las12

Viernes, 18 de abril de 2003

SOCIEDAD

Gente limpia

En uno de los rincones más pobres del Conurbano, un grupo de mujeres cartoneras, apoyadas por una ONG, elabora la marca de detergente “El Niñ@”, con el compromiso de que sus hijos abandonen la calle y vuelvan a la escuela. Todas ellas trabajaron desde muy chicas, y no quieren que la historia se repita. La iniciativa se inscribe dentro del programa de Naciones Unidas para erradicar el trabajo infantil.

Por Soledad Vallejos

Es una tarde de sol y el viento en José C. Paz barre calles de tierra que nunca conocieron asfalto para levantar ese polvo finito capaz de colarse por las ventanas resquebrajadas de la escuela Dante Alighieri. Está por sonar el timbre del recreo para 1250 chicos que viven en el municipio más pobre de la provincia de Buenos Aires, y en la oficinita cercana al patio unas 10 madres comentan los progresos de la campaña de ventas de “El Niñ@”, el detergente que ellas se dedican a producir ahí mismo, en la escuela, a cambio del compromiso de que sus hijos no falten a clases ni vuelvan a formar parte del –por lo menos– millón y medio de niños menores de 15 años que trabajan en la Argentina.
- ¿Quiénes andan vendiendo?-, pregunta la mujer de trajecito negro y camisa blanca, y algunas manos levantadas preceden a los murmullos con las novedades del día: ofertaron casa por casa, por negocios, “por todos lados”. Parece que las cosas andan bien, aunque “nadie ha cerrado”.
Karina González es una mujer capaz de hacer un viaje de más de una hora sin soltar prenda sobre el microemprendimiento que Alma Mater Indoamericana, la ONG que dirige, empezó a planificar a mediados del año pasado, cuando su fervor de economista sentía poco apego por el supuesto perfil técnico y se lanzó de lleno a los afanes por lo social. Fue entonces cuando, junto con Roberto Savio, un especialista internacional en comunicación que supo trabajar en la Unesco, delinearon “De la basura a la dignidad”, el proyecto financiado por la ONU –a través de la OIT– que se propone erradicar el trabajo infantil gracias a un doble movimiento: reinsertar a los padres en el circuito económico formal y a los niños en la escolaridad, lejos de las horas de cartoneo por las calles. Allí está Karina, entonces, mutando de piel. Es pisar la escuela y dejarse desbordar por las palabras y los saludos, dejar ver una sonrisa que no se le borrará hasta que vuelva a sentarse al volante para regresar a la oficina, hacer llamados telefónicos, convencer a una cadena de supermercados de incluir el detergente en sus góndolas. Es difícil, dirá después, la producción se encuentra momentáneamente detenida porque, como la marca del detergente no resulta familiar a un público amplio, las ventas son lentas. Pero el compromiso de las madres, tan parecido a una esperanza a prueba de demoras, es fuerte: la mayoría de ellas ha sabido en carne propia cómo era abandonar la escuela para salir a trabajar, los obstáculos que presenta el mundo para quien no sabe leer y escribir, y cómo la urgencia disuelve todo pudor a ser visto buscando cartones entre la basura.
El recreo siembra el patio de corridas y gritos, pero alrededor de la mesa, repentinamente, las madres han empezado a turnarse para hablar. “Montallina, Gladys” tiene 34 años, siete hijos y un nieto. No pasó de segundo grado, “no aprendí, no me gustaba, no sé”; conoce de memoria cada calle y cada comercio de Chacarita y Villa Devoto por donde recolectó cartones los últimos 12 años de su vida. El primer día, todavía lo recuerda, estaba embarazada de su nena.
–Antes, hasta el año pasado, como salíamos a cartonear ya a la mañana, no venían los chicos a la escuela. Pero si yo no sé, ellos van a saber. Mi nena de 12 ahora está en séptimo, y no repitió. Estamos luchando.


