Viernes, 28 de enero de 2011 | Hoy
VIOLENCIAS
Cuando los próximos lunes y martes las presidentas de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, y de Brasil, Dilma Rousseff, se encuentren en Buenos Aires, en la primera gira oficial de la brasileña, recibirán una carta firmada por organismos de derechos humanos de nuestro país pidiendo que se revise la situación de Karina Germano, una mujer argentina condenada en Brasil por un secuestro extorsivo –a pesar de haber sido exculpada en el juicio tanto por sus compañeros de causa como por la propia víctima– y que fuera trasladada a Ezeiza en 2006 para preservarla de los motines en el penal de Carandirú, aunque ese traslado le costó haber perdido beneficios que le corresponden, como el acceso a salidas transitorias.
Por Flor Monfort
Karina Germano entendió desde muy chica el valor de la libertad. Por eso, a la pregunta sobre qué es lo primero que haría si pisara la calle dice: “Nadar, ver el horizonte, mojarme en la lluvia, llorar. Es que adentro te endurecés”, explica por el teléfono que comparte con sus compañeras. Las historias que la rodean en el penal 3 de Ezeiza hablan de exclusión, marginalidad, dolor a fuerza de golpes y rechazo. Por eso ella escucha, escucha esas historias, calla la suya y llora muy poco.
Sus 46 años son una travesía. En el racconto de su vida, hay una nena de 10 que responde durante toda la noche un interrogatorio en una comisaría de Villa Martelli, allá por el ‘74 y a un paso de la clandestinidad que la obligó a vivir a contramano de sus amigos de la escuela. Después, el exilio y un papá desaparecido, Rodolfo “Roco” Germano, de quien los amigos y compañeros de militancia poco pudieron reconstruir para devolverle a ella, su hija mayor, ese pedazo de historia tan necesaria para soltarse al mundo. Por eso, después de un exilio de 22 años en España, Karina decidió volver sobre sus pasos y los de su viejo, militante de Montoneros.
En el ‘98 entró a HIJOS; allí participó de la organización de los escraches a Etchecolatz y al Turco Julián y empezó un camino en el que encontró, al menos, la fecha de secuestro de su papá: 23 de abril del ‘76. En la Navidad de 2001, cuando el país se estrellaba contra la montaña que ya conocemos, Karina viajó a Sierra Negra, una ciudad cerca de San Pablo, para juntarse con amigos y compañeros de lucha, gente con la que compartía una visión del mundo, lecturas, miles de historias que hermanan a latinoamericanos que crecieron con dictaduras y quieren seguir hilando sobre ese pasado en común. “Estábamos en una casa alquilada, varios compañeros de diferentes nacionalidades: chilenos, colombianos y yo. Sabía que eran militantes, sabía que había un par clandestinos, pero para mí eso no era nada fuera de lo normal, a mí no se me ocurre preguntar, no me importa”, dice. A los dos meses de estar allí, un allanamiento de fuerzas combinadas entre la policía militar y federal la detienen y la acusan del secuestro del publicista brasileño Washington Olivetto. Un secuestro que dio de comer a la prensa en época preelectoral de un tipo que participó en las campañas políticas más importantes de su país. Un secuestro que tenía que esclarecerse. En la casa donde Karina vivía había cartas de Olivetto, y apenas se producen estas detenciones, es liberado. Una célula que participó en ese secuestro vivía en la casa de Karina, pero desde el principio la liberaron de toda responsabilidad. “Interrogatorios, golpes, una irregularidad tras otra porque jamás declaramos en una comisaría. Ellos se dieron cuenta de que no todos habíamos participado, pero tenían que justificar el operativo, los medios estaban encima del caso, nos expusieron como subversivos en una conferencia de prensa con las cosas que había en la casa: libros, una computadora, gafas de sol... Ni un arma”, rememora. Lo publicitaron como caso resuelto, un juicio rápido con 14 testimonios que desconocieron a Karina y, sin embargo, una condena de 16 años para todos los detenidos. Ella y su única compañera mujer, la colombiana Marta Urrego Mejía, fueron al penal de Carandirú. Pronto supieron que el fiscal apeló la sentencia y la pena se estiró a 30 años, con una carátula mucho más difícil de remontar: extorsión mediante secuestro, tortura y formación de cuadrilla armada, aun cuando nada de eso tuvo una sola prueba acreditada.
