Viernes, 23 de abril de 2010 | Hoy
CRONICAS > En esta segunda entrega de las aventuras de Paraná Ra’Angá, los expedicionarios, impedidos de emular a Ulrico Schmidl, fueron tentados a seguir el derrotero de Sebastián Gaboto. Este regreso a los orígenes trajo reflexiones, comentarios y digresiones para repartir y matar el tiempo. La cronista de Las12, convencida de que su bolso de dudoso gusto se hubiera convertido en amuleto de la mala suerte, se propuso desbaratar el conjuro de un barco que no zarpa nunca, registrando detalle por detalle. En la próxima entrega sabremos, tal vez, si lo logró.
Por María Moreno
El Crucero Paraguay tiene un pedigree inquietante. Reconstruido por una compañía francesa –con un exceso de revestimientos en madera y conford traducible en peso, porque si está mal contar plata ante los pobres, es preciso mostrarla ante los ricos de vacaciones–, no más ser botado, se hundió, no sé si con esa verticalidad dramática del Titanic de las postales pero sí emitiendo un glu glu que la maledicencia suele repetir entre los chismes de expedicionarios en paro. Vuelto a reconstruir, luego de un litigio entre socios, fue chocado en la noche por otro barco en un episodio lo suficientemente confuso como para no inspirar anécdotas. Hoy el Crucero Paraguay es un catálogo de maderas autóctonas, algunas de especies en extinción hasta remedar una suerte de Museo del Arbol, y que tapizan cada una las paredes de sus camarotes –14 Standard, 9 Deluxe, 3 Suites, una de ellas presidencial– bautizados con nombres de animales autóctonos (Yo estuve en Carpincho, ubicado después de Yacaré y Picaflor pero antes de Papagayo) y brillan en cada mueble amurado por la plusvalía de decenas de artesanos paraguayos.
El barco, demorado en Rosario y con él, nosotros, que no podíamos ir hacia arriba por el agua en copia tardía de Ulrico Schmidl, se nos propuso ir hacia abajo y por el barro siguiendo con la imaginación a Sebastián Gaboto: los arqueólogos Guillermo Frittegotto, Fabián Letieri y Gabriel Cocco junto a la historiadora María Eugenia Astiz habían reubicado hacía poco el fuerte de Sancti Spiritu, un poco más corrido de donde se lo había supuesto, junto al Carcarañá, y comenzaba a extraer sus tesoros: dados, abalorios, fragmentos de cerámica y de vajilla soplada en vidrio, un dedal, huesos de un enterratorio indígena posterior al asentamiento. Y en esa serie, en pleno Puerto Gaboto, estaba la cifra de una frágil convivencia entre españoles e indígenas, jugada en los objetos del ocio y arte y los de “rescate”, antes del fuego y la sangre derramada. Pensé en Ulrico Schmidl que enumeraba “nosotros les dimos abalorios, rosarios, espejos, peines, cuchillos y anzuelos”, en su cuerpo macizo inclinado sobre una calza abierta por un flechazo, un dedal moviéndose rápido sobre la tela.
Un perro, seguramente perturbado por nuestra presencia, marcaba territorio, entrando y saliendo una y otra vez de una de las trincheras en medio de una polvareda de tierra –había comenzado a secarse luego de las últimas lluvias–, la expresión desquiciada, como si creyera que fue él quien cavó tan hondo y entonces quisiera tapar esos huesos lejanísimos que sólo podría haber olido con la imaginación. Asomado a la excavación, Pere Joan, dibujante mallorquín, ex militante de La Línea Clara, inspirada en Hervé, pequeño como uno de sus logos y aunque hubiese acuñado la frase “yo no soy de los míos”, pareció sentir no sé qué llamado de la sangre y pensó en saltar en tren performance pero luego se abstuvo. Hubiera sido menos impresionante pero también menos simbólico que cuando Serge Lifar y Boris Kochno se arrojaron en la tumba recién abierta de Diaghilev, enloquecidos de celos póstumos, cada uno con las manos en el cuello del otro.
Sancti Spiritu queda en Pérez 1935, en terrenos de la señora Rogelia, junto a su kiosco almacén, punto de sociabilidad vecinal de Puerto Gaboto, al igual que el comedor Pinocho, en donde más tarde comimos una perogrullada de surubí: en albóndigas, como milanesa y a la parrilla. Sancti Spiritu no está cercado por balizas ni por cintas de contención como toda ruina célebre, sus bordes son campito de pastoreo y granja familiar: media docena de ovejas, una chancha, dos o tres gallinas y un pajarería suelto, todos al unísono emitiendo sus sonidos naturales y poniendo a prueba la paciencia de Fernando Romero, sonidista del equipo de Julia Solomonoff que intentaba registrar el discurso de Chiqui González, ministra de cultura de Santa Fe (dos piezas oscuro según el protocolo del feminismo segunda ola para la mujer moderna, de escote no demasiado alto ni servido al voyeur y zapatos bajos, aptos para el barro, pero no de enfermera).
