Viernes, 13 de noviembre de 2009 | Hoy
A 21 años de la muerte de la gran pintora argentina Raquel Forner, la exposición Ni ver Ni oír Ni hablar, que hasta el 30 de noviembre se puede visitar en la galería Jacques Martínez, recupera no sólo gran parte de su obra, sino su simbología. La búsqueda del sentido humanista aun cuando ésta implique librarse de los sentidos, tan engañosos a veces.
Por Dolores Curia
Una vez Raquel Forner (1902-1988) vociferó algo así: que si pudiera describir con palabras todas esas ideas que deseaba transmitir al desplegar pintura sobre tela, se hubiese dedicado a las letras. Una suerte que no haya querido ni haya sabido explicarse a sí misma, de lo contrario, habría negado una obra plástica tan contundente y personal que no tiene nada que envidiarle a un Berni, un Xul Solar, o a un Pettoruti –excepto su visibilidad y reconocimiento actuales–. Ni ver Ni oír Ni hablar es la muestra que expone por estos días, en la galería Jacques Martínez una selección de sus obras para homenajear a esta mujer-hito del arte argentino, a veintiún años de su muerte.
Raquel Forner descubrió la vocación que abrazaría por el resto de su vida a la más tierna edad. La pubertad la sorprende en España realizado un viaje en compañía de su padre y hermana para visitar a miembros de la familia oriundos de la zona, y es en tierras ibéricas que toma la decisión de dedicarse, de allí en adelante, a las artes plásticas. Se recibe de profesora de dibujo en 1922 en la Academia Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires, acto seguido, rumbea nuevamente para el Viejo Continente: pero esta vez, el destino es París. Allí conoce a Othon Friesz en la Academia Escandinava, quien se convertirá en su gurú artístico durante tres años que imprimen en su vida una etapa fundante para su formación plástica y personal.
La pintora y escultora supo cosechar un currículum kilométrico: entre tantos otros honores recibió la Medalla de Oro en la Exposición Internacional de París (1936), el Primer Premio Nacional de Pintura en el XXXII Salón Nacional de Bellas Artes (1942), el Gran Premio de Honor en el XLV Salón Nacional de Bellas Artes (1956), fue elegida personalidad del año 1972 por el Ateneo Rotario de Buenos Aires y realizó incontables exposiciones personales y grupales alrededor del globo.
Rehuía del calificativo de “pintora” –que en esa época tenía más que ver con el target del ama de casa abocada a la pintura decorativa y los arreglos florales que con el suyo– para ponerse a la par de cualquier “pintor”. Abogaba por la renovación del discurso artístico en la Argentina (rehén de la formación académica anacrónica y naturalista), reivindicando los aportes de la Europa vanguardista. Con el fin de crispar los nervios de los círculos académicos y conservadores que por esa época llevaban las riendas de la educación formal fundó, junto a su compañero, el escultor Alfredo Bigatti, los Cursos Libres de Arte Plástico en 1932.
Cultivó el interés por todos los ismos (se paseó desde el realismo, hasta el expresionismo, y hasta tuvo un romance fugaz con el surrealismo). Tanto, que se la puede considerar como una de las impulsoras del modernismo en pintura por estos lares, durante las efervescentes décadas del 20 y del 30. Prueba de ello fue su participación en el Grupo de Florida –todos, vinculados a la célebre revista Martín Fierro, fundada en febrero de 1924, se reunían en el famoso bar de Florida y Tucumán, de ahí el nombre–. En esa época compartió inquietudes con Oliverio Girondo, José Luis y Norah Borges, Lino Enea Spilimbergo, Raúl González Tuñón, Juan Del Prete, Leopoldo Marechal, Antonio Berni y otras figuras de igual talante de las artes y las letras. Girondo codirigió la publicación durante largo trecho y lanzó un manifiesto irrespetuoso y digno de su pluma donde clamaba los objetivos de la agrupación: “Frente a la impermeabilidad hipopotámica del honorable público. Frente a la funeraria solemnidad del historiador y del catedrático que momifica cuanto toca, Martín Fierro sabe que todo es nuevo bajo el sol, si todo se mira con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contemporáneo”.
