Viernes, 31 de diciembre de 2010 | Hoy
LISA FITTKO (1909-2005)
Por Ana Valentina Benjamin
Bahía de Portbou. Enfrente, el Mediterráneo; a mi derecha, la tumba del “tío culto”, como llamaba a Walter Benjamin mi abuelo Julian Benjamin, un alemán (de)venido al Río de la Plata y avenido a servir mesas en un bar; humilde camarero de mediana instrucción que cuando podía, y su estima de ello dependía, aclaraba al comensal: “Sepa usted que, así como me ve, este modesto servidor tiene un tío culto en la familia”. Julian, su esposa y el hijo de los dos (mi padre) huyen de la Alemania nazi gracias a los oportunos escrúpulos de un oficial de la Gestapo: “Deben irse lo antes posible; se viene una terrible para los judíos”, advierte. La noticia vuela entre los Benjamin; pero Walter, como muchos que tienen más vocación por su identidad germánica que por su origen judío, no da crédito al mensaje apocalíptico...
Me digo: ahora o nunca, ya me he demorado demasiado. Casi diez años después comienzo a desgrabar, en este escenario apresurado, o tal vez perfecto, la conversación que mantuve con Lisa Fittko. El maullido del mar de aspecto majestuoso, pero de fondos moribundos, se confunde con la voz de la mujer que ayudó a Walter a cruzar la frontera franco-española. Ha pasado tanto tiempo de todo. El encuentro con Lisa fue en las puertas del siglo XXI. Lisa dio el portazo final en 2005, a los 96 años. Y Walter... ya 70 años desde su noche póstuma en este pueblo quimérico de la costa catalana.
Mientras escucho, recuerdo. Lisa me recibe en su hogar en Chicago. Veo en las arrugas de su rostro, como si fuesen la misma ruta de huida que ha liderado, las contraseñas de su espíritu: coraje arrollador, sentido del humor a prueba de balas, vanguardista, precoz en su inteligencia y en su necesidad de libertad y liberar. En cuanto nos sentamos, Lisa quiere saber qué sé yo de ella.
“Usted ha trabajado desde joven en la Resistencia subterránea contra el régimen nazi y ha sido considerada una heroína con premio otorgado por el gobierno germano. En plena Segunda Guerra produjo y difundió información sobre los crímenes nazis y ayudó a huir a exiliados antifascistas de todos los linajes. Semejante tarea la empujó a una vida peligrosa y famélica, deambulando horas por la calle, alquilando algún sofá para echarse a dormir un rato, comiendo magras sopas de gallina donada. Pero jamás quiso otra cosa.”
“¿Debería callarme ante estos criminales, no oponer resistencia? No era importante salvarme; era importante salvar la mayor cantidad de gente. Incluso la precaución puede ser tan exagerada hasta el punto en que no se distinga de la cobardía.”
La lucha continúa. ¡Unidos contra el terror fascista!, bramaba uno de sus incontables panfletos mecanografiados con el auxilio de la noche y la ópera Aida, que hacía sonar para disfrazar el golpeteo de la máquina. Huye de Berlín a Checoslovaquia no por judía sino por su militancia de izquierda. La echan de Praga por “poner en peligro con su actividad ilegal las buenas relaciones entre el país checo y Alemania”. Huye de Basel porque el gobierno suizo asigna fuerzas especiales para buscarla y extraditarla. Huye de Holanda porque ese país envía a los refugiados que arresta directamente a las garras de la Gestapo. Intenta huir de París porque los alemanes activistas son considerados en Francia “agitadores”. “Tanto que en junio 1940 son confinados en campos de refugiados. Usted es enviada a Gurs y Hans, su marido, a Vernuche, en donde también estará Walter Benjamin. Luego se conocerán, usted lo guiará en su escape hacia España. Allí, en Portbou, impedirán la entrada del tío... Vecinos, ay ay ay, el estremecedor silencio de los bondadosos y neutrales. Algo así ha dicho Luther King, pero usted lo supo antes, ¿verdad?”
Lisa sonríe. “Ahora quiere saber cómo es que han llegado Benjamines al ex granero del mundo”, le cuento. Ahora conjetura: “Eres periodista, algo habrás heredado de Walter”. No puedo evitar juguetear con la verdad: “Por ahora sólo he heredado su miopía”. La carcajada de mi entrevistada, que alterna a su gusto el inglés, el español y el alemán, atestigua la deslealtad de los genes. “¡Es que Walter era serio hasta lo teatral!”, prorrumpe. Le pido detalles.
“No tengo el recuerdo exacto del primer encuentro, pero sí recuerdo el primer impacto respecto de su personalidad porque es algo muy fuerte: era very polite, lo cual era inusual entre refugiados; llevábamos una vida dura y no teníamos ganas de buenos modos; sólo nos ocupaba el cómo sobrevivir, no había room para la amabilidad. Pero ‘tu tío culto’, como dices, nunca dejaba de ser extremely polite. Por ejemplo, él me llamaba gnädige Frau (‘estimada Señora’, dicho en forma elegantemente obsoleta). Siempre se dirigía a mí de ese modo, cualquiera fuese el escenario. De hecho, ya cruzando las montañas, cuando nos deteníamos a comer alguna cosa, él me preguntaría: ‘Gnädige Frau, can I have a tomato?’. Estaba huyendo de los nazis, nuestra vida corría peligro, su salud desmejoraba y aun así no abandonaba esa parsimoniosa amabilidad hasta para morder un tomate. A mi marido se dirigía como caballero; todos coincidíamos en que era inusualmente polite, sin comprender muy bien la razón...”
Siento que hay algo aleccionador en este rasgo: no abandonar las formas cuando el fondo es intimidante, ¿no constituye la más inteligente Filosofía del Fugitivo? Algo de lo que siento se me escapa y Lisa dice que hay más que sustenta el sentimiento. Me cuenta que, en Vernuche, Walter se impone otros (sólo en apariencia absurdos) desafíos. “Un día le dice a Hans que ha decidido dejar de fumar. Hans le sugiere que debería hacer cosas que le faciliten esa lamentable vida. Walter responde sin margen para la disidencia: “Precisamente por ello debo encontrar algo que consuma todos mis esfuerzos. Las tremendas condiciones en que vivimos se irán de mi pensamiento si me concentro en algo tan arduo como controlar mi deseo de fumar”.
Luego paseamos por la famosa y enigmática anécdota mil veces comentada sobre WB huyendo con un maletín que supuestamente contiene valiosos manuscritos, que supuestamente él apretuja contra su pecho y atesora más que a su propia vida, maletín que también supuestamente extravió en el camino o le hurtaron sus cazadores, maletín que Lisa también vio o el tiempo y la repetición impregnaron en ella esa idea. Me pregunto cuán importante es saber si existió. Esa maleta pudo haber sido, al igual que la cruzada por abandonar el cigarro, una excusa para obligarse a no claudicar.
Lo ocurrido y lo por ocurrir tienen la misma fuerza en este paisaje. Igual que el “tío culto” del que se apropió mi abuelo para su personal historia, que está y no está aquí descansando, con o sin maletín, no habiendo podido dejar de fumar. No habiendo podido cruzar la frontera para terminar de escribir. O para criar a su niño Michel, o para...
Una historia, como tantas otras (pero) truncada. Como la entrevista, que se interrumpe cuando nuestra heroína tose y una afable empleada entra para sugerir que ya es mucho, que gnädige Frau Lisa está cansada, que mejor seguimos mañana. ¤
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