Viernes, 31 de diciembre de 2010 | Hoy
MEMORIA
Mirta Antón es una de las pocas mujeres que fueron reconocidas por sobrevivientes del terrorismo de Estado como integrante de las patotas dedicadas al secuestro y exterminio. Ex policía, activa hasta hace poco, fue condenada por tormentos agravados a siete años de prisión efectiva.
Por Sebastian Puechagut
Desde Cordoba
El apogeo de la represión en Córdoba comenzó antes del golpe. Las bandas policiales tenían asignado su coto de caza y el Departamento de Informaciones de la Policía de la Provincia de Córdoba (D2) era su centro operativo. Ubicado en pleno centro de la ciudad –entre la catedral y el Cabildo Histórico, a metros la plaza San Martín–, en 2007 pasó a ser la sede del Archivo Provincial de la Memoria.
Esa vieja casona era el luctuoso reino que gobernaba la patota de azul, integrada por algunos de los imputados en la causa “Gontero”, en la que se investigaron los tormentos inflingidos en 1976 a cinco policías y al hermano de uno de ellos. Esta causa fue agrupada con otra mayor, denominada “UP1”, que juzgó a los responsables de 31 asesinatos de presas y presos políticos alojados en la Unidad Penitenciaria Nº1. Conocido como el juicio Videla, fue el juicio por delitos de lesa humanidad con más imputados de la historia argentina.
En el banquillo de acusados se mezclaban policías y militares. Salvo los rostros más conocidos (Videla, Menéndez, Yanicelli), ninguno destacaba del resto. Sólo una nota de color resaltaba entre los atuendos oscuros. Sentada en la segunda fila, Mirta Graciela “Cuca” Antón rompió la monotonía exhibiendo coloridos conjuntos primaverales. Esta policía retirada intentaba construir una imagen femenina que resultaba forzada, tanto como cuando declaró su ocupación actual: “ama de casa”.
Mirta Antón ostenta la marca de ser la primera mujer acusada por estos crímenes en Córdoba. Su actuación en el D2 quedó grabada en el recuerdo y en el cuerpo de los detenidos. Pocas mujeres integraron la patota, y si esta diferencia puede establecerse desde una (siempre en cuestión) referencia a la genitalidad, el caso de la Cuca resulta paradigmático y profundamente complejo.
La primera vez que habló frente al tribunal se presentó con irónicas evasivas. Ante la pregunta por su alias negó haber usado el mote de Cuca y afirmó: “Tengo muchísimos apodos: Cheli, Tachula, Chechu... depende los amigos”. La importancia de los apodos no es menor: los represores se identificaban de ese modo ante sus víctimas.
La caracterización de los testigos fue recurrente. Sanguinaria y brutal, se ensañaba en las sesiones de tortura. En ese terrible 1976, Mirta Antón tenía poco más de 20 años y estaba embarazada.
Una faceta oculta de la represión fue denunciada por primera vez en el juicio Videla: los abusos sexuales que sufrieron las mujeres habían sido clausurados por la vergüenza y el dolor. Pero muchas sobrevivientes denunciaron haber sido sometidas a un régimen que incluía, como práctica sistemática, violaciones acompañadas de insultos denigrantes a su condición femenina. No se trató de delitos de instancia privada, tuvieron un alto componente político: anular y castigar el compromiso social y la militancia de la mujer. Esa perversión genital no tuvo para la Cuca distinciones de género. Humberto Vera dejó en su declaración una imagen que conmovió a toda la sala de audiencias: desnudo en su celda, debió soportar que le aplastara los testículos con el taco alto de sus cuidados zapatos.
Gloria Di Rienzo estuvo poco tiempo detenida en el D2, el suficiente para que su memoria guardara hasta hoy la incomprensible figura de esa joven torturadora. “¿Recuerda alguna mujer en el D2?”, le preguntó el juez cuando brindó su testimonio. La respuesta tardó unos segundos: “Sí, cuando me torturaban ella tenía especial predilección por retorcerme los pezones”. Por esas lesiones pasó 10 días recuperándose en el Policlínco Policial.
Charlie Moore fue un testigo clave. Mantuvo una ambigua relación con sus captores durante los años que estuvo en el D2. Declaró por videoconferencia desde Londres que durante un tiempo fue trasladado con su mujer a la comisaría de Unquillo, y allí conoció los peores tormentos: “No nos daban de comer. A las chicas las tenían desparramadas, todo el tiempo las mojaban, dormían en un charco de agua. Les hicieron un simulacro de fusilamiento. A Mónica la picaneaban, era una tortura para mí y la Cuca se reía, estaba directamente enferma. Después nos llevaron al D2, cuando nos bajaron no podíamos ni caminar”.
Estas marcas en su prontuario prepararon a Mirta Antón para otras acciones. Su desempeño le granjeó el favor de la jerarquía policial, que le asignó el trabajo sucio, incluso en democracia. Muchos la sindican como una de las encargadas de “limpiar” a otros miembros de la fuerza que entorpecían al accionar represivo.
Ha sido mencionada en hechos de amenazas: un testigo de otra causa, el ex policía Jesús González, se suicidó horas antes del inicio del juicio Menéndez II para no incriminar con su relato a miembros del D2. En su teléfono, figuraban llamadas de la Cuca en los días previos a que se quitara la vida.
El hermano de Mirta, Herminio Jesús “Boxer” Antón, fue instructor de la Policía de Córdoba hasta hace sólo una década. También continuó su actividad con ligeras variantes: Germán Kammerath, el recordado delfín menemista que llegó a ser intendente de la ciudad de la mano de José Manuel de la Sota, recorría el trayecto que separaba su palacete de barrio privado hasta el palacio municipal con la escolta segura de Boxer.
Promediando el juicio, mientras hablaba el imputado Molina insistiendo en desacreditar testigos, Cuca fue presa de un efusivo llanto. La foto ocupó los diarios y Antón habló al otro día: “Soy como una presa política”. Dijo sentirse “muy representada” por los relatos de los ex presos, debido a la “comida y atención médica” que recibía en la cárcel. Su rechazo al presidio es reconocido por miembros del Servicio Penitenciario. Una trabajadora social que asiste al penal oyó sus amenazas en una pelea con otras presas: “¡Si ya me cargué a 8 no voy a tener problemas en llevarme puesta una más!”.
En la tarde del miércoles 22 de diciembre escuchó el dictamen del tribunal. Cuando llegó su sentencia, levantó el largo cuello mirando alrededor con un mezcla de alivio y satisfacción. La querella representada por los abogados Hugo Vaca Narvaja y María Elba Martínez había pedido para Mirta Antón dos décadas de reclusión por “tormentos agravados y privación ilegítima de la libertad”. El juez Jaime Díaz Gavier redujo la pena a 7 años. En medio del festejo generalizado y la conmoción que se vivían en la sala, algunos de los presentes alcanzaron a verla mientras los imputados se levantaban para retirarse. Dicen que se dio vuelta y dirigiéndose al público ensayó un rápido aplauso. Quizá el último gesto público antes de encaminarse a su celda en la Unidad Penitenciaria de Mujeres de Bouwer.
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