Viernes, 12 de noviembre de 2010 | Hoy
RESCATES
Hildergarda de Bingen
Por Santiago Rial Ungaro
“La luz que veo no pertenece a este lugar. Es mucho más resplandeciente que la nube que lleva el sol, y no soy capaz de considerar en ella ni su longitud ni su anchura.”
Así intentaba explicar Hildergarda de Bingen, en una carta fechada en 1175, el origen, aún hoy misterioso, de sus extraordinarias visiones.
Nacida en 1098 en Bernesheim (en el Valle del Rin, a unos 20 kilómetros de Frankfurt), en el seno de una familia noble alemana, Santa Hildegarda no sólo fue visionaria: abadesa, líder monástica, mística, profetisa, médica, botánica, compositora y escritora, esta mujer aparece en la historia como un luminoso enigma al que muchos se suelen acercar por considerarla una feminista, o, mejor aún, una protofemenista.
Como una Alicia medieval, Hildegarda supo pasar del otro lado del espejo y entrar en otros mundos, a veces maravillosos, otras veces terroríficos como caer en un agujero sin fin. Siendo la décima de una familia perteneciente a la nobleza franca, a los 14 años fue entregada al monasterio benedictino de Disibodenberg. Y si nos guiamos por lo fructífera que fue su vida, esa decisión familiar fue para ella providencial. Y no sólo por sus visiones, sus escritos y su música: a los 30 años las monjas la eligieron como abadesa y, en 1150, tras una visión, logró que la crecida comunidad de monjas se independizara (no sin resistencia de los monjes) y se trasladaran a un nuevo monasterio en Rupertsberg.
Que haya una mujer que disfrute de vivir en el monacato a muchos les parece inverosímil. Pero ése parece haber sido el caso de esta mujer: el ritmo de la vida monacal moldeó un temperamento a la vez práctico y místico. Si para el creyente las suyas pueden ser consideradas como visiones divinas, para el no creyente no dejan de ser el testimonio del poder divino de la imaginación humana: la interminable historia de Dios y el Hombre, la creación del mundo, la redención del hombre y la historia de la salvación que nos narran sus visiones podrán ofrecernos un fascinante e intimidante panorama de la cosmovisión medieval, pero no se agotan ahí: los mandalas de Angels Choirs aparecen como más cercanos a los mandalas tibetanos que al arte de iconos tradicional.
Las visiones (que, curiosamente, le llegaban sin perder los sentidos ni sufrir éxtasis, es decir, sin perder la conciencia) llegaban siempre en forma de luz: imágenes, formas y colores, sí, pero también con una voz que las explicaba. Y, por si falta algo, música. Más allá de esta cualidad visionaria, en gran medida el rescate de su figura se debe a su música. Hildergarda compuso, entre cantos e himnos de alabanza, 78 piezas (incluidas en Simphonia armonia celestium revelationum) y un extrañísimo auto sacramental sobre las virtudes (Ordo Virtutum).
En las últimas décadas, su música litúrgica ha sido interpretada cada vez más por coros y grupos de canto gregoriano, pero también por artistas como Meredith Monk (la compositora, cantante y pianista americana) o Jocelyn Montgomery que, junto a David Lynch, se han apropiado de su música de formas menos convencionales pero igual de sugestivas.
Toda la vida de Hildegarda (que en su tiempo se la conocía como La Sibila del Rin y que con el tiempo fue buscada por las gentes para escucharla, curarse o buscar consejo) estuvo, valga la redundancia, marcada a fuego por la luz.
Es cierto: nosotros no estuvimos ahí, y a 900 años de su tiempo, ese casi siglo de distancia marca un abismo que sólo nos deja algunos pocos hechos concretos.
Unos libros magníficos como Scivias (de teología dogmática), Liber Vitae Meritorum (sobre teología moral) y Liber Divinorum Operum (sobre cosmología, antropología y teodicea). Hildegarda escribió obras como Liber Simplicis Medicinae, que trata ni más ni menos sobre las propiedades curativas de las plantas y animales desde una perspectiva que los hace hoy sorprendentemente actuales y no la muestra como una científica experta en botánica, que profesaba la unidad de todos los seres.
Sus contemporáneos se sorprendían y admiraban cuando la abadesa abandonaba su monasterio para predicar, y en 1148, por petición del papa Eugenio III, sus visiones fueron “aprobadas” como divinas por la Iglesia. Mantuvo correspondencia con San Bernardo, Enrique II de Inglaterra, Leonor de Aquitania y el emperador Barbarroja, al que supo amenazar y amonestar por sus antipapas títeres oponiéndose al cisma religioso.
Pero volvamos a la célebre carta a Gubiert de Gembolux con la que empezamos esta nota. En este inusual testimonio sobre sus experiencias visionarias, Hildegarda nos ofrece un esbozo de esta “metafísica de la luz”: “se me dice que esta luz es sombra de luz viviente, tal y como el Sol, la luna y las estrellas aparecen en el agua, así resplandecen para mí las escrituras, sermones, virtudes y algunas obras de los hombres formados en esta luz, a la que nombran luz viviente, que, mucho menor que la anterior, puede decir de qué modo la veo. Pero desde el momento en que la contemplo, toda tristeza y todo dolor es arrancado de la memoria, de forma que adquiero las maneras de una simple niña y no de una mujer vieja”.
Pocos meses antes de su muerte Santa Hildegarda logró que se levantara un estúpido interdicto al monasterio que prohibía el uso de campanas, instrumentos y cantos en la vida y la liturgia de Rupertsberg. Y, según la leyenda, cuando murió, a los 81 años, una radiante luz multicolor apareció en los cielos formando una cruz.
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