Viernes, 16 de julio de 2010 | Hoy
DANZA
Bailarina y coreógrafa, Andrea Servera ha hecho su camino a fuerza de sudor y entrenamiento. Después de haber pasado por los más diversos escenarios y estilos, su mirada crítica apunta sobre la disciplina y la estética que impone la danza mientras se lanza en la búsqueda de emociones que le permitan cruces entre mundos distintos y también que la ayuden a resignificar las restricciones que la vida le ha impuesto.
Por Laura Rosso
”En la danza hay algo muy fuerte y es que para bailar hay que estar bien”, dice Andrea Servera, bailarina y coreógrafa que ha recorrido un largo camino desde que decidió que lo suyo era transpirar el cuerpo, bailar. Pero su interés fue mutando, a veces por necesidad y otras por elección. Hizo el taller de Danza Contemporánea del Teatro San Martín, bailó en las giras del cantante Pablito Ruiz, bailó con la compañía El Descueve, bailó mucho en el under porteño, tomó clases de danza en Nueva York donde descubrió el hip hop negro y bailó, bailó mucho en las calles con maestros que bajaban del Bronx. Bailó al ritmo de los tambores y en la calle. También vivió en México, bailó en los shows de Ricky Martin y volvió a Buenos Aires donde se conectó de nuevo con la danza contemporánea. Y siguió bailando.
A pesar de la diversidad de mundos que fue descubriendo y disfrutando mientras bailaba, Andrea Servera confiesa que siente que la danza es, en un punto, un medio bastante destructivo. La barra, el cuerpo, estar flaca, ser buena técnicamente, etcétera. “La danza es muy exigente, tiene parámetros fijos, pero esos parámetros van cambiando y no son los mismos que hace veinte años; bailar bien es una cosa. Hace un tiempo podía ser levantar las piernas alto y hoy puede ser rodar bien por el piso. En un punto, lo particular se pierde porque las modas y las tendencias están demasiado marcadas. Y eso limita. Lo más interesante siempre es lo individual y el camino propio”.
Por eso sostiene que le interesa cambiar la mirada. Mirar la danza desde las artes plásticas, por ejemplo. “Hay una sensibilidad y un imaginario diferente que apunta a la emoción. Me interesa acercarme a un análisis ideológico, te diría ético y estético también, porque la danza puede llegar a ser muy milica por esto del director, el cuerpo y la exigencia... Y no es lindo volverse un facho en la construcción de la obra. Y hay muchas facilidades de volverse medio facho con la danza. Hay como una estructura en esto de la repetición, en el hastío de pasar por el mismo movimiento tres millones de veces y repetir y hacer, y en la figura del coreógrafo sometiendo a los bailarines para llegar a la perfección de la escena, del movimiento. Yo me lo cuestiono un montón, no me interesa, me gusta pensar la danza desde otro lugar, pararme en otro sitio”.
En un momento de su vida ese otro lugar fue la cárcel de mujeres de Ezeiza. Andrea dio clases allí durante tres años. La convocaron desde el Centro Cultural Ricardo Rojas a partir de una encuesta realizada en la cárcel que arrojó como resultado que las presas querían tener un taller de autobiografía y otro de danza. Así empezó con sus clases y hubo algo que le resultó muy revelador. “Una vez una alumna me dijo: ‘Dios me dio otra oportunidad, acá tengo techo y comida, voy a hacer lo que tengo ganas, lo que siempre quise y nunca pude, voy a bailar y a estudiar’. ¡En la cárcel! Esa era su otra oportunidad”, remata Andrea. “Esa alumna estaba en el coro, estudiaba en la facultad, a mis clases no faltaba nunca..., era una genia. Sin embargo la oportunidad para ella era estar presa”. Y dispara: “¿Cómo se piensa en el otro? Yo creo que ahí el papel del Estado es fundamental. Para mí fue de un aprendizaje enorme. Ver lo que la danza abre en el cuerpo del otro, en su pensamiento. Fue muy revelador: sos vos y tu cuerpo en un espacio muy particular, y el espacio es parte fundamental de la danza”. El único consejo que recibió antes de empezar fue no preguntar nada, no indagar por qué cada una de esas mujeres estaba ahí. “Eso podía afectar la relación, entonces entré con ese pensamiento en la cabeza. Tardé un tiempo en entender cómo tenía que darles las pautas a las chicas, en lograr que nos dejaran trabajar en el patio, al aire libre y no encerradas y aunque hiciera un frío bárbaro trabajábamos afuera, donde se veía el cielo. Primero tenía una celadora que estaba ahí todo el tiempo y luego me dejaron sola con mis alumnas. No había nadie que mirara lo que hacíamos o lo que ellas decían”. En ese tiempo fue creciendo la confianza, sus alumnas se animaron a cerrar los ojos y empezaron a divertirse. “Me acuerdo de que me iba a Liniers a comprar música peruana o boliviana para que ellas me enseñaran a bailar a mí. Y me pedían: ‘Tráigase este disco, maestra’. Había un deseo. En ese lugar claramente lo más importante era el encuentro. Yo pasé mi segundo embarazo con ellas y todas estaban compenetradísimas con mi bebé, con cómo se iba a llamar...” De esa experiencia en el penal de Ezeiza, Andrea filmó un videodanza documental. “Lo filmamos todo en un mismo día desde la mañana hasta la tarde. Ese día llevé cumbia y música de América Central y terminamos bailando eso, es la escena del final. En ese trabajo se ve cómo los cuerpos, de manera inconsciente, estaban atravesados por una realidad durísima como es la del encierro, la vigilancia y el dolor. Mi trabajo tenía sentido si mis alumnas encontraban un espacio consciente de libertad en la clase y en su propio cuerpo, soltando el peso, aflojando los músculos y las tensiones, escuchando música y disfrutando del puro placer del movimiento”.
