Viernes, 3 de junio de 2011 | Hoy
CINE
A partir del próximo martes se ofrecerá en Buenos Aires la primera retrospectiva local del cine y la fotografía de Ulrike Ottinger, autora total de una obra personalísima. Pintora, escenógrafa, escritora, camarógrafa, puestista, cineasta, viajera incansable hacia mundos diversos y sorprendentes, creadora lúdica y exuberante. Vale realmente embarcarse en la aventura de los once films que se exhibirán en la Sala Lugones, de las imágenes soñadas que se colgarán en la FotoGalería del Teatro San Martín.
Por Moira Soto
Ave rara, migratoria, desprendida de la bandada y, sin embargo, implicada a través de sus creaciones, Ulrike Ottinger –afortunadamente– aterrizará en Buenos Aires la semana que viene, representada por 11 de sus films y una muestra fotográfica que le pertenece. Artista visual, diseñadora de escenografía, guionista, puestista teatral y operística, cineasta, Ottinger se suma a la tradición de aventureras viajeras que arrancó probablemente con Egeria, la monja gallega peregrina que en pleno siglo IV se lanzó durante tres años por los caminos del Cercano Oriente, siguiendo la pista de los lugares bíblicos y dejando constancia escrita –se adelantó con un primer libro de viajes al mismísimo Marco Polo– de su audaz gesto de suprema libertad. A Egeria la siguieron varias damas exploradoras tan intrépidas como Catalina Erauso –la Monja Alférez– en el XVII y, más adelante, ya en el XIX, esa serie de ladies con Mary Kingsley a la cabeza por su arrojo y desprejuicio, seguida de Ida Pfeiffer, Alexine Tinne, May Sheldon y otras bravas expedicionarias que enfilaron hacia Africa, mientras que Mary Montagu, Hester Stanhope o Anne Blunt emprendieron rutas orientales, todas sorteando incontables obstáculos. Ese espíritu curioso, buscador, temerario acaso encontró su máxima expresión en Isabelle Eberhardt, la bella joven suiza que encontró su identidad antes de morir a los 27 en el sur de Argelia, entre los beduinos, con ropas masculinas árabes, convertida al Islam...
Ulrike Ottinger (Constanza, Alemania, 1942) se incorpora gozosamente a estas huestes en pos de nuevos horizontes, ya en la segunda mitad del siglo XX, cuando comienza la eclosión del feminismo y el despertar cada vez más extendido de las mujeres acelera la conquista de algunos derechos elementales en Europa y los Estados Unidos. Por cierto, Ulrike siempre fue una feminista atípica, tirando a marginal que –por ejemplo– cuando algunas cineastas comprometidas con la causa hacían películas un tanto ombliguistas sobre cuestiones específicamente femeninas, o didácticamente agitadoras, ella se permitía realizar Madame X, una soberana absoluta (1978), sobre una pirata china que maneja su propio juego con el poder aprovechándose de estructuras patriarcales, o Retrato de una alcohólica (1979), donde una hermosa y digna señora decide dejar París un día de sol, abandonar su pasado y cumplir el deseo de vivir bebiendo en una ciudad desconocida, Berlín, siguiendo un folleto turístico, que emplea como itinerario alcohólico...
De Madame X dijo enfervorizada la escritora Patricia Highsmith: “Severa e implacable belleza, cruel reina sin corona en el Mar de China, ella promete oro-aventura-amor apelando a todas las mujeres para que se atrevan a cambiar sus cómodas vidas insoportablemente aburridas, por un mundo lleno de peligros e incertidumbres, pero también de amor y aventuras. ¡Reivindico a Madame X, ingeniosa y sarcástica, y a pesar de todo, romántica!”. De su propio y personal ideario declara UO: “Siempre me he sentido feminista. En los ’70, cuando tantas mujeres se reconocían parte del movimiento, me decían que yo no lo era por causa de films como Madame X. Ahora que sucede lo contrario, que pocas mujeres se reconocen feministas, resulta que muchos se refieren a mí como una famosa feminista... Tal y como tengo entendido el feminismo, las mujeres deben tener derecho a todas las alternativas posibles, a la liberación para hacer cosas maravillosas. En consecuencia, creo que soy feminista. Por otra parte, mi trabajo parece ir de acuerdo con lo que se ha dado en llamar la práctica del queering: quizás esta apreciación se deba a que muestro el mundo desde una perspectiva diferente a la percepción convencionalmente establecida”.
Ottinger permaneció en Constanza durante su infancia y adolescencia. Hija de un padre pintor que la llevaba a exposiciones y de una madre que le aportaba la música y el lenguaje, su gusto por las artes visuales y la literatura se despabiló tempranamente. De hecho, la niña Ulrike fue un poco forzada a aprender el violín (un tío violinista había muerto en Auschwitz y había que retomar esa herencia), pero ella supo rebelarse: a los 12, antes de dar un concierto, mandó a pasear su violín por el Rin, la corriente se lo llevó... Mujer muy independiente, traductora de varios idiomas, la madre inicia a la chica en la pasión por los viajes: van juntas a Suiza, España, Holanda, Portugal. Ulrike recuerda un barco para doce pasajeros entre los cuales una señora lánguidamente instalada en su reposera recitaba de memoria fragmentos de La montaña mágica, de Thomas Mann, con el segundo oficial rendido a sus pies.
