Vie 13.05.2011
las12

MUESTRAS

Dolor país

Durante dos años la joven fotógrafa italiana Myriam Meloni —residente en Argentina— se dedicó a retratar lo que produce el consumo de paco en jóvenes adictos y adictas y cómo la desintegración del cuerpo devela también la fragilidad de los lazos sociales.

› Por Laura Rosso

”Frágiles son esos cuerpos cada día más delgados, frágiles son esas mentes incapaces de encontrarle un sentido a la vida, frágiles los equilibrios familiares, frágil esta sociedad”, enumera sin cansancio Myriam Meloni, autora del ensayo fotográfico que lleva justamente ese nombre: “Frágil”.

Las imágenes de esta fotógrafa italiana nacida en 1980 en la ciudad de Cagliari, abordan la problemática del paco y el entorno social que lo rodea —dramático, desgarrador— y deja sin horizonte de vida posible a jóvenes de los sectores más vulnerables de nuestra sociedad. Chicos y chicas fragilizados, muertos en vida, adictos al consumo de paco, droga barata y letal generada a partir de los residuos producidos por la elaboración de la cocaína.

Se podría continuar y volver a repetir esa misma palabra porque la fragilidad se desprende de cada foto. La aproximación que realiza esta joven fotógrafa tiene muchos méritos. Es, para empezar, sumamente humana. Con su cámara se acerca a las y los protagonistas y a sus familias —madres, abuelas, mujeres, novias, hijos— y explora ese contexto. Son imágenes que golpean y nos hacen testigos del dolor. Muestra situaciones que anudan la garganta y llevan al corazón a latir con más fuerza. Pero en cualquier caso, conmueve la mirada de la autora. Su ojo, siempre respetuoso y su mirar sensible se mete en la intimidad y acompaña, a veces casi pudorosamente.

Residente en Buenos Aires desde hace dos años y con una licenciatura en Derecho sobre los hombros, a Myriam Meloni siempre le interesaron las temáticas sociales: “En todo momento me encontraba con chicos muy jóvenes y muy abandonados, en el subte, en las estaciones de trenes, por las calles, y del abandono a la adicción el paso es muy corto. Cuando empecé a investigar no me acerqué necesariamente a jóvenes que tenían un cartel en la frente de ‘adicción’, sino que me acerqué a chicos que andaban solos por las calles, y me di cuenta de que la adicción era consecuencia de un abandono previo. Así empecé. Empecé a acercarme también a las madres que los jueves hacían la ronda en Plaza de Mayo y se reunían bajo el nombre de “La madres del pañuelo negro”, y que ahora se están dando una estructura legal y se denominan “Honrando la vida”. A través de ellas empecé a entender todo lo que rodeaba a la adicción a nivel familiar. Tuve la posibilidad de meterme en ambientes familiares muy íntimos y ver que la adicción es muy difícil de combatir, que se crean muchos desbalances a nivel familiar que empeoran la situación, sin duda. Los chicos se transforman enseguida en seres muy egoístas y manipuladores. Llega un momento en que es muy difícil reconocerlos. Cambian las miradas, cambian las palabras, hay altibajos y cambios de humor muy profundos”, resume la autora sobre el origen de este trabajo.

Cuando Myriam entendió lo que quería fotografiar supo enseguida que no quería ponerlos en “un papel de víctimas, sino en un papel de personas que en un momento dado ya no pudieron elegir. Ahí supe que la violencia ya no era un elemento que iba a ser parte de mi trabajo. No los iba a poner en una situación donde ya están puestos todos los días. No iba a tener la misma mirada que tenemos muchas veces, por miedo y por prejuicios, cuando nos encontramos con ellos. Ellos mismos me contaron cuánto sufrían con ciertas miradas. Entonces para mí fue un trabajo evitar ese tipo de estigmatización. No iba a reflejar lo que la mayoría de nosotros sentimos en el momento en que nos cruzamos con ellos. Quise dar vuelta esa situación y volver a ver a estos chicos como chicos antes de la adicción. Y después hubo algo muy instintivo en mi trabajo. En un punto, no hubo un control total de la situación”. Myriam hizo una elección de veintidós fotografías, “pero debo haber hecho más de mil”, recuerda. “Mi búsqueda estética va en línea con la elección de los colores, los encuadres y la elección de la cercanía, por ejemplo. Ver una foto de un chico drogándose a cuarenta metros es lo que hacés cuando bajás en Retiro: esa escena no necesita una fotografía. Quizás una fotografía de cerca sirve para que puedas mirarlo a los ojos, observar los detalles, la textura de la piel, cuán joven es, cuán grandes son los zapatos o la ropa que llevan. Una serie de detalles que para mí son importantes para entender otras cosas.”

¿Hay alguna foto que para vos se destaque del resto?

