Vie 06.11.2009
las12

CRóNICAS

Ríos de tinta

› Por Juana Menna

La piel se hincha, sí. Es incómodo durante algunas horas, claro. Hay que aplicar crema para que los colores se asienten, también. ¿Y qué? Es como burlarse del dolor. Eso es lo que sintió Romina cada una de las siete veces que se tatuó. La primera fue a los 15, cuando dejó su Necochea natal y se mudó, sola, a Tandil porque ahí había un conservatorio de danza. Eligió un sol sobre el brazo derecho. El artista no fue un profesional sino un amigo de un amigo de un amigo. El resultado estuvo bien. Pero el pibe se entusiasmó y le propuso una lengua de los Rolling Stones en el otro brazo. Dos tatuajes al precio de uno, eso dijo él. “Eso de vender tatoos como cajitas tupperware sí que fue horrible. Y bueno, me quedó mal y lo tapé con una guía de flores pero el manchón negro sigue acá”, señala Romina.

El deseo de ser bailarina fue lo que trajo a esta chica de 27 años a Buenos Aires. Mientras tanto, tuvo que buscar trabajo. Para entonces, la espalda había sumado un hada tenebrosa con alas de murciélago. Y en los brazos, un elefante y un dragón. “Tener un tatuaje es maravilloso o un bajón, sin matices. Es decir, ahora hasta la más tarada tiene un delfín chiquito en la ingle. Pero andar tatuada y que se note es otra cosa. Es asumir una actitud frontal, casi provocativa, que a mucha gente le choca”, cuenta. Cubrirlos es peor. Por eso, después de presentarse en un par de ofertas laborales con poleras en pleno verano, ella dejó de ocultar los dibujos. La mayoría de los empleadores, sin embargo, no reparó demasiado en eso. Sí hicieron chistes baratos sobre sus ojos verdes. Y sobre la generosidad de su escote, metido en corpiños talle 100.

No hay caso. Romina no es capaz de dar una razón específica para decir ‘Uy, ahora me tatúo’. “Al tiempo, por ahí te das cuenta de que no es lo mismo esto que ponerte esos adhesivos que venían con los chicles Bazooka cuando yo era chica, esos que frotabas en la lengua y después te pegabas. Pero bueno, un día tenés ganas, disponés de por lo menos 100 pesos y te metés en la Bond Street”, dice. Pero ella nunca fue a la Bond Street tampoco. Se hizo tatuar con gente recomendada por sus conocidos que trabajan en sus casas. “Lleva tiempo elegir el motivo y los colores. Es como ir del peluquero con una revista y decir ‘cortame y teñime así’. El peluquero va a adecuar el estilo de la modelo al tuyo. Esto es igual”, compara.

Nunca se tatuaría las piernas (no le gusta) ni el pubis ni las manos (muchos tatuadores prefieren no trabajar en esas zonas sensibles). Su último tatuaje fue otro elefante sobre la nuca. Porque sí, insiste, porque sí. Bah, se lo hizo el hermano de quien entonces era su novio, un cuarentón que conoció en su clase de flamenco. Fue un sábado de calor agobiante en febrero pasado. Una tarde que Romina recuerda de modo vago pero intenso donde los tres –ella, su novio y el tatuador– se dedicaron desde temprano a cocinar y beber. El tatuaje, dice, es la evidencia de un placer que, de otro modo, quizás hubiera olvidado. Por la noche se fueron hasta Avenida de Mayo a ver un recital de Enrique Morente y la banda de Lagartija Nick, dos flamenqueros granadinos.

De ese amor sólo queda una discusión en la mesa de un bar, donde Romina arrojó un billete de cinco pesos sobre la cara del novio “bailaor” mientras le decía “Andá a comprarte agallas al kiosco”. “El la abandonó de todos modos. Romina está pensando en esconder el elefante bajo el tatuaje de una selva tupida, que le cubra la parte de la espalda que no ocupa el hada tenebrosa. Durante el recital del verano Lagartija Nick dijo: “El flamenco tiene la voz y la sangre. Nosotros, el ruido”. El ruido, claro. A veces Romina reconoce que sólo se lo puede callar con más tinta sobre la piel.

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