ARTE
La prestigiosa y controvertida crítica e historiadora de arte Claire Bishop analiza los mecanismos de una tendencia que crece al menos en los países más avanzados: el arte socialmente comprometido. ¿Una vía estética para incluir a las minorías o un modo cínico de dejar las cosas como están?
› Por Dolores Curia
Hace tiempo ya que es un hecho el affaire que lleva casi dos décadas entre el arte contemporáneo y la “acción directa”: esas intervenciones en la esfera pública donde el espectador permuta su histórico rol de consumidor pasivo por uno bastante más feliz, el de coautor de la obra. Hasta acá, nada nuevo bajo el sol para todo aquel que haya transitado u oído hablar de los happenings en los ’60 y ’70. Sin embargo, últimamente los proyectos de corte “comprometido” se han venido reproduciendo a la velocidad de la luz a nivel global y hoy concentran su atención en los problemas sociales para hacer aportes directos a la colectividad. Son el último grito de la moda en los países centrales y sus efectos, como es de esperar, se han ido desparramando por el resto del globo. Algunos de los ejemplos que han proliferado de los años ’90 a esta parte son: el calendario producido por Jens Haaning (artista dinamarqués) que contiene retratos fotográficos de refugiados en Finlandia (2002); los talleres de la artista británica Lucy Orta dirigidos a desempleados para enseñar nuevas habilidades en moda y solidaridad colectiva; la iniciativa de Jeanne Van Heewijk (la artista holandesa) para transformar un shopping en un centro cultural; la clínica flotante del colectivo Atelier Van Lieshout para realizar abortos en tierras internacionales, y la lista podría seguir hasta el hartazgo.
Claire Bishop es fresca, desenvuelta, porta un acento galés musical, alegre, y tiene bastante para decir sobre el arte contemporáneo, su relación con los espectadores, con el compromiso social y consigo misma. Vive y trabaja en Londres. Ha enseñado en la Universidad de Essex y en el Tate Modern. Actualmente, es docente del departamento de curaduría del Royal College of Art y de la Universidad de Nueva York. Parece mentira que, estando recién en sus treinta, ya esté dando de que hablar (y mucho) en los círculos académicos del arte de las grandes capitales del mundo. Historiadora, crítica y docente de la Universidad de Warwick, viene marcando a fuego las discusiones con sus controversiales opiniones.
–Si la alternativa al arte comprometido son los trabajos clásicos y conservadores (pinturas y esculturas) expuestos en las galerías tradicionales, entonces prefiero el arte comprometido. Siempre son preferibles las obras experimentales y con intenciones de intervenir en lo social. Es necesario contextualizar: en Europa, los proyectos de arte comprometido o participativo son una de las disciplinas más privilegiadas por el gobierno. Estos figuran entre las prioridades de la agenda política en materia de inclusión, para que todos “formen parte del sistema”. Pero esto es engañoso: es, en realidad, una forma de evitar hablar sobre clases sociales y pobreza estructural. Porque si hablamos de los “excluidos”, parece un simple problema que se soluciona “incluyendo” a la gente. No estamos pensando estructuralmente sobre aquellos elementos constitutivos de la sociedad que generan desigualdad. Es como reetiquetar la pobreza. Para los gobiernos europeos (sobre todo Gran Bretaña, Holanda y Francia) el arte participativo es una ingeniería social barata. Crea la impresión de que todos están participando, haciendo talleres de trabajo, ciclos de cine, cocina comunitaria. Creo que esto aporta, innegablemente, algo a una comunidad, pero también creo que es criticable porque es homeopático, ignora las cuestiones estructurales y es una forma temporaria de distracción de los problemas reales. Esto también es una diferencia entre los ’60 y la actualidad. Ahora los artistas quieren que su arte sea cada vez más funcional, que tenga un propósito, ya no alcanza con la simple metáfora. Quieren alcanzar metas sociales concretas. Esto es muy tentador, por un lado, pero también es muy idealista.
–Y, sí, es muy difícil distinguirlo de las actividades de las ONG. Entonces, ¿cuáles son las aptitudes específicas de este tipo de proyectos que los hacen interesantes artísticamente? Para mí, un buen proyecto socialmente comprometido debería operar en ambos niveles y no siempre sucede.
–Sí, en el sentido de la mercantilización del arte que se intensifica en ese período y continúa hasta ahora. Hoy, para conseguir financiamiento público, hay que decir exactamente cuánta gente negra asistirá a la exhibición, cuántos discapacitados, cuántos homosexuales... parece mentira, pero es así. Se debe pasar esa información al gobierno. Esa forma estadística de pensar el arte tiene la misma lógica que el marketing, ¡igual que vender pasta de dientes! Este es el contexto que me permite criticar este tipo de trabajos. La situación es claramente distinta acá, en Argentina, donde no es posible destinar esas cantidades de dinero al arte...
–Hay una conexión entre el surgimiento de Internet y de estas prácticas participativas. Aunque no es la única causa del surgimiento del arte participativo en los últimos 10 o 15 años. Creo que hay una nostalgia por formas más colectivas de vida, especialmente luego de la caída del URSS, que representó la última alternativa al capitalismo.
–¡Eso es caer en la trampa funcional! El arte es un espacio para crear imágenes e ideas. Puede ser útil pero debe tener un valor estético. Sería muy bueno que el arte pudiera hacer algo por el mundo. Pero me resisto a la idea de que deba hacer cosas, ser funcional. El pensar, reflexionar, imaginar, eso es el hacer del arte. Aunque no devenga necesariamente en una movilización social concreta, en construir hospitales o cambiar el sistema educativo...
–Parece haber una falta de fe en que los sistemas de pensamiento y métodos visuales del arte puedan lograr los objetivos que buscan los artistas. Esta es la causa de la cantidad de trabajos interdisciplinarios que existen: artistas haciendo cosas con geografía, urbanismo. El arte es una zona privilegiada en la que podemos operar, podemos obtener financiamiento sin ser tan rentables y responsables, podemos experimentar. Esto también tiene que ver con la imagen del artista en la sociedad... El mes pasado The Yes Men recibieron un premio en NY. Ellos son un grupo activista intervencionista, pero que no se presentan como artistas. Es muy curioso lo que hacen: intervenciones en conferencias de negocios, en los noticieros, etc. Se sobreidentifican con el capitalismo global en su peor forma, dicen las cosas más escandalosas, y los empresarios les creen. Por ejemplo, en conferencias hacen presentaciones sobre cómo ganar más dinero matando gente. Su presentación más famosa fue luego del Bhopal, el desastre industrial de la India, donde miles de personas murieron. Aparecieron en las noticias de la BBC pretendiendo representar a la compañía química e hicieron una disculpa pública diciendo que iban a compensar a todos. Y, por supuesto, las acciones de la compañía se desplomaron, todos en Bhopal estaban demasiado entusiasmados y luego todo fue revelado. Sin embargo, la compañía no los demandó porque hubiera sido peor para su imagen. Mi punto es que The Yes Men insisten en que son activistas y no artistas. Cuando les pregunté sobre esto me dijeron que es porque los artistas tienen una imagen en Estados Unidos que no es seria. La imagen del artista era importante en el siglo XIX, haciendo surgir identidades nacionales, y ahora, nada, pueden ser un buen producto para vender, nada más. Quizá en algunos países de Europa del Este, que surgieron luego de la caída de la URSS, los artistas tienen ese rol de nuevo de formación de identidades nacionales. Pero en el resto del mundo se ve como una actividad poco seria con muy poco peso político y social.
–En general, en los ’60, se daba una gran insistencia en la presencia humana (se buscaba crear una interacción real, física, entre el artista y el público). La inmediatez y la presencia estaban ligadas directamente a la idea de un proyecto político, iban en contra de la mediación, los medios de comunicación masiva, el consumo de imágenes. En la mayoría de los países del hemisferio norte occidental la inmediatez era realmente importante pero en Argentina esto no era exactamente así. Por eso estoy acá, vine a investigar qué pasaba en esa época. Además, Argentina siempre fue una excepción en el sentido de oponerse al espectáculo mediático de estas prácticas. Se entendía a las intervenciones artísticas como una forma de activar al espectador con la esperanza de que ésta opere en él conduciéndolo a una activación política que, a la larga, repercutiera en la vida social. En contraste con esto, creo que hoy en día se ha perdido esa insistencia en la presencia (de un artista en interacción directa con el público). Los artistas se están volcando más al uso del video, la fotografía, contratando a otra gente para que realice la performance, etc. Entonces habría que preguntarse cómo estos nuevos modos de producción pueden orientar la acción hacia un efecto político. En general, la impresión que tengo cuando hablo con artistas es que esa intención no ha cambiado, se mantiene, pero va tomando otras formas. La activación del espectador sigue siendo una preocupación.
–Sí. Y me encuentro con muchas diferencias. Por ejemplo, en Gran Bretaña, hay una importante campaña desde la década del ’90 para popularizar a los museos. Ahora Tate Modern recibe algo así como 4 millones de visitantes por año, pero yo vengo a los museos aquí y están vacíos. Hay países que intentan hacer a los museos más accesibles. Esto es positivo, por un lado, y negativo, por otro. Una de las estrategias que adoptó Tate Modern es dar muchísima información, esto es didáctico, pero también un poco reductor, simplificando la obra en un párrafo explicativo. Alguien una vez me llamó “elitista masiva” porque me gustan las audiencias masivas pero también me gusta la calidad. Lo que acompaña a esta popularización de los museos es también una comercialización, añadiendo tiendas, restaurantes, cafés, toda una infraestructura comercial. No se puede separar la popularización de la comercialización. En Argentina es diferente porque no hay una gran discusión sobre arte en los diarios, ni un desarrollo de la crítica, por ejemplo, y hay muy pocas sedes para el arte contemporáneo. Las que hay son galerías comerciales están alrededor de bancos o asociadas con grandes empresas. Hay muy pocos espacios para el arte independiente...
–En cuanto al elitismo, creo que el arte contemporáneo es tan especializado como cualquier otro campo de investigación, yo no puedo entrar en una clase avanzada de matemática o biología y comprender. Por otro lado, el arte, en la historia, siempre ha sido implícitamente universal, abierto a todo aquel que quiera acceder. Creo que ésa es una tradición a la que vale la pena aferrarse. La forma de alcanzar ese punto medio es mediante una prensa interesada, instituciones que incentiven al público a acercarse, etc. Es muy importante no reducir la complejidad del arte contemporáneo. El resto de la cultura visual en la que estamos sumergidos es extremadamente comercial, reduccionista, utilitario. Uno de los valores del arte contemporáneo es proveer un uso complejo de las imágenes y también formas alternativas de pensamiento, como el visual. Esa complejidad no necesariamente implica que siempre sea elitista.
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