Andrea vuelve a hablar del hip hop para revelar sus ganas de formar una compañía de danza con bailarines hip hopperos. “Los ves bailar y alucinás, pero después si están bailando en una plaza, los echan, o llaman a la policía. El hip hop tiene algo de eso, de estar reunidos. Lo mismo pasa con el graffiti o con el skate. Sería genial que en cada plaza de cada barrio hubiera una pista de skate porque los pibes van a entrenar el cuerpo y eso no es violento ni va a generar violencia. Para bailar no podés fisurar, me parece que sería muy importante que esto sea visto desde el Estado, porque faltan esos espacios donde los jóvenes se reúnen, charlan, o se ponen de novios. Me parece que es reclaro que debería haber más lugares donde los pibes puedan juntarse y pasarse información, entrenar. Hay ahí algo muy interesante para trabajar, porque hay algo que los une. Pensar qué les podés dar y qué puede provocar eso como cambio. Lamentablemente esto no está pasando, y tampoco hay una decisión. La danza une, borra las diferencias. Hay suburbios en países como Francia o Brasil donde se formaron compañías de danza contemporánea con pibes que venían de ese palo, del hip hop, que andaban en la calle y transformaron esos espacios en espacios de contención desde donde se ve que sí hay una salida”. Desde hace varios años Andrea colabora con la Fundación Crear Vale la Pena, con quienes armó el espectáculo Interior americano que protagonizaron chicas y chicos de La Cava y bailarines amateurs de hip hop.
Por un accidente automovilístico Andrea estuvo muy grave y pasó mucho tiempo sin poder caminar, y mucho menos bailar. “Me marcó muchísimo, pero también me volvió más fuerte.” Después de ese episodio, su búsqueda en la danza cambió, no le emocionan las mismas cosas, busca otros movimientos y el virtuosismo dejó de tener sentido. Andrea volvió a bailar hace poco. “Me llevó un tiempo decidirme a bailar, enfrentar la frustración de no poder hacer un montón de cosas que sé que no puedo hacerlas. A principio de este año bailé; me junté con dos bailarinas, Fabi Capriotti y Andrea Fernández, que bailaron mucho conmigo en otros momentos y armamos una estructura de improvisación-intervención con videos y la pasé muy bien. Voy a volver a bailar de esa nueva manera.”
Después de tantos años de bailar hay algo que la gratifica especialmente ver en esos espacios donde se baila. A Andrea le gusta mucho la danza como ritual, “puede ser una obra que vino desde un lugar muy genuino o un bailarín, o un tipo de movimiento. Me puede llegar a emocionar tanto la obra de un artista como el solo de un hip hoppero en una improvisación, en una ronda en una esquina. Hay algo de eso que me pega, la danza como supervivencia”.
En su vida también está muy presente la moda. “El diseño de indumentaria está lleno de mensajes, sentidos, investigaciones y posibilidades. Es un terreno genial para converger con la danza, ambas tienen al cuerpo como eje y, por lo tanto, mucho por dialogar.” Hace poco apareció otra actividad, que define como mántrica: el bordado. “Quería hacer algo con las manos, tomé clases de bordado y empecé a aprender y con dos o tres puntos se me abrió todo un mundo. Bordé unos personajes que enseguida se fueron vinculando con la obra de danza.” Evidentemente Andrea encontró más de un punto de contacto entre sus pasiones: “El año pasado fue muy así. Yo bordaba como loca. Bordaba el dibujito de un personaje y lo llevaba al ensayo y decía: “Así quiero que seas, éste sos vos, el que está bordado”.
Amor a mano, su última obra, es claramente el cruce de las dos cosas. “Hacer una obra de danza es muy artesanal también, es poner el cuerpo y lo que uno tiene, y en el bordado voy haciendo algo parecido y los personajes aparecen. Amor a mano es una historia de amor entre un esquimal y una indiecita, hay un cruce entre la danza contemporánea y el hip hop, entre esas diferencias de mundos. Lo que me sale bordar en general son seres que están bailando.”
Otros mundos son los que Andrea Servera intenta encontrar, otros movimientos en otros espacios para otras danzas posibles. “No es casualidad que yo haya empezado a bordar después del accidente, y tampoco es casualidad que después de bordar haya empezado a bailar. Lo artesanal funciona un poco así, es reflexivo. Me hace mejor persona bordar, como en otro momento me hizo mejor persona bailar.”
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