–Miro esos animales dando vueltas, los panes de tierra que separan una zona de otra, los árboles, y pienso que a ellos también les debe haber crecido el río como hoy y me pongo a imaginar que debieron ver este mismo paisaje.
–¿Cómo te imaginás estas excavación en el futuro? ¿Tipo Indiana Jones? –-preguntó Julia Solomonoff.
–Creo que el fuerte no va a alejarse del río sino que va a crecer hacia él. Ahí, en esa trinchera, hay una gota de historia, como dijo María Eugenia, y la metáfora es perfecta. La historia de un río que se desliza porque de última va a ir a buscar al Paraná, el gran río. Y el desvío por el Carcaraña es también el desvío del propio Gaboto, su desobediencia, así como la bandera fue la desobediencia de Belgrano. Entonces, nosotros, ¿qué somos? Un territorio rural, promiscuo, agreste, de entierros múltiples y consecuencia de hombres desobedientes.
Este estilo culto que excede la retórica del funcionario se deslizará casi hasta el ensayo literario para improvisar.
–Pienso en la llegada pacífica y la convivencia en torno de esos árboles, en donde se comparten las ovejas, los chanchos y el río y en la ruptura de ese momento –como siempre, en la Argentina, en donde hay un acto de convivencia, es de cristal– y luego en la toma de las mujeres por los conquistadores, tanto de sus cuerpos como de sus saberes y en los indios que atacan en ala y el final de fuego. Cuando los arqueólogos encuentran el cuerpo de ese indio que está arriba es todo un símbolo: un primer asentamiento, el fuerte quemado, Gaboto que está ausente y que luego encuentra los muertos y los cañones, la huida de algunos, los indios que se apropian del lugar y lo primero que se desentierra es el cuerpo de uno de ellos como inclinado sobre el fuerte, ya vencido y mucho después de la época del incendio, en un lugar que no sería nunca más el territorio diáfano de la hospitalidad.
Alejandro Gangui, nuestro astrofísico de abordo, por ahora sin abordo, que siempre quiere poner el detalle riguroso de la ciencia dura, no se conformaba con la evidencia de algunas cuentas quemadas para explicar el incendio del fuerte a manos de los indios.
–Se pudieron haber quemado porque alguien las arrojó a un fogón, quizás por juego, o por accidente. No basta una sola prueba para afirmar una verdad. Aunque, como según la navaja de Ockam, de varias hipótesis, la más sencilla suele ser la verdadera.
Wikipedia dixit: Guillermo de Ockam habría dado el nombre al principio por el que de varias explicaciones, la más simple habría de ser la verdadera por lo que se dice que el franciscano le habría afeitado como una navaja las barbas al rebuscado Platón; si una manzana cae al suelo es más probable que sea por su propia madurez y no movida por los duendes o por la tormenta.
Con menos intransigencia, ya embarcados y en la última cubierta, Gangui nos pondría cara arriba para mirar las constelaciones ¿Ven el Can Mayor? ¿Orión? ¿Tauro? ¡Qué voy a ver! Para verlas, las estrellas tendrían que venir numeradas como en esos esquemas del Billiken en donde, siguiendo los números con un lápiz, yo lograba luego reconocer una figura.
–¿Hicieron estudios químicos de las piezas? –preguntó Gabriela Siracusano, directora académica del Centro Tarea, dedicado a la conservación y restauración del patrimonio artístico, y más tarde primadonna de la ópera de Oscar Edelstein.
Breve aparte con los arqueólogos:
–Nuestro equipo fue el primero en Sudamérica en identificar el smalte, un pigmento azul vítreo que tiene como base cobalto y nos llamó mucho la atención porque ésa es una tecnología imposible para América y solamente podía provenir de Europa, y no de cualquier zona sino de la zona en donde el príncipe elector de Sajonia tenía el monopolio del cobalto.
–Entre las cuentas que encontramos, había azules.
–Y el cobalto salía de Sajonia, se procesaba en Alemania o en Venecia y se mandaba a España y España lo distribuía. Por eso les pregunto qué colores tienen las cuentas, porque nosotros tenemos técnicas no destructivas de la muestra y podemos ayudar a saber de dónde vienen.