—Hay dos fotos que me sorprendieron mucho. Una es la de Johnny, un chico de dieciocho años que yo seguí mucho tiempo, que me conquistó literalmente por su forma de hablar, por la esperanza de sus ojos y por la energía que yo le vi poner para tratar de salir. Es un cartonero muy respetuoso que creo que nunca dio el paso hacia el robo, y que yo creo que tiene la posibilidad de salir. Lo que falta es la voluntad de alguien que lo ayude. Es un chico que está muy solo, pero es un chico que no veo perdido. Y es más fácil encariñarse cuando ves esperanza. Es una de las personas que más me tocaron por la voluntad de cambiar, y por el darse cuenta de que se estaba matando.

A Johnny se lo ve en la foto en compañía de una mujer más grande, Patricia, de cuarenta y siete años. Es una foto de ambos en primer plano que a Meloni le sirvió para mostrar algo de las relaciones que se entablan: “Son relaciones que se crean sin complicidad, no hay relaciones de amistad entre ellos. Un chico adicto puede vivir tres meses en Retiro, tres meses en Constitución y tres meses en una villa. Se comparte a veces una pitada o un bocado de comida, pero es muy difícil que se comparta algo a nivel sentimental”.

Otra foto importante para Myriam son las del entierro. Esas fotos no son las de un chico adicto, son las fotos del entierro de un chico al que mataron otros que sí son adictos. “Por lo cual es la cara de la violencia —dice—. Y es importante por todo lo que hay detrás.” “El chico que muere es Luis, un chico peruano —cuenta Myriam— que trabajaba en una fábrica clandestina. Eso implica entrar muy temprano a la mañana para que no se vea la entrada y la salida. El cruzaba la villa 1.11.14 a las cuatro y media o cinco de la mañana —un momento muy difícil para la adicción porque es difícil comprar y la abstinencia se hace muy fuerte—. Y muere yendo a trabajar porque le quieren robar la bicicleta. A partir de ese hecho la familia decide volverse a Perú, una semana después del asesinato. Yo escuché a la madre sentirse culpable de haber traído a su hijo a la Argentina, cuando juntos soñaban con un futuro mejor, y volverse a su país con su hijo muerto.” Después del entierro, Myriam los acompañó a una casa de revelado rápido y se llevaron a Perú todas esas fotos que ella tomó. Fue un registro de ese momento y de cuánto lo querían a Luis en el barrio. Las fotos de Myriam fijaron esos instantes.

El ensayo fotográfico de Meloni conjuga una mirada sobre distintas situaciones y es, a la vez, una serie con un valor testimonial muy grande. Construyó una confianza con la mayoría de los chicos y chicas que fotografió. “No hay ninguna foto robada”, sintetiza fugazmente. Creó lazos, habló con ellos, entrevistó a las familias, y hasta recibió algunos regalos: “Me regalaron una cadenita y un papelito con un texto escrito, y me contaron también que en un templo evangélico oraron por mí, pequeños gestos de retribución”, ríe tímidamente y sostiene que cuando piensa un trabajo piensa en lo que la mueve en ese momento. Y se involucra a fondo. “Y en este caso no había otra forma de hacerlo”, subraya.

Hay fotos que hablan del contexto, del entorno de los barrios: un operativo policial, o un coche estacionado con un transa que vende droga frente a unos monoblocks. Otras hablan de las consecuencias familiares de la adicción, la soledad y la constante espera de Marcela, mujer de un joven adicto y sus dos hijas, o una abuela que despide a su nieto Ezequiel luego de una salida de la cárcel. “Esa es una foto a la que no voy a renunciar nunca, aunque había muy poca luz... —dispara la autora—. La sensación de que puede ser el último abrazo está siempre.” Y otra vez Ezequiel en otra foto, a quien Myriam siguió mucho. Lo fotografió en su lugar de encierro y también saliendo de su casa para volver a la cárcel: atraviesa un pasillo, “algo parecido a un túnel —compara Meloni—, donde hay una luz, pero hay muchísima más oscuridad”.

Otra foto da cuenta de una cicatriz en el torso de Gustavo, de veinte años. “Simboliza la violencia estructural a la que están acostumbrados y de la que son parte. Esa cicatriz es parte del cuerpo, así como la violencia, en muchos lugares, es parte de la vida cotidiana. Me interesó asociar la violencia estructural de ciertos barrios, de ciertos contextos con el elemento corporal de una cicatriz. Gustavo se fue a internar unas horas después”, se acuerda Myriam de repente. Y en su hombro se lee Betty, el nombre de su madre. Angy es una chica adicta de veintiocho años que le escribió una carta, “es una chica muy dulce, y me interesó mostrar en las dos fotos cómo cambió su rostro en tan solo cuatro meses”.

Toda la serie de fotos de Myriam Meloni, tal como señala Juan Travnik, curador de la muestra, es “un alegato atemporal en el que se presentan el desamparo y la vulnerabilidad que genera la exclusión social en cualquier lugar y momento histórico”. Y lo valioso es, además, que lo acompaña con su mirada repleta de respeto y amor.

“Frágil”, hasta el 5 de junio en la Fotogalería del Teatro San Martín, Corrientes 1530.
Desde las 12 y hasta la finalización de las actividades del día en el Teatro.
Entrada gratuita.

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