Corrían carreras. Dice que en los primeros metros de cada cuadra volvía a empezar la competencia con su hermano: a ver quién llegaba antes a la esquina, a ver quién podía, sin distraerse y sin trastabillar, alcanzar la meta a la máxima velocidad que sus piernas y la sonrisa para pedir monedas les permitieran. No se cansaban; Gabriela, la ráfaga de sonrisa inmensa que atravesó el patio hace apenas un minuto, ese huracán espigado de pelo larguísimo y guardapolvo que se vuela con el viento, jura y perjura que la rutina de acompañar a su madre en las largas horas de cartoneo por “la Capital” no podían cansar a alguien de 10 años. No importaba el frío, sentir hambre, la peregrinación en que podía convertirse llegar a pie hasta la ciudad para ayudar a su familia a revolver las bolsas de basura al atardecer. Las horas pasaban rápido.
–Corrés y jugás todo el tiempo, es divertido. Yo hacía esas carreras con mi hermano cuando iba a pedir. Porque a la Capital fui muchas veces a cartonear; a pedir, poquito.
El año pasado, los días de Gabriela eran lo que Unicef, en el documento “La educación y el trabajo infantil” (1997), definía como “trabajos invisibles en el sector no estructurado de la economía”: pedir dinero en la calle, cartonear, limpiar vidrios de autos, lustrar botas, vender mentitas. Esas son algunas de las actividades que no sólo quiebran la declamada legalidad sobre los derechos de los niños (normada, en nuestro país, mediante leyes nacionales y la adhesión, en algunos casos constitucional, a tratados internacionales), sino que, además, los incorporan a un mundo del que, luego, les resultará extremadamente difícil salir. La pobreza como causa y consecuencia de la perpetuación de un permanecer en los márgenes, continuaba el informe de Unicef, de eso se trata el trabajo infantil, tan naturalizado que a duras penas se escuchan voces nombrándolo como lo que es: “la consecuencia de políticas (de Estado) y prioridades equivocadas”.
–En un principio –cuenta Karina González– hicimos un relevamiento en la zona a partir de los datos que nos daban las escuelas sobre quiénes eran los chicos que más faltaban y los que directamente habían dejado de venir. Todos los casos que tomamos eran de chicos que tenían en común el trabajo, no venían a clases porque estaban trabajando. Entonces, íbamos a las casas, les explicábamos a las familias que veníamos por un programa de Naciones Unidas... pero la gente ni sabía qué era, qué estaba pasando. En las primeras entrevistas que pudimos tener, empezó a saltar que esas familias no tenían un mango, que se estaban muriendo de hambre y salían a cartonear. El 80 por ciento cartoneaba desde hacía un año, desde la crisis de diciembre y la de mayo, se habían quedado sin trabajo. Y con los cartones sacaban 100, 150 pesos por mes. O sea que eran familias de cinco, siete chicos que sobrevivían con un ingreso debajo del dólar diario.
El, su marido, fue el primero en salir a cartonear. Los primeros cimbronazos de la devaluación habían empezado a vaciar de pedidos la tapicería, y ella, todavía, podía elegir quedarse en la casa cuidando a una escalerita de niños de entre 3 y 10 años que la reclamaban. Pero entonces surgió la competencia, una cantidad creciente de personas empezaba a dedicarse a lo mismo y la cantidad de basura entre la que podían buscar algún material reciclable era la misma. Entonces Patricia Sosa se puso de acuerdo con Gladys (su amiga de la infancia convertida en hermana de crianza desde que su familia la adoptara a fuerza de cuidados y cariño): harían un grupo más grande con su madre, su marido, sus hijos y Gladys, con dos de los suyos. Salían a la 1, 2 de la mañana, llegaban a la ciudad, buscaban cartones hasta el amanecer y volvían “con el carrito a cuestas”. De más de una manera, Patricia estaba viendo cómo parte de su vida empezaba a repetirse en sus niños.
–Hice hasta tercer grado, la verdad. Yo tenía 14 años cuando mi mamá me sacó de la escuela porque me pasaban de noche. Empecé a trabajar a los 8 años, vendiendo plantitas, papel higiénico. Después, cuando dejé la escuela, empecé a trabajar cama adentro. Después seguí por hora, vendiendo cositas, vendiendo plantitas... Muy lejos de casa no iba, no quería porque estaba sola y me daba un poco de miedo. Nueve hermanos, todos varones, tengo yo. Ellos estudiaban, salvo uno que no estudiaba ni trabajaba. Eramos unidos, pero mi mamá andaba diciendo que no había plata, que alguien tenía que trabajar y nadie quería. Sólo yo. La única que buscaba era yo. Y ahora, cuando me contaron del programa, mi marido me dijo: “Enganchate y vamos a vender”, pero yo no puedo hacer pedidos. Leer, le leo, pero me cuesta escribir, por eso estoy esperando que empecemos a leer y escribir con ella, con Gabriela.