La polémica es vox pópuli: el Grupo de Florida –preocupado por la experimentación vanguardista y las novedades estéticas– sacaba chispas con su archienemigo, el Grupo de Boedo –paladín de la literatura popular y el compromiso político–. Menos sabido es, sin embargo, que partidarios de ambos grupos saltaban de un bando al otro sin tantos miramientos. Muchos aseguran haber escuchado al mismísimo Borges confesar, entre risas, que el supuesto antagonismo no era más que un chascarrillo. La carga política y testimonial de las pinturas de la Forner es otra prueba más que pone en dudas el –por lo menos– inconsistente antagonismo.
Esta muestra, que ha trocado la (típica) organización cronológica por otra más osada, intenta echar luz sobre la profunda simbología de sus obras. El criterio curatorial fue prestar atención a los signos en los que la artista insistió durante 50 años (la muestra lanza una mirada retrospectiva sobre su obra que comienza en los años ’30 y termina con los últimos trabajos, que Forner realizó en los ’80). No es usual que críticos, teóricos y curadores centren su interés en elementos del contenido temático cuando se trata de abordar la obra de artistas de su talla. Las divas de los criterios curatoriales, la mayoría de las veces, son las cuestiones formales, la evolución de un estilo personal, etc. Pero el de Ni ver Ni oír Ni hablar es un planteo diferente: la galería Jacques Martínez y la Fundación Forner-Bigatti, que curaron en conjunto la exposición, se propusieron prestar especial atención a una serie de signos con los que Forner persistió durante toda su vida. Por eso subrayan un rasgo recurrente: la negación de los sentidos, la prohibición del ver, del hablar, y del oír que aparecen como metáforas más o menos explícitas en muchos de sus cuadros y que hacen pensar en el mito de los tres monos sabios. Sobre este tema amplía Sergio Domínguez Neira en el catálogo: “Tal asociación cobra verdadero sentido al profundizar en las diversas interpretaciones que el mito de esos tres monos ha despertado a lo largo de los tiempos. Según la leyenda, su sabiduría radica en ‘negarse a escuchar, a ver y validar, y negarse a decir maldades’. Pero también en nuestra cotidianidad la resistencia para oír, ver y hablar se asocian con la negación o la impotencia”.
Forner dice haberse convertido en pin-to-ra con todas las letras, recién a partir de la década del 30: “Yo comencé a pintar realmente cuando estalló la guerra en España. La tragedia material y espiritual comenzó en España para desparramarse luego por el mundo”, le confesó al crítico Córdova Iturburu, en 1944. Conmovida por las sanguinarias consecuencias de la Guerra Civil engendró obras donde saltan a la vista los símbolos en cuestión, como Presagio (1931) –donde tres mujeres se cubren respectivamente boca, ojos y oídos–, o La victoria (1939) –un título bastante irónico para el mix de fusilamientos, horcas y mutilaciones que presenta–, etc.
La metáfora continúa colándose a lo largo de las décadas. En etapas más ligadas al expresionismo, los gestos reaparecen. Forner se concentra en los temas en boga que por ese entonces ocupaban la atención de los hombres: la conquista del espacio. De esta época son obras como Astronautas con terráqueos televisados (1972) o Etapas espacio temporales (1978). En Todos somos testigos (1969) pone sobre el tapete las cuatro razas humanas (representadas por cuatro colores: amarillo, negro, blanco y rojo). Forner insiste, testaruda, con la temática de los sentidos vedados; todos los hombres representados en el tríptico –tonalidades aparte– se reducen a dos tipos: los que permanecen con los ojos abiertos, que parecen estar más conectados con aquello que los rodea, y aquellos que cierran los ojos porque no pueden/quieren ver a su alrededor.
Forner fue siempre bastante reacia a enrolarse en una línea partidaria. Quizás le siente mejor el rótulo de humanista. Sus cuadros son mapa del dolor y sus personajes corporizan seres monstruosos y alienados, testigos y hacedores –a la vez– de las bajezas de nuestra especie. En su obra alzó la voz, a lo largo de cinco décadas, para denunciar los conflictos bélicos –la Guerra Civil Española, la Gran Guerra, etc.– y todos los males que estos traen aparejados –la aniquilación del hombre por el hombre, las pestes, el hambre–. Selló sobre la tela sus impresiones y su indignación frente al espíritu autodestructivo de la humanidad y sus miserias. Mientras esa misma humanidad, claro, hacía oídos sordos.
Ni ver Ni oír Ni hablar de Raquel Forner podrá verse hasta el 30 de noviembre en la galería Jacques Martínez (Avenida de Mayo 1130, 4to G). Más información en www.galeriajacquesmartinez.com
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