Viernes, 30 de julio de 2010 | Hoy
CAROLINA CORONADO (1820-1911)
Por Claudia Lopez Swinyard
“Mis estudios fueron todos ligeros, porque nada estudié sino las ciencias del pespunte y el bordado”, escribe en una carta Carolina, a los ochenta años. Escribe con pulso firme en una casa que su sobrino, Ramón Gómez de la Serna, recuerda con estampados de flores en todas las habitaciones, armarios llenos de loza de Sargadelos y consolas con espejos. En la estantería de escritoras románticas, la Coronado ocupará el lugar más dócil, más claramente “femenino”, a los ojos de los letrados españoles, conservadores o liberales, que la consagran como “la Bécquer”. Tal vez un poco más tranquila que su admirada Gertrudis Avellaneda que, madre soltera, acaba de renunciar a los versos con su “Adiós a la lira” y decididamente lejos de las preocupaciones idiomáticas y políticas de la gallega Rosalía de Castro. Además de cantar a las tórtolas y otros engendros del vademécum impuesto por el movimiento literario, está su ensayo sobre Safo y Santa Teresa que, traducido a todos los idiomas, no alcanzó a despabilar a la España de fines del XIX: su manifiesta desconfianza en la división (“falsa y metafísica”, escribe) entre cuerpo y espíritu y su interpretación del amor de la santa como carnal fueron rápidamente sepultados. Esta amante secreta del paganismo sabrá retar a su patria defendiendo la revolución independentista cubana, mientras se convierte en la mejor anfitriona de la flor y nata de los intelectuales disidentes. Escribe: “¿por qué han de ser esclavos los hermanos, / que vecinos tenéis en esa Antilla? (...) al mundo no se engaña. / Sonó la libertad, ¡bendita sea! / Pero después de la triunfal pelea, /no puede haber esclavos en España. / O borras el baldón que horror inspira, /o esa tu libertad, pueblo, es mentira.” Tamaña provocación (como otras), se desdibuja: la tradición la recordará como la poetisa cataléptica obsesionada por los cadáveres de su hija y de su esposo.
Carolina Coronado nació en Almendralejo, un pueblo de la provincia de Badajoz, en 1820. Los Coronado (padre y abuelo) sufrieron la cárcel y la represión fernandina; la pequeña, la de las ideas “progresistas” que no alcanzaban a resquebrajar el orden patriarcal doméstico. Aprendió por propia decisión a leer y a escribir en español, luego en francés, italiano, inglés y portugués, a contrapelo de una familia que veía en el piano y en la costura las legítimas aspiraciones de una modesta jovencita antimonárquica. A los 19 años, publicó en un periódico madrileño su primera oda y recibió los elogios de Espronceda. Años más tarde, su primer libro de poemas contó con el prólogo de Hertzenbuch: este espaldarazo le costó la purga de aquellos textos “impropios” para una mujer, eliminados por el crítico. “Ya presumía mi atrevida persona que la poesía del ¡ay, ay! no podía ser incluida en la colección”, contesta Carolina aceptando la censura.
Las escritoras de la “poesía del ¡ay!, ¡ay!” fueron las primeras que lograron que, de ser modelo vivo, las mujeres pasaran al otro lado del escritorio. Y lo hicieron en una época en que el famoso verso “poesía eres tú” había fijado, apenas unos años atrás, un territorio. Sin raciocinio, argumentaba Bécquer, es imposible la escritura, ergo, la mujer no puede escribir. Y agregaba: “En la mujer es poesía casi todo lo que piensa, pero muy poco de lo que habla (...) poesía verdadera y espontánea que la mujer no sabe formular, pero que siente y comprende mejor que nosotros”. Las que se animaron fueron calificadas de raras o locas y contaron con un curioso sistema clasificatorio. “Literatas” se llamaba a las que habían cultivado cierto “raciocinio” gracias al machaque y privilegio de la educación formal; “poetizas” eran las que escribían dejándose llevar por una naturaleza femenina que en nada hacía sombra a la cultura masculina; “poetas” se llamaban entre sí estas escritoras para liberarse mutuamente de los prejuicios sexistas. Carolina fue parte de este poco visitado grupo de geniales románticas españolas. Las que escribieron y entonces “las damas cerraron los oídos / y el sexo fuerte prorrumpió en silbidos”. La más dócil, tal vez. La que confiesa: “Yo no soy literata; hice versos desde que supe hablar; dejé de hacerlos desde que aprendí a callar”
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