Viernes, 7 de enero de 2011 | Hoy
VISTO Y LEIDO
Dos libros de editorial Bajo la luna en los que se rescata como una joya el espíritu solitario dispuesto a dar cuenta de lo que lo rodea.
Por Paula Jimenez
Los libros de poemas La isla, de Mercedes Araujo, y La coleccionista, de Victoria D’antonio, publicados recientemente por Bajo la luna, no comparten solo un espacio en el mismo prestigioso catálogo editorial: con estos bellísimos textos se ingresa en universos diferentes, pero mágicos los dos, poblados de abundantes imágenes y situaciones; universos que guardan en su centro la perla de un espíritu solitario dispuesto a dar cuenta de lo que lo rodea.
“Estoy tan cerca de mí que no sé si creer en lo que veo”, dice el poema con que se desembarca en el cuarto libro de Mercedes Araujo. En él se trata de ver, precisamente: de ver y no poder creer. Aquí el despliegue de su imaginación poética, la descripción de la riqueza natural y sobrenatural que termina envolviendo al lector, revelan una necesidad desesperada de compartir los detalles de un mundo del que solo quien escribe es testigo. Un destierro o un naufragio condenaron al yo lírico de “La isla” a la soledad, y por eso, de a ratos, el texto es atravesado por flechas de fuego que agujerean el paisaje y perforan el corazón: “Yo les conté de mí / —dice— mi cuerpo es el que fue echado al pozo”, o, también: “vi mis propios huesos/ fosforeciendo en medio de la noche”. Está claro: ser ahora una fosforescencia fantasmal es la mejor prueba de que a quien escribe no le queda nada más que su memoria, ya que es, apenas, un destello de lo que fue. Estando en la intemperie, en plena isla, solo queda hablar de ella, hacer poesía de ese desamparo y olvidar a través de las imágenes poéticas algunas heridas del alma. Aunque en “La isla” ese olvido no puede sostenerse por mucho tiempo, porque cuando el verso despunta su mayor vivacidad, su color más encendido, de pronto la soledad irrumpe nuevamente y la poeta se queda diciendo cosas como “dejo que mis manos/ trabajen la masa con la que luego haré el pan,/ los movimientos de los dedos pueden darme una idea/ aún remota, de lo que es un hogar (...)”. Digo: se queda extrañando lo que una vez tuvo antes de pisar la isla. Pero, sin embargo, aquí está la paradoja: solo gracias a la isla hay poesía. Solo hay poesía por obra de esa soledad. Algo por el estilo caracteriza a La coleccionista: tarea, por definición, solitaria. En este, el segundo libro de Victoria D’antonio, la autora se dedica a poetizar sobre una serie de estampas femeninas que parecen miradas desde afuera, desde el aislamiento del observador. Pero todas ellas han sido delicadamente capturadas a través de una mirada amorosa y contemplativa, a contrapelo de una época y una cultura un tanto frenéticas. La de D’antonio es una escritura casi balsámica que nos habla con un lenguaje aireado y alegre, que no le impide calar hondo ni entrar en zonas de profundidad. “Las cosas que ha arrastrado el viento por ella”, dice en “En espiral”, “le ha traído de comer cuando el hambre/ la contuvo de no herirse/ la detuvo ante el peligro/ la empujó al amor”. Y en el poema “Amigas” se vuelve precisa y conmovedora al escribir: “Para vos, ¿quién esconde bien?/ Quien olvida”. Su mirada hace foco en la atmósfera que rodea a estas mujeres (“Anfibia”, “La hija”, “La bordadora”, “Todas las vecinas”, entre otras) y no es, quizás, inapropiado imaginar que cada una de ellas es el mismo yo dividido, las diferentes máscaras de esta autora cobrando autonomía y hasta identidad propia, quedando todas bajo la custodia de la poesía, bajo su empeño de unidad y belleza. Solo algunos de estos suaves poemas están versificados, la mayoría fueron escritos en prosa y van produciendo a lo largo de su lectura ciertas sensaciones de descanso y alivio, de esas que solo el arte es capaz de proporcionar. El libro lleva, además, unas atinadísimas palabras introductorias de la directora de cine Lucrecia Martel, orientadoras del universo en que La coleccionista se sumerge. Victoria D’antonio, autora también de La mujer que escribe no se muestra entonces (2000) no parece olvidar la permanente lucha que como mujer ha llevado adelante en defensa de su libertad, cuando en el poema “Caperucita sola”, dice: “Esta mujer dejó atrás las sogas como ropa de cama en desuso,/ se desató por completa./ Quien la conoce sabe qué fiel ha sido a ese andar sin tregua.”
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