Gabriela Martínez, el nombre que se repite en boca de las demás madres del proyecto “De la basura a la dignidad” (“del cartoneo a la dignidad”, lo rebautiza una de ellas), es otra de las claves del microemprendimiento. Poco a poco, las recorridas que la gente de AMI hacía por el barrio empezaron a conformar un mapa de contactos, con la gloriosa excepción de un padre, todos nombres de mujeres que no dudaban en apurarse a decir que claro, que si ellas podían tener un trabajo sus hijos no iban a faltar a la escuela, que no había sido una decisión fácil ni estrictamente voluntaria sacarlos con ellas a las calles. Pero este trabajo de base, además, descubrió que detrás de una de ellas había una suerte de red solidaria autogestionada. Gabriela Martínez, entonces, la rubia de 30 años y ojos maquillados que empezó a cartonear hace tres años, poco antes de que uno de sus hijos (el menor, de ocho años) tuviera el diagnóstico de bajo peso por desnutrición; todos los caminos en esta zona de José C. Paz terminaban en su casa. Es la que da “apoyo” a los hijos de las demás madres cuando tienen dificultades en el colegio aunque no sea maestra; la que con un grabador y música hace que las horas pasen más rápido para algunos de los chicos que juegan con los suyos propios cuando es el turno de trabajar de otras madres.
–Somos una familia, apoyándonos uno a otro –dice, y los ojos le brillan cuando agrega–: ahora conseguí que nos dieran la copa de leche para la tarde.


El viento la obliga a entornar los ojos, unas luces pequeñitas, tan acordes con su estatura y el tono de voz que, por momentos, son capaces de suavizar el relato de una vida ferozmente rápida para haber transcurrido en sólo 29 años. Mariela Sánchez sí pudo completar la primaria, pero a los 14 “mamá me puso a trabajar cama adentro”; a los 17 se casó con un hombre que desde hace tres años, cuando funcionaba la fábrica en la que ganaba un salario como obrero metalúrgico, está sin trabajo. Salían con el carro, uno tirado por un caballo, dice, a recorrer las calles de la provincia. A veces, volver es más difícil, los guardas la obligan a bajar del tren, y tiene que esperar en el andén hasta que pueda subir a otro.
–Los chicos quedaban con mi nena más grande, la de 11. Me da miedo sacarlos a la calle. Las primeras veces me daba vergüenza que me vieran cartoneando, se me hacía que todos me miraban. Pero después pensaba: “Mis hijos no tienen esto, no tienen lo otro”, y no me importaba. Pero es la suerte de una: hay que tener maña, tenés que ingeniarte.
Las estadísticas internacionales aseguran que las niñas son las principales perjudicadas por los efectos del trabajo infantil y su correlato con la deserción escolar. De acuerdo con Unicef, “la preferencia por el varón, el matrimonio demasiado temprano”, son algunos de los factores que “impiden a las niñas su educación”. En José C. Paz, es curioso, las cifras son exactamente al revés: de las niñas de la zona, es el 35 por ciento el porcentaje que trabaja, frente a un abrumador 65 por ciento del total de niños, que reparte su tiempo entre el cartoneo, la limpieza de coches y la venta ambulante. Y algo todavía más curioso: la propuesta de capacitarse para producir detergente y, luego, abocarse a su venta, fue hecha por igual a madres y padres. Y de las 300 familias que forman parte del programa, sólo un padre osó sumarse. Los maridos muy probablemente estén de acuerdo con el proyecto, pero prefieren seguir cartoneando o encargarse de los chicos.
–¡Las mujeres tenemos más entre! –grita Mariela sin poder contener la risa, y el guiño desata una ola de confirmaciones de sus compañeras–. Al mío le digo: “Andá a la reunión, dale, yo me voy a Capital”, y enseguida me dice: “¡No! Si querés te limpio, te lavo los platos, te cuido los nenes...”. ¡Y no se viene!


