MUESTRAS
Josefina Robirosa presenta una serie de pinturas inéditas mientras sigue defendiendo el lugar de la intuición por encima de otras imposturas.
› Por Dolores Curia
A los 78 despliega un metro ochenta de frescura, humor y calidez. “Yo nací en el ’32, soy antigua como el mundo”, pregona Josefina Robirosa –o Josefa, para los amigos–. Ella, uno de los grandes nombres de la pintura argentina del siglo que se fue, acaba de presentar, en la siempre clásica Vasari, “Puro aire”, un grupo de pinturas inéditas. Nos recibe sentada entre sus creaciones a estrenar en el espacio donde pocos días antes tuvo lugar la concurridísima inauguración. “Puro aire” convocó a tanta gente que ya no cabía ni un alfiler en la galería, así que varios tuvieron que acompañar el festejo desde la vereda. Robirosa nació en el seno de una familia aristocrática y cuenta la leyenda que pasó parte de su niñez en el Palacio Sans Souci, ubicado en Lomas de San Isidro. Era muy joven cuando se casó con un señor que había visto, literalmente, siete veces en su vida, y a los 19 ya era madre por dos. Esa época la vio asomarse de a poco a la pintura, que fue su cable a tierra, primero bajo el ala de Héctor Basaldúa y luego junto a la húngara Elisabeth von Rendell. “Yo tenía 19 o 20 años cuando empecé el taller, me acuerdo porque cuando me iba, mi hijo se me colgaba de la pollera, desesperado, porque no quería que yo saliera de casa. Iba una vez por semana. Los otros días pintaba en el garaje con ellos para poder cuidarlos mientras tanto”, rememora Josefina. El escultor Jorge Michel –que ella llama amorosamente “Michel” a secas– fue su segundo marido.
Su primera exhibición individual fue en la Galería Bonino en la Buenos Aires del ’57, de ahí en más, no hubo quién pudiese ponerle freno. Tuvo una intervención fugaz en el grupo de Arte Informal asociado a la revista Boa. También, a la par de Marta Minujin, se codeó con los integrantes del Di Tella que, allá por los frenéticos años ’60, alborotaban la escena argentina. Si bien hizo buenas migas con muchos de los artistas locales que hoy son marca registrada de la segunda mitad del siglo XX, Josefina no transó con ningún ismo. Se mantuvo fiel a su versatilidad. No pudo –ni puede– encasillarse en ninguno de los márgenes caprichosos que los movimientos les imponían a sus adeptos.
Hoy su obra es parte del paisaje urbano de Buenos Aires y París –en forma de murales en los subtes de las dos urbes– y, además, se cuenta entre las colecciones de museos varios, nacionales y foráneos. También tuvo tiempo de transitar por la gestión: durante ocho años comandó del Fondo Nacional de las Artes y, hasta el día de hoy, integra la Academia Nacional de Bellas Artes.
“Yo recuerdo mi niñez y mi adolescencia como una etapa difícil porque, por lo menos en mi época, lo único que hacían era meterte miedo y culpa. A los ocho años ¿cómo no les vas a creer a los sacerdotes? Pero yo siempre tuve mis propios ideales y teorías, fui construyendo mi mundo personal. Era un poco mística, metafísica. A los 15 leía libros para la ‘gente grande’, como los de los pintores franceses, que decían que había que vaciar la cabeza porque si uno pintaba con la razón, siempre te ibas a remitir a cosas que habías visto o que habías leído, pero lo que era fantástico y lo que te alimentaba era lo que no conocías. Esas fueron las premisas que me formaron”, confidencia Josefina. Todo hace pensar que ya desde tan tierna edad a la pintora no le cerraba del todo el intelecto como punto de partida para hacerle representar la realidad. Lo que explicaría un poco cómo, más tarde, se corrió sin titubear de las filas del arte conceptual.
Sí mostró siempre un entusiasmo galopante por las emociones, por la intuición. Todo eso se hace eco en “Puro aire”, donde la artista le declara la guerra al ojo y a la razón. Según revela Josefina: “Yo creo que hay muchos saberes con respecto a la pintura o al arte que son intuitivos, que no se pueden aprender sino que están en uno o no están y que tienen que ver con formas de ver y de interpretar el mundo, con las capacidades de imaginar”. Cuadrículas y vacíos. Trasluces y siluetas. Remiten, todos, a algo más profundo que la pura y dura superficialidad de la tela. Late en las obras un interés por los lazos espirituales del mundo, por la realidad no visible. “Puro aire” nos pasea por un periplo de luces, sombras y transparencias. El espacio vacuo entre las formas deja lugar al movimiento, a la circulación de las fuerzas, a los cruces de lo inmaterial. En resumen, al libre albedrío de la imaginación. ¤
“Puro aire”, de Josefina Robirosa, podrá verse hasta 11 de junio en la Galería Vasari (Esmeralda 1357), de lunes a viernes de 11 a 20 hs.
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