los traemos”. Geraldine asintió con gesto grave. Debía quedar claro que ellas no eran unas fanatiquitas del montón sino dos damas argentinas llegadas a Los Angeles con una misión de peso: ofrecer su amistad al chico del que se habían enamorado en 1981, hacía cinco años, al ver un poster suyo en una disquería de Río de Janeiro. Claro que él se había convertido en una megaestrella. Pero no importaba demasiado. Michael era, sobre todo, un chico bueno y hermoso. Por eso, y no por su fama mundial, ellas estaban ahí.
“Michael salió –respondió el guardia–. Si quieren, pueden dejar los dibujos y se los entrego.” Geraldine y Milena dijeron: “No, thanks”, y se fueron caminando bajo el sol veraniego de Los Angeles. Tenían que volver rápido al shopping donde las esperaban papá y mamá, confiados en que las chicas habían pasado la tarde mirando vidrieras y niños rubios. El tema “Michael” era conflictivo. “Me tienen harto con ese negro”, había vociferado el padre unos días antes, cuando ellas deslizaron la posibilidad de que él las acompañase a la mansión Jackson. “Las traje a Los Angeles para estar de vacaciones, no para hacerles de chofer en esta locura.”
Buenos Aires, 2009
“Como te dije, descubrimos a Michael en Brasil”, cuenta Geraldine ahora, que tiene 37 años, mientras toma sorbos de su café Starbucks. “Unos meses después compramos Thriller en Nueva York.” Es que la madre de las chicas, Gabriella, era diseñadora de modas y viajaba por el mundo. “Se arriesgó a abrir un local de ropa en Alvear al 1400, en Recoleta, en plenos ‘60, donde ahí sólo había antigüedades”, enfatiza Geraldine. Ella heredó la vocación y el local maternos cuando Gabriella murió.
Cada vez que podían, las chicas se enganchaban en los viajes, en especial a Estados Unidos, sólo para comprarse posters, revistas y libros de su amigo virtual. Era una época donde la virtualidad pasaba por mirar imágenes 3D del making of del video “Thriller” en el visor View Master. “Entendimos a Michael desde el principio. Nosotras y Brooke Shields, que igual rompió su noviazgo agobiada por la fama propia y ajena. El era un pibe demasiado tierno que aprendió a desconfiar de la gente: no podía saber si se le acercaban sólo por interés. Era amigo de los animales y de los niños por eso, por transparencia.”
“No me mires así –sigue Geraldine–. El verso de los acosos infantiles no tiene sustento. Tampoco es cierto que su padre haya abusado sexualmente de él. En inglés, ‘abuse’ tiene muchos significados y aquí tradujeron cualquier cosa. Papá Joseph era una bestia que le exprimía el talento, pero no otra cosa. ¿Sabés cuál es la verdad sobre su piel? Que tenía vitiligo y una maquilladora espantosa. Además, Joseph le decía que su piel era fea y él lo creyó. Se acomplejó mucho, pero nunca quiso ser blanco.”
La semana de vacaciones en Los Angeles, en el ‘86, se transformó en la excusa para llegar a Michael. Si él no atendía, había que buscar a sus amigos. Lionel Richie, por ejemplo, con quien Jackson había escrito “We are the World”. “A mi papá le dio culpa habernos tratado mal. Así que lo convencimos para que nos lleve a casa de Lionel. Lo esperamos hasta que salió en su Porsche. Le explicamos que queríamos darle nuestros dibujos a Michael y se decepcionó un poco, porque pensó que eran para él. Igual, nos dijo que nos podía llevar a lo de Michael.”
Pero la institución familiar se opuso una vez más. “Mi viejo nos prohibió irnos con Lionel. Así que no le hablamos durante meses”, resume Geraldine. Con un padre que había hecho total quite de colaboración, la única esperanza era mamá. Por esos días, el diario LA Times publicó el fallecimiento de Vincente Minnelli. Liza, su hija, y Michael eran amigos. Ir al funeral de papá Minnelli se convirtió en un excelente plan.
“Mamá se puso su mejor vestido negro y nosotras hicimos lo mismo. Nos presentamos en el Forest Lawn Memorial Park con cara de congoja y pudimos pasar porque parecíamos perfectas parientas de luto”, sigue Geraldine. Ahí estaba Michael, con sombrero negro, junto a Liza. Geraldine sacó su cámara pocket y comenzó a disparar. Nadie la detuvo, aunque él la miró con un atisbo de sorpresa, de lejos. Pero, a fin de cuentas, ¿quién podía decirle algo a una encantadora adolescente de ojos húmedos, aunque sacase fotos con descaro?
El día que murió Michael, Geraldine lloró de veras. También su hermana, que vive en Los Angeles, en la casa contigua a la mansión de Hayvenhurst Avenue donde fueron de chicas y donde quedó la familia Jackson con los tres huerfanitos del ídolo pop. Milena escribió una larga carta de despedida en una sábana de dos plazas, que colgó en la puerta y que incluso se vio en MTV.
Geraldine hizo un homenaje más modesto. Llenó la vidriera de su local en Recoleta, el que abrió su madre, con los objetos que ha ido atesorando en todos estos años. Allí está la revista Time que se llevó escondida a casa bajo la camisa de su colegio, el St. Catherine’s School, con un Michael pintado por Andy Warhol. También, un poster de Jacko con una remera del Milan y un guante que usó cuando actuó en River en el ‘93, salpicado con cristales Swarovski. Y el premio que ella obtuvo en la tele, en Música total, al responder correctamente todas las preguntas sobre ya-saben-quién.
“Aún no acepté su muerte –suspira Geraldine mientras termina su larguísimo Starbucks–. No he vuelto a escucharlo, ni a hacer el pasito de ‘Billie Jean’. Es raro, pero nunca llegué a hablar con Michael, ni a darle los dibujos que hicimos con mi hermana. Dondequiera que esté, espero que sepa cuánto lo hemos amado.”
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