las12

Viernes, 9 de mayo de 2003

SOCIEDAD

La vida suspendida

Por Sonia Tessa*

El cauce del río Salado no llega hasta Rosario, pero el efecto de su crecida puede palparse en el aire de esta ciudad, ubicada a 170 kilómetros al sur de Santa Fe. Acá hay otra inundación, menos letal, de bronca y de impotencia. Bronca porque el gobierno provincial intentó disfrazar de inevitable un comportamiento de la naturaleza que los hombres pueden controlar desde hace siglos. Impotencia por el desamparo de miles de inundados, mujeres, niños y hombres, que desde hace diez días están librados a su suerte. Y una profunda tristeza porque esa ciudad ya nunca será la misma, por las heridas que no cerrarán, por los hombres y mujeres que perdieron retazos de su historia en el agua que arrasó con sus vidas anteriores.
Algunos optimistas hablaron de inundación de solidaridad, y también fue cierto. “Lo nuevo que permite mostrar esta catástrofe es que lo que venía creciendo a nivel social es la solidaridad, y esa conciencia obliga también a replantear la relación de la sociedad con el Estado”, reflexionó María Angélica Mamet, integrante del Comité de Salud Mental de Santa Fe, que trabaja en los centros de evacuados desde el primer día.
La ayuda solidaria de los rosarinos es incesante, como la del resto del país. El dique que esa solidaridad encuentra en la ciudad de Santa Fe es la inoperancia que impide su distribución eficaz. El Estado no garantiza ni siquiera la eficiente entrega de la ayuda alimentaria que recibió a granel, y entonces la suspende. No pudo evitar la tragedia, ni fue capaz de avisarle a la gente que corría peligro, y ahora no la asiste. La inundación desnuda la verdadera dimensión del Estado mínimo que produjeron las políticas neoliberales, cumplidas a rajatabla en esta provincia. La paradoja es que se revele en una ciudad que vive del Estado.
Desde el televisor, las imágenes arrasan con lo conocido. Y eso que estar allá es mucho peor. Los colegas que viajan repiten lo mismo: “Esto es Bagdad”. El nudo en la garganta es permanente, para los que están allá, y para los que no están. Rosario y Santa Fe son dos hermanas que se aman y se odian. En estos días, la vieja rivalidad está suspendida, y prevalece la cercanía de una capital provincial donde siempre hay un padre, una amiga, una prima o un novio. Son poco más de dos horas de colectivo.
Desde allá llegan también sonidos, casi siempre en la forma de pedidos. Un padre desesperado del otro lado del teléfono que necesita conseguir colchones para maestros autoevacuados, y el Estado no se los da. Los mismos maestros que pusieron el cuerpo en las escuelas, donde la gente se refugió. Ellos dan comida y aliento. En todos los centros de evacuados, no sólo en las escuelas, se garantizan los alimentos, la atención sanitaria, la contención que brindan los voluntarios, el apoyo psicológico del Comité de Salud Mental.
Pero la peor parte la llevan los que escaparon del agua hacia casas de amigos y familiares. Huyeron sin que nadie los ayude. Fueron miles de personas, sobre todo de mujeres, que salieron con los hijos en brazos, a la madrugada, bajo la lluvia. Buscaron una mano amiga, y la obtuvieron, pero ahora deambulan por la ciudad para obtener una asistencia estatal que les permita alimentar a familias multiplicadas en pocos días. Son casas donde la gente se amontona y tiene que comer, dormir, seguir atontada mientras espera para volver a su hogar. Sin anticiparse a las ausencias que encontrarán.
Y no sacarse las imágenes de la cabeza. El agua llega hasta el techo, la gente vive desde hace días sobre su casa, pide comida a las lanchas quepasan. Piden agua, piden cigarrillos. Piden que alguien se ocupe de ellos. ¿Hay una imagen más elocuente del desamparo? Estas personas instaladas en sus techos, que pasan día y noche como guardianes de sus escasas pertenencias, quizá no quieran resguardar sólo el televisor y la heladera, seguramente también quieren defender su vieja vida de la voracidad del agua, que se llevó todo.
Pero aquella vida desapareció para siempre. Las ausencias más visibles serán las muertes. El gobierno ocultará el número mientras pueda, porque será tan intragable que removerá las aguas de la bronca y la impotencia.
La ausencia es corpórea, pero también simbólica. La ciudad de Santa Fe, la que fue, ya nunca volverá a estar ahí. Y cuando el olor nauseabundo sea sólo un horrible recuerdo, no estará la historia que cada casa guarda, porque tampoco estarán los objetos que evocan esa memoria. No habrá fotos, ni las señas de identidad que uno esparce día a día en su lugar. Un paisaje desaparecerá. Muchos inundados viven la ilusión de encontrar sus viviendas cuando baje el agua. La elaboración de esa pérdida es una de las prioridades para el Comité de Salud Mental. “La gente espera encontrarse con algo, y ya no va a encontrar lo que tenía”, apunta Mamet.
Porque el agua todavía tardará en bajar, y mientras tanto la vida está como suspendida. Si el presente de Santa Fe es trágico, el futuro será aún más triste, más pobre, más desolador. A los inundados les queda su deseo de seguir viviendo, y el abrigo de la solidaridad. El deseo, la acción común, serán los dos pilares para la reconstrucción, que fue anunciada por el gobierno, pero la están haciendo los santafesinos.

* Rosario/12.

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