Pero Karina no bajó los brazos. Logró con un abogado oficial que la Justicia le otorgue los beneficios como a cualquier presa, que en la ley de ejecución penal brasileña prevé las salidas transitorias a un sexto de la pena cumplida. Empezó a pintar, hizo cursos de fotografía, terminó el secundario en portugués y empezó a planificar junto a su madre, Hilda López Pereyra (quien todavía vive en España y viaja a visitarla), su traslado a la Argentina. Pero otra vuelta de página complicó las cosas y en 2006 los motines que bañaron de sangre los penales paulistas apuraron el pedido de traslado de Karina. Fue Hilda la que vio a una chica salir casi muerta de la unidad y ella misma fue sacada a los empujones con una 9 mm en la sien. Era el día de la madre en Brasil; Hilda había viajado en el primer vuelo a Buenos Aires para pedir por la integridad física de su hija. Néstor Kirchner, como presidente de la Nación, intervino directamente y autorizó el traslado, y en noviembre llegó a Ezeiza, faltando 49 días para cumplir el sexto de la pena que necesitaba para acceder a las salidas transitorias.
La voz de Karina es profunda como un túnel oscuro. Su descripción de la cárcel, de la vida tras los muros, del encierro que no afloja porque la vigilancia oprime la garganta, es tan clara como esa voz rasgada. En Buenos Aires, le fueron negadas las salidas que tanto había esperado. El juez Sergio Delgado con el fiscal Oscar Hermelo soplándole la nuca le negó lo que la ley habilitaba, pero claro, en las aguas bilaterales, todo se puede diluir en una fingida burocracia. El pasado de Karina se le vino encima cuando descubrió que Hermelo fue una pieza clave en el lavado de bienes de los desaparecidos en la ESMA. El mensaje era algo así como ¿Querías saber sobre tu papá? pero de la manera más macabra. Apelar no fue fácil: la dureza de las paredes de la cárcel también la golpeaban desde el sistema judicial. El tribunal de Casación y la Corte Suprema también le negaron las salidas, argumentando que para nuestra legislación es necesario cumplir la mitad de la condena para acceder a ellas. Es decir, a Karina le faltarían siete años más de encierro para gozar de un beneficio que le corresponde. Fue juzgada en Brasil y estaría saliendo si allí se hubiera quedado.
Sin poder creer que en Argentina se haya abierto este nuevo ciclo de injusticias, Karina intenta pensar su suerte: “Claro que relaciono mi pasado con mi presente. Yo debería estar con salidas transitorias y me encuentro con que quien las entorpece es un fiscal, Hermelo, que murió misteriosamente después de que lo recusé y de que la Procuraduría de la Nación lo apartara de su función por estar vinculado a la causa ESMA. A la vez, la Corte Suprema me niega las salidas en la misma semana que empiezan los juicios a la Esma. No puedo pensar en otra cosa más que en la teoría de los dos demonios. Pero esta es una visión mía: creer que estos tipos todavía ejercen mucha presión y no se van a bancar los juicios y mi libertad al mismo tiempo. Yo soy una perejila pero soy molesta. Esa es la relación que encuentro por ser hija de quien soy”.
Entre las recusaciones y los pedidos de revisión pasaron tres años. Karina es consciente de que el traslado la perjudicó. Sabe que sus compañeros presos en Brasil ya tienen sus salidas transitorias y las ejercen como la ley manda. El gobierno argentino trasladó a Karina para cuidar su integridad física y protegerla de los motines, pero una vez aquí la entregó a un Poder Judicial donde siguen actuando personajes como Hermelo o como el juez Gustavo Mitchell, presidente de la Cámara de Casación, un hombre con comprobada complicidad en la apropiación de bebés durante la dictadura.
