Viernes, 1 de octubre de 2010 | Hoy
MUESTRAS
Pájaros en la cabeza, luces que encandilan, sentido del humor y adoración por el tiempo cristalizado en imágenes: esto y más guarda el cerebro mágico de Silvia Gurfein. Su Libro Muestra, El libro de las excepciones, que se expone hasta el 30 de octubre en Zabaleta Lab, pone en juego un repertorio de rarezas geniales, otra excepción suya que confirma su firma.
Por Dolores Curia
Algunos aspectos de la bío de Silvia Gurfein parecen orbitar más cerca de la ficción que de la realidad pura y dura. Por empezar, hizo la primaria en una escuela antroposófica, lo que muy probablemente haya influido en su manera tan particular de percibir el mundo. “En mi casa había un limonero, un durazno de jardín y hortensias. Mis dos abuelos tocaban el violín de modo autodidacta”, recuerda, divertida, su niñez. En el hogar materno, en la que ella cataloga como una familia “más ecléctica que la tradicional familia de clase media”, se empapó de música y literatura a rolete.
Ya un poco más crecida tuvo un affaire transitorio con Filosofía y Letras que, dictadura mediante, terminó por alejarla de la Academia. “Desde muy chica tuve siempre muchas preguntas y me gustaba mucho pensar, lo cual era un problema (risas). Por eso me incliné por la filosofía. Me quedé poco en la universidad porque ese momento no era un tiempo muy amable en general, mucho menos para pensar. Dejé la carrera en el ‘78.” Acto seguido, decidió embeberse de cultura alternativa para terminar buceando en la movida underground post-proceso. Así frecuentó las mecas de la cultura subterránea. La punta del iceberg estaba dada por espacios como el Parakultural o Cemento, en ese entonces. Allí experimentó en teatro e intercambió vivencias con pesos pesados de la escena como Vivi Tellas, Rubén Szuchmacher, Augusto Fernandes y Rosario Bléfari. Más tarde dedicó unos pocos años a la música y, en sintonía con Sebastián Outeda y Diego Posadas, amadrinó una banda que se dio en llamar Respondiendo al Sonido Mundial. De esa etapa recuerda, entre risas, cómo se las ingeniaba para hacer sonar instrumentos híbridos y autogestivos. Y afirma que todavía hoy debe andar circulando por ahí algún testimonio del proyecto, en casete, claro. También por esos años se dio el gusto de desfilar modelos de Sergio de Loof, pasar por el programa de Susana Giménez engalanada en un vestido de papel de revistas y hasta de cantar un jingle de Navidad compuesto por Daniel Melero para una publicidad de golosinas.
Después de tan largo trecho recorrido, el año ‘96 estampó un punto de inflexión en su vida. Tras una ruptura amorosa y en cama, recuperándose de una enfermedad, Silvia –en algo parecido a una epifanía– clamó por unas pinturas. De inmediato empezó a dibujar y pintar con un impulso dionisíaco que la ha mantenido posesa desde ese entonces hasta hoy. “Recuerdo que fue casi simultáneo: me separé y me encerré en mi casa a pintar con óleos, a aprender sola de qué se trataba. A pesar del enorme placer que me producían la música y el teatro, no eran los lenguajes para mí. La pintura sí que fue un encuentro. Fue inmediata la sensación de encastre del rompecabezas. Sentí que era un medio de expresión muy directo para mí porque me permitía el espesor y la inclusión de muchos asuntos que me habían interesado siempre. En las artes visuales están también condensadas la música y la filosofía.”
–Para mí esos traspasos nunca son literales sino que tienen que ver con ciertos procedimientos mentales. La relación con la música es más fácil de explicar porque yo pienso musicalmente, aunque después lo que haga sea visual. El tipo de operaciones que hago en mi cabeza con la imagen tiene que ver con la composición musical. Trabajo mucho con texturas auditivas, con ritmos, con silencios, con intervalos. Por eso se parece más a una construcción musical. Por otro lado, cuando uno trabaja pintando o dibujando lo que queda disponible siempre es el oído. Es una actividad silenciosa que hace que el oído se te empiece a despertar. No sólo el oído externo sino también el interno, porque se da una escucha de los propios pensamientos mezclada con lo que suena afuera. Los recorridos anteriores a mí me sirvieron para estar con gente de la que aprendí mucho y que me fueron habilitando zonas de libertad.
Hasta el 30 de octubre se presentará en Zavaleta Lab un libro-muestra que podría leerse como un repertorio de rarezas del mundo Gurfein. En esta ocasión, Silvia se transmuta en la piel de un alter ego de papel, una heroína que trota por la historia de la pintura, rompiendo con las leyes cronológicas para diseñar otras propias. Gurfein pervierte sus propias reglas de juego y se corre de la abstracción característica de su trabajo para desnudar otras facetas. Se anima y destapa en público, por primera vez, sus dibujos más figurativos.