A un costado del patio, apenas se traspasa el enrejado despintado, un pasillo lleva a una habitación a medio camino entre aula y sala de experimentos. Orgullosas sonrisas las de las madres cuando la puerta se abre y aparecen frascos traslúcidos rellenos de detergentes rosados, verdes, amarillos, las tres variedades que, desde que cumplieron con el curso de capacitación, van destilando en tres enormes barriles de plástico. Para muchas de ellas, es el primer trabajo estable que las aleja del rebusque en años. Y el compromiso que asumieron con AMI es claro: la asistencia de sus hijos a la escuela debía cumplirse desde el primer día que ellas dedicaran su tiempo al emprendimiento.
–El rendimiento de los chicos todavía está por verse, las clases recién empiezan –dice Delia Giovanna Stella Maris, la directora de la escuela Dante Alighieri–, pero desde que esto empezó se nota que hay más preocupación, porque vienen más. Pero esto no empezó el año pasado, es un proceso que viene desde hace un tiempo. Acá, además, empezaron a venir un montón de chicos que antes iban a escuelas privadas de la zona, y las partidas que manda municipalidad no siempre alcanzan, en especial por la cantidad de alumnos que hay para el comedor.
Si algo comparten las reuniones de las madres con la gente de AMI, la pequeña línea de producción de “El Niñ@”, los datos que permitieron el relevamiento más amplio previo a dar los primeros pasos del proyecto, y la presencia –fundamental– de los chicos en todo esto, ese denominador común es la escuela. “Es un referente social que aglutina –acota Karina González– y, como todo se centraliza en el espacio físico de la escuela, queda claro que ésa es la salida y alternativa para la sociedad, para las mamás y los papás. Sin escuela, no hay programa. Y tenés que ver las ganas de las directoras de las demás escuelas donde también estamos empezando a desarrollar el programa, todas se sumaron.”
Cierta unidad que, de tan invisible, se impone como una presencia francamente imponente, ése es el aura que envuelve a este grupo de mujeres. Lo más seguro es que, si no estuvieran en este momento paradas en el patio mostrando a una cámara de fotos los frascos de su detergente, estarían en casa de alguna de ellas planeando estrategias de venta, poniendo una fecha para empezar a aprender a leer y escribir (el próximo paso del proyecto), contando las anécdotas de la noche anterior, festejando el cumpleaños de alguno de los chicos. Todas conocen los problemas de todas, incluso los que no comparten. Se hacen chistes, se apoyan, se hicieron tan amigas como sus hijas e hijos, ese otro grupito que ahora, en pleno recreo, parece competir con ellas para ver quién es capaz de hacer más bullicio.
–Lo de ellas es hacer un trabajo que no esté asociado al reciclado de basura –plantea Karina González–, porque eso no es digno. La idea es no perpetuarlas en la pobreza: trabajar con la basura es una forma de sobrevivir y esto, en cambio, es un trabajo decente. Con la basura no tienen protección, se pueden infectar, están manipulando todo el tiempo los desechos. Es muy clara la imagen: ellos viven de los restos que deja la sociedad. Para que un trabajo sea digno, tiene que haber condiciones sanitarias necesarias para hacer ese trabajo, y eso es algo que el cartoneo no tiene. Ahora hay como una moda de dejarlos fijados al reciclado, te dicen que es preferible que hagan eso a que roben, pero, ¿qué empresa, de las que reciclan, paga sueldo, aguinaldo? En realidad, se trata de pobres que juntan basura sin ningún tipo de protección, y así se gana muchísima plata a costa de la indigencia. Producir este detergente, en cambio, es una alternativa, porque ésta es gente que tiene ganas de trabajar y puede hacerlo.

AMI busca voluntarios, donaciones y todo tipo de colaboraciones para el proyecto. Es posible contactar a la ONG al 4952-6012, o escribiendo a [email protected]

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