Hace dos años, Karina intenta llegar a la Presidenta, acogiéndose al tratado sobre presos condenados del Mercosur, que firmó Cristina Fernández, y que supone que la mandataria es la única intermediaria posible entre ella (o el preso o presa en cuestión) y la Justicia del otro país (en este caso la brasileña). A días de recibir la visita de Dilma en Buenos Aires, organizaciones feministas, de derechos humanos y movimientos sociales van a hacerle llegar un pedido para que pueda considerarse la conmutación de penas que permitiría la libertad de Karina. La carta está firmada por Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, HIJOS, Agrupación Norma Arrostito, Asociación Civil La Casa del Encuentro, Diana Maffía, Maristella Svampa y Lohana Berkins, entre otros y otras.
Hilda López también escribió una carta por su hija. Allí le habla a Dilma Rousseff: “Perdone, señora presidenta, pero con mi corazón de madre, de mujer de un desaparecido y quizás con mi culpa de haberla criado con los conceptos de ser humano lo más justos posibles, le pido que se interese por mi hija, y trate por todos los medios que estén en sus manos de conmutarle la pena, para que no se pierda entre los muros de una prisión alguien que sólo por su ideología, su historia y los disparates jurídicos no pueda aportar con su rectitud valores que, le puedo asegurar, son valiosos. No es sólo mi opinión, sino la de todas las personas que la conocen. Son valiosos”.
“Soy una presa estresada”, dice Karina. Todos los días entra a trabajar a las 6.45 AM al taller de arte La Estampa. Las obras de dibujo, pintura, collage, xilografía, serigrafía, papel reciclado salieron varias veces a la calle y se expusieron en Arte BA y galerías. Karina cobra por hora trabajada, dinero del que sólo recibe un 30 por ciento para pagar sus insumos básicos: jabón, papel higiénico, pasta de dientes. El resto se supone que queda depositado a la espera de que recupere la libertad. A la tarde, Karina resigna horas de trabajo para asistir al Centro Universitario de Ezeiza, donde cursa la carrera de sociología –la única carrera disponible para mujeres presas– y coordina algunos talleres culturales. También arma la publicación interna, Oasis, y coordina los cursos del CBC. Además, ayuda a otras mujeres en la elaboración de escritos para la Justicia. A las 18 vuelve a su pabellón, recibe visitas de organismos de Derechos Humanos en su calidad de presa política, cocina, lavarropa y cuida una pequeña huerta que tienen en el patio del pabellón con acelga, morrones, perejil, cilantro, eneldo y radicheta. “Además de las flores, que son nuestro contacto con la naturaleza”, cuenta. Sus días pasan en un pabellón de autodisciplina para período de confianza en las fases de rehabilitación: Karina tiene 10 de conducta. A las 12 se le cierran los ojos y a la mañana siguiente, vuelta a empezar. Dice que el tiempo se le va de las manos ahí adentro. Pronto llega su hermano de España, a quien no ve hace 7 años. “Al martirio de estar acá se suma un sistema penitenciario obsoleto, que funciona como un cuartel militar. Muchas veces decimos que acá no llegó nunca la democracia: ‘corra, suba, cállese, póngase ahí’. El ruido de las botas suena todo el día. La poca gente que no abandona a la detenida y viene hasta Ezeiza se come un verdugueo de horas de espera, de colas, de maltrato, de requisas vejatorias”, resume y vuelve sobre la primera pregunta. “¿Qué haría si saliera? Me tomaría una birra y buscaría el agua, porque acá no nos dejan mojarnos ni cuando llueve. Cuando estaba afuera, yo era libre de verdad, así que extraño la libertad. Evidentemente no encajo en este sistema. No soy un robotito más, pero quiero ejercer mis derechos como corresponde.”
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