Y ahí se puso en escena uno de los objetivos del viaje: cruzarse con la trama local más allá de la conversación, tirar hacia un mañana de trabajo común mediante alianzas de tierra.
A la señora Rogelia por ahora el municipio no la ayudó, por ejemplo con el emprendimiento de un camping. Ahora espera que lo haga luego de haberse sacado la lotería de la historia.
–Cuando vi el muerto, me asusté. Bah no estaba entero, eran solo unos huesitos. Gabriel me dijo: “Roge, vení y mirá” porque ellos me muestran todo lo que van sacando. Después, cada vez que salía al terreno, tenía miedo. Hasta que me acostumbré. El fuerte pasa por mi casa: ojalá que sea para bien.
El viernes, vencidos todos los plazos para salir de Rosario sin que se retrasara la llegada a los próximos puertos, Martín Prieto dejó de rogarnos que no le siguiéramos leyendo en la cara en busca de noticias y él, que después citaría en Barranqueras una líneas del poeta Héctor Viel Temperley (“Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”), el poeta nadador que lograba ajustar en cada verso la respiración del crowl, poeta, él mismo, hizo el prosaico anuncio:
–Hoy a las dos de la tarde llega al aeropuerto Fisherton el prefecto paraguayo que va a intervenir, porque el problema del barco es la línea de flotación, cuyo límite para los paraguayos es uno y para los argentinos, otro.
Entonces todo se cumplió pero un poco desplazado, como en el cuento “Emma Zunz”. Los expedicionarios que debíamos llegar en barco a la recepción de la estación Fluvial de Rosario lo hicimos atravesando la galería con los murales mitológicos del río de Raúl Domínguez, sin barco a la vista. Con la habilidad suficiente como para no tropezar con valijas y mochilas y hasta una planta de banano que había traído la artista Mónica Millán y que sorprendió echando una hojita nueva, Hermes Binner nos dio la mano a cada uno con una vehemencia digna de las filas de ranqueles que el general Mansilla debía saludar antes de cada parlamento. Todavía éramos todos diferentes en nuestros atuendos, no se había presentado el síndrome unificador de la colimba o el viaje de egresados, y no nos habían repartido el packaging de la expedición: sombreros de paja tobas tipo Tom Sawyer pero sin desflecar, camisetas blancas con estampado de estrella, semejante a la pintada por Juan Pablo Renzi –acabábamos de ver la muestra en el centro Cultural Parque de España de Rosario– pero con un côté PRT-ERP que no escapó a nuestra mayoría de cincuentones. Con las manos sobre los ojos, a pesar de que era de noche, intentábamos avistar cualquier luz lejana, parábamos la oreja, tratando de reconocer en medio del bullicio del bar costero el ruido del motor del Crucero Paraguay. Por cábala nos rociábamos de Off, mientras nos apurábamos por pagar los tragos, armar la línea de digitales. Era una noche clara o oscura, no sé, me cuesta describir a la naturaleza.
Mi valija semirrígida, de enormes flores coloradas sobre fondo rosa, llamaba la atención entre los bultos, no necesariamente por su discutible buen gusto: parecía aislada del resto. Supersticiosa, pensé que era una mala señal. Empezaba a tener palpitaciones. Había fantaseado con que me convertiría en una suerte de emperatriz cronista que, instalada en cubierta con una túnica Medigrand liviana y una suerte de corona de esqueleto de pescado, vagamente paródica de la medialuna de diamantes que Victoria Ocampo vendió para promocionar glorias europeas, haría aparecer con un ligero chasquido de sus dedos al sabio de abordo correspondiente para preguntar por el nombre de alguna estrella, la composición química de lo que, a lo lejos, debería verse como una sucesión de tonos sombríos de siena, el sistema reproductivo de algún pez saltarín, la historia política de la costa moviéndose lentamente. ¡Como mejoraría mi información siempre vacilante!
Pero en ese momento me sentía como lo opuesto a Sor Juana y los doctores de la Iglesia, Catita atrapada con su sombrero de paja en forma de escupidera y dispuesta a embarcarse en un Ateneo flotante de habitués al Teatro Colón.
De pronto por la izquierda apareció el barco, todo luz como una ciudad casino. La primera que lo avistó fue Lía Colombino, de la delegación paraguaya, pronta y previsiblemente rebautizada “la cuñataí” y entonces no gritamos “tierra” porque en tierra estábamos sino “¡Barco!”.
continuara
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