En Constanza, zona de ocupación francesa, la adolescente conoció a un grupo de jóvenes de ese origen, pos surrealistas que la alentaron a irse a París a los 19, donde estuvo de 1961 a 1969, conociendo a personajes legendarios como Ré Soupault (“Una diosa en los círculos vanguardistas no solo por sus trabajos fotográficos y sus inquietudes etnográficas, sino también por su actitud político-artística”) o Fritz Picard (exiliado de Berlín desde 1938) y su fantástica librería donde “los volúmenes apilados formaban columnas hasta el techo, como sosteniendo la bóveda”. En París, Ottinger estudia historia del arte, pinta, expone, se enamora del cine, adora las películas de Erich von Stroheim (“¡Ahí quiero ir!”, afirma que pensaba por ese entonces). Y se decide: “La idea de convertirme en cineasta me vino cuando conocí el cine expresionista alemán, Luis Buñuel, la Nouvelle Vague”.
Desde 1973, UO, cuando no viaja, vive en Berlín. Ha hecho 13 films incomparables, que van desde los 10 a los 501 minutos, navegando entre el documental y la ficción. Ha tomado miles de fotografías y ha estudiado otras culturas, se ha interesado por la historia de las religiones. Y también ha encontrado tiempo y energías para hacer la régie de una ópera en Bonn, Effi Briest, de Iris Schiphorst y Helmut Dehring (sobre la novela de Theodor Fontane que filmara Rainer Werner Fassbinder), en 2002; también para dirigir tres obras de Elfriede Jelinek: Los adioses (2000) con el Berliner Ensamble, Deseo y permiso de conducir (1986) y Clara S (1983, tragedia musical sobre la mujer de Robert Schumann, Clara Wieck, pianista y compositora de talento, postergada a la sombra de su célebre marido). En 1999, Ottinger llevó a escena la farsa mágica La fiesta de compromiso en el reino de las hadas, de Johann Nestroy. En todos los casos, la artista diseñó las correspondientes escenografías.
Desde sus primeras producciones cinematográficas –Fiebre de Berlín (12’, 1973), La seducción de los marineros azules (50’, 1975), Laoconte & Hijos, La historia de la transformación de Esmeralda del Río (50’, 1975)– Ulrike Ottinger desarrolló una autonomía infrecuente en el medio, y la mantuvo contra vientos y mareas del mercado, conquistando el respeto y la admiración de exigentes críticos, reconocimientos dentro y fuera de su país. Retrospectivas de su obra fílmica y fotográfica se han ofrecido, entre otros lugares de prestigio, en la Bienal de Venecia y en Documenta Kassel, la Cinemateca Francesa y el Centro Pompidou, en el MoMA de Nueva York y el Museo Reina Sofía de Madrid.
Curiosa y sin preconceptos, juguetona y humorística, siempre abriéndose a nuevos temas, a paisajes desconocidos, capturando las resonancias de la historia en la actualidad, sensible a rituales y mitologías, recurriendo desinhibidamente a todas las artes, siempre con un oído finísimo y muy entrenado para las bandas de sonido de esas películas suyas que conjugan culturas y épocas diferentes. Y que remiten a viajes en el tiempo y el espacio, a estaciones, a trenes, barcos, aviones... “Mi trabajo abarca intereses diversos –dice ella–. Hay temas que me parecen tan interesantes que no los puedo agotar en un solo trabajo. Entonces, los abordo desde diferentes lados: hago una película de ficción y un documental, también puedo tomar fotografías. El cine tiene sus propias leyes, a lo largo de la tarea se va advirtiendo qué es lo que encaja bien y lo que no. Para crear un mosaico, tengo que tomar cada piedrita cinco veces en la mano, hasta que se ensamble: un trabajo sumamente complejo lograr que cada piedrita complemente a la otra en la imagen. A veces, aparto las piedras preciosas que pueden ser una joya por sí mismas, pero que no se integran al todo.”
La polémica suscitada en 1978 por Madame X, una soberana absoluta (141’) resultó finalmente favorable para la difusión de esta producción protagonizada por Tabea Blummenschein que Ottinger realizó en plan de comedia, con trasfondo crítico, según su propia interpretación del feminismo: “Yo misma fui actora y de ninguna manera estaba en contra. En todo caso, me oponía a –¿cómo llamarlo?– un marxismo vulgar. Formulé mi escepticismo con humor en una comedia con espíritu de pertenencia, pero también haciendo un análisis no complaciente. Creo que para muchas mujeres fue algo nuevo y revulsivo imaginarse distintas y más libres. Por eso se dio esa reacción vehemente contra este film, en contra y a favor”. A años luz de toda solemnidad, Madame X incita a dar vuelta como un guante el patriarcado, a sacar partido de lo que hay para transformarlo. Ulrike Ottinger, con simpatía por las mujeres piratas en general, se inspiró en historias de bucaneras reales chinas. Y se hizo a la mar, pero no en la China –por problemas de costos– como habría deseado, sino en el lago de su Constanza natal. Igual se divirtió un montón, asegura, filmando estