TENDENCIAS
de vuelta a la feria
El paisaje urbano se ha modificado últimamente: en esquinas estratégicas y frente a algunas plazas, las ferias itinerantes vuelven a abastecer a los porteños como hace varias décadas. La gente se acerca buscando precios bajos, pero además encuentra, del otro lado del mostrador de cada puesto, a alguien: es el viaje de vuelta del anonimato del “sírvase usted mismo” a la gentileza de los “buenos días, ¿cómo anda?”.
› Por Sandra Chaher
Inés Demczyk pasea su chango por los puestos. Lleva un sweater para protegerse de la fresca mañana veraniega y se detiene a charlar con los feriantes como si fuera una más. En su chango –casualmente los nuevos puestos de los feriantes se llaman también changos– además de la fruta y verdura que acaba de comprar, hay medialunas, budines, mermeladas, un termo y vasos de plástico. Inés es vecina de Almagro y va todos los jueves a la feria de Yatay y Humahuaca, pero además de abastecerse hace delivery de desayunos. Desde muy temprano, cuando los feriantes arman los puestos, les lleva café, té, o un desayuno completo. Después vuelve un par de veces, antes del cierre, a ver si quieren algo más.
El tren de Humahuaca y Yatay –se llama “tren” a cada uno de los 13 grupos de feriantes que rotan por los barrios porteños de martes a sábado– es el número 11 y fue creado a fines de septiembre del 2002. “El crecimiento de las ferias fue explosivo, sobre todo desde mediados del año pasado –señala Federico Sánchez, miembro de la Secretaría de Desarrollo Económico del Gobierno de la Ciudad–. Primero se potenciaron con la devaluación y hacia mitad de año hubo un auge en los medios de comunicación. Paralelamente nosotros continuamos con una política de reordenamiento de las ferias que había empezado hace dos años. Hasta fines del 2001 les dimos un orden a los 8 primeros trenes, que son los que existían desde los años ‘70. Y en el 2002, ante la creciente demanda, creamos cinco más, uno de productos orgánicos, que es una rara avis porque los productos son un poco más caros por el tipo de elaboración. En general, en los 12 trenes comunes se manejan precios un 30 por ciento por debajo de los supermercados y también un poco por debajo de los almacenes de barrio.”
Las ferias barriales de la ciudad fueron y volvieron, y pasaron de la calle a espacios cerrados, acompañando los procesos sociales, políticos y económicos de los últimos 30 años. “Hubo tres cambios –dice Norberto Sande, dueño de un puesto de lácteos, fiambres y pastas frescas en la feria que está los martes en la plazoleta de Brasil y Pichincha–. En la década del ‘70 estaban en la calle y no tenían este tipo de vehículos que usamos nosotros, que se llaman changos, sino puestos desarmables, e iban dos veces por semana a cada barrio. Con la dictadura fueron internadas en predios que pertenecían al gobierno de la ciudad y quedaron guardaditas hasta el ingreso de Menem como presidente. Fueron los famosos mercados municipales, que con la ola privatizadora fueron transformados en algunos casos en Centros de Abastecimiento Municipal, y después privatizados o concesionados a los mismos permisionarios que ya funcionaban ahí.”
Algunos de esos mercados todavía existen, pero muy pocos. La novedad de la fisonomía urbana es encontrarse de pronto con diez o treinta puestos de feria en una calle en la que hasta hace poco había un espacio desierto. Porque una de las estrategias del gobierno de la ciudad para que las ferias no generaran problemas con los vecinos fue designarles calles enlas que hubiera fábricas o construcciones sin circulación, y lugares abiertos como plazas. Aun así, hay zonas en las que los feriantes se enfrentan a la cólera vecinal. Aunque nadie sabe de dónde vienen las quejas, suponen que están originadas en los comercios afectados por la diferencia de precios. El tren de Norberto para los sábados en la plaza de Malabia y Nicaragua, en Palermo. Ellos venden al mismo precio que en Brasil y Pichincha, pero la diferencia que hacen los vecinos de Palermo suele ser mayor por los precios que manejan los comercios del barrio. No es casual que en ese lugar, donde además tienen que competir con dos supermercados cercanos, los vecinos ya hayan tenido que juntar firmas dos veces para que la feria no se vaya porque “alguien” presentó quejas ante el gobierno de la ciudad.
A la venta en ferias o comercios pequeños se la llama comercio de proximidad por el contacto directo entre compradores y vendedores. Y el secreto de este intercambio es el vínculo que se establece entre las partes. Después de casi diez años de acostumbramiento a la asepsia de los supermercados, no es tan fácil para la gente posar su mirada y su elección en las ferias. Sobre todo las que se instalaron este año, que todavía tienen que ganarse su lugar en los barrios. No todos los vecinos son tan optimistas y receptivos como Inés Demczyk, que dice con una sonrisa amplia: “Fue una bendición que la feria haya vuelto, por los precios y la calidad. El trato es excelente, la limpieza también, mirá lo que es esto, magnífico”.
En Brasil y Pichincha, una zona de menos recursos que Almagro, la gente camina mucho, compara precios, y si bien pueden llevarse algunos productos, prácticamente nadie hace una compra completa como haría en el súper. En este barrio además están convencidos de tener el supermercado más barato de Buenos Aires. No es una cadena sino un comercio de barrio, pero muchos se acostumbraron a comprar ahí y no es fácil competir.
Como en todas las ferias, el rubro que más gente atrae son las verdulerías, estratégicamente ubicadas en cada punta. Y los demás feriantes tienen que depositar sí o sí su confianza en ellas, “porque si las verdulerías funcionan bien, la feria seguro va a andar mejor”. En Brasil y Pichincha hay un promedio de cinco clientes permanentes en las verdulerías, pero no todos llevan la compra de la semana entera. Rosa tiene 48 años y en su familia son tres personas. Bajo un sol potente que rebota en el asfalto y obliga a cobijarse, ella arrastra por primera vez su changuito hasta la verdulería del fondo. Hasta ahora siempre había ido a la que está al comienzo y por lo tanto no conocía los changos que en el medio venden pan hecho a leña, lácteos, plantas, ropa, pescado, carnes y pollo. “Vivo a dos cuadras y vengo desde que empezó la feria. Siempre voy al supermercado, y ahí hay ofertas de verdura y fruta, entonces no siempre compro acá, voy viendo dónde están las cosas más baratas. En general de acá me llevo papa y acelga. El resto no está más barato, pero la calidad es buena. Hoy es una casualidad que hice la compra de la semana, menos los tomates, que ya sé que los consigo en los negocios a 25 centavos menos.”
El objetivo del gobierno de la ciudad es que las ferias abaraten los costos del consumo y garanticen calidad. Para eso exigen que quienes venden productos frescos dispongan de un chango con algún sistema de refrigeración y que tengan sus papeles en regla –pago de monotributo e ingresos brutos, más renovación trimestral de la habilitación–. Más allá de las resistencias que todavía genera entre los vecinos el temor a la falta de calidad, el poco acostumbramiento a las segundas marcas, y el espacio mismo de la feria –menos aséptico e higiénico que el del supermercado–, muchos se van acercando de a poco, con cautela, y otros entraron de golpe obligados por la crisis y tentados por los precios. Las ferias no vuelven a tener probablemente la misma trascendencia que antaño, ni la gente las valore en todos los barrios por igual. Pero son unaalternativa más para el consumo, que al abrir el juego no deja a los ciudadanos indefensos ante las políticas de precios y marcas de los grandes comercios.
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