En esta biblioteca de Babel se ensamblan la pintura y la literatura. Resuenan imágenes, que van desde grabados del siglo XVI hasta figuras como la de Gustav Klimt. También aparecen guiños que remiten al trabajo de los pintores ninguneados del grupo de Bloomsbury: “Me interesaba rescatarlos porque el grupo es mucho más conocido por su literatura, que tenía a Virginia Woolf como una de sus principales representantes, que por su pintura”.
La cita es reina. Gurfein la piensa como un procedimiento casi digestivo. En arrebato antropofágico, Silvia engulle personajes de la historia del arte para todos los gustos, como si por medio de la ingesta pudiera hacerlos vivir en el presente. Las imágenes hacen de loop temporal donde se amontonan todas las épocas.
El libro de las excepciones es para Gurgein “una muestra íntima, pero no autobiográfica; es íntima en el sentido de que expone el interior de mi cabeza”. Una cabeza, a veces, llena de pájaros y, otras, de luces refractadas, paisajes multicromáticos o imaginería popular. Además, Silvia no ha dejado de hacer lo que hizo toda la vida: zigzaguear entre los bordes que separan las disciplinas.
–La idea nació en mí hace unos años cuando pensaba en la situación de excepción, por un lado, mía con respecto a las corrientes hegemónicas del campo artístico contemporáneo y también sobre aquellos artistas que a mí me interesaban de la historia del arte que también funcionaban como una especie de excepción con respecto a las líneas canónicas. La idea de que sea un libro surgió a partir de unas listas de artistas que me consideró mi familia extendida en la historia. En esta muestra se pueden ver obras que pertenecen a zonas desconocidas de mi propia producción. A todas ellas las expongo por primera vez.
–Trato de pensar la cita como apropiación de esas obras, no como cita ilustrativa sino más bien como una especie de viaje temporal. Retomando algún aspecto de sus obras, produzco encuentros con esos artistas que las hicieron. Es un procedimiento de tipo alquímico en el que tomo esos trabajos de artistas que admiro para disponer y dialogar con ellos. El eje de elecciones es bastante arbitrario y tiene que ver con asuntos que capturan mi atención. Son obras que me dan la sensación de que me pertenecen. Pero la transposición siempre es indirecta.
–Sí. Creo que la constante y lo que subyace detrás de todas mis obras es la cuestión del tiempo. Tengo una preocupación enorme por él. Desde el tiempo cotidiano hasta la idea del tiempo como tema abstracto. Lo que descubrí con la pintura es que ella podía ser mi máquina del tiempo, mi posibilidad de cruzar los tiempos, de viajar. La pintura permite abrir una cuña temporal porque abre, por un lado, un espacio en el tiempo durante la producción de la obra y otro durante la contemplación. Mirar la pintura puede suspender la temporalidad, ampliarla, achicarla. Cuando uno se concentra, la temporalidad cambia, eso es lo que más me interesa. Ultimamente creo que hago obra para poder pensar y para poder tener un objeto de pensamiento específico, para no pensar en el aire. El espacio del arte me dio la posibilidad de unir todos estos asuntos y reflexionar acerca del tiempo con mi obra, con palabras, con mi cuerpo. Walter Benjamin dijo: “La imagen es un cristal de tiempo”. Es el tiempo del que la hizo, el tiempo del que la contempla, son las distintas capas temporales que yo tomo aplanadas en una imagen. Es un tiempo quieto, no es en la dinámica cinética, ni en la narración, sino en profundidad.
–Claro, pero pensando la historia de la pintura como algo que no es lineal. A la historia del arte la veo como un paseo plano, no jerárquico y extendido. Eso también tiene que ver con la contemporaneidad. Estamos en un momento además en el que el tiempo es un asunto fundamental para el artista y para la sociedad contemporánea. Es, por un lado, un momento de gran aceleración y también de gran disponibilidad de la historia. Aparece una manera menos solemne de entender la historia y considerarla toda nuestra. La tomo, la adquiero, pertenece a mi tiempo y al mismo tiempo pertenece a otro plano. Esa sumatoria, esa paradoja es la que me interesa. Yo como artista actúo de ese modo con la historia del arte, la traigo toda aquí para mí. Y creo que es algo que hoy hacen muchos artistas por distintos medios, porque podemos sentir esa disponibilidad de la historia del arte a diferencia del momento de las vanguardias. Hoy parece que no es necesario pertenecer específicamente a un movimiento que mandate lo que es arte y lo que no sino que ahora yo puedo, por ejemplo, tomar a un impresionista, a un renacentista y juntarlos sin contradecir ningún de manifiesto. Por otro lado, hoy la saturación de imágenes disponibles es agobiante. Es casi imposible detenerse ante una imagen por la velocidad con la cual nos bombardean con ellas, eso es político. Por lo tanto, de algún modo, intentar tomar el tiempo en mis manos, ralentarlo, entrar en zonas más profundas, puede ser también un gesto político. ¤
El libro de las excepciones podrá verse en Zabaleta Lab (Venezuela 567) hasta el 30 de octubre. Más información en [email protected]
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