Jue 31.12.2009
las12

RESCATES

La roja española

Isidora Dolores Ibárruri, La Pasionaria (1895-1989), surgió de lo más hondo de la tierra minera, aprendió a leer en los panfletos revolucionarios y levantó conciencias con su voz y sus palabras hechas de trueno.

› Por Aurora Venturini

Aprendió a leer y escribir sin escolaridad mientras distribuía y echaba al aire los panfletos de una izquierda que caían como rayos en una España ingrata. Primero es Isidora por Registro Civil; después será Dolores por bautismo católico. Isidora Dolores Ibárruri, vizcaína de Gallarta, es el producto del matrimonio formado por la castellana Juliana Gómez y el vasco Antonio Ibárruri, fieles devotos que cumplen con el precepto “creced y multiplicáos” resultando de tal obediencia unas hambrientas crías: once hijos de los cuales sobrevivirán siete, entre ellos, Isidora Dolores. Las minas de minerales les roen las ánimas con dentadas nieblas insalubres que, por tupidas, alimentan su misticismo de salvar al prójimo. Ver el cielo sería un lujo que no pueden darse. Perder un bloque de piedra significaría un día sin pan. Juliana, antes de casarse con Antonio fue obrera del mineral, trabajo que suplantó después por el de ama de casa y madraza de su pléyade increíble, una maternidad subterránea apenas a la orilla de una aceptable superficie. Así, en lo más bajo de la Tierra esta familia respira hulla y humo. Isidora Dolores suspira por estudiar en la escuela primaria, en la secundaria, recibirse de maestra. Haría falta un milagro que no llega. Si fuera hija única, tal vez, acaso. El papá, vasco y directo en sus expresiones, dice observando la cantidad de hijos: “Si no alcanza para todos no alcanza para ninguno”. Al desnivel de la superficie habrá que sumar entonces el del analfabetismo. El papá, en cierto modo, acepta una fatalidad; un abuelo murió aplastado por un bloque de piedra... destino de mineros. No obstante, don Antonio es carlista y asiste a las asambleas, ahora acompañado por su niña Isidora Dolores que siente ser pensante y más rebelde que él. La niña aprende a leer y escribir mirando de soslayo los panfletos. Las palabras vibran, son duendes que la impulsan a una guerrilla audaz. La adolescente aún se detiene ante la Cruz de ese hombre joven que se ofreció cual prenda a la ferocidad de la injusticia y que murió por ella también en su pasión. Resuelve que ese hombre joven atado, herido, coronado de espinas es su vecino espiritual, y entonces ella se sobrenombra: Pasionaria. La Pasionaria será contestataria y discursiva y va ganando adherentes, oyentes y creyentes. Ha rebasado a los carlistas en decir y pensar. Ha roto la horma clásica impuesta a las mujeres del siglo XIX. La mamá aterrorizada ante tal bizarría la ha llevado a la iglesia de Deuste para que el cura la exorcice: “Hay que quitarle los diablos a la Dolores”. Pero el pasaje dentro de la capilla campestre alimenta su misticismo de salvar al prójimo, alimentarlo, vestirlo. En esos días fallece la abuela doña Pía, y el triste suceso sume a la familia en duelo manifestado en los lutos. La Pasionaria, desde entonces, tomará para ella ese color: “Porque una mujer pobre de la clase modesta como yo al vestirse de negro puede hacerlo con elegancia; además los lutos me tocaron desde pequeña y empalmados unos sobre otros”.

El luto siguió con su propia prole. Nuestra protagonista, siendo muy joven, se casó con Julián Ruiz Gaviña, minero militante comunista, situación que inquietó a la familia. Esta pareja concibió seis hijos. Matrimonio sacudido por la muerte y por los movimientos revolucionarios, duró diecisiete años y se fracturó cuando ella fue nombrada miembro del partido comunista español. “Yo pierdo a mi mujer pero el partido gana un dirigente”, dijo el esposo. Ella continúa, es líder desde las raíces de su femineidad y, no obstante ello, rechaza al feminismo: “No soy feminista. A mí me gusta que las mujeres participen en la lucha en las mismas condiciones y con los mismos derechos que los hombres. Hacer un movimiento feminista al margen de la lucha de clases parece un poco absurdo porque dentro de la lucha por la democracia están las reivindicaciones de las mujeres”.

Fue la pasión de una España que se hundía en el horror: desde el Parlamento vociferó contra los regímenes dictatoriales y contra el franquismo y fue a parar a la cárcel varias veces. Vibró en el seno de la revolución rusa y como un ventarrón, la voz de la pasionaria agitó las conciencias, entusiasmó a cobardes y valientes. Una sola frase puesta en su boca sirve de llave para cerrar las puertas a la injusticia y a la desigualdad: “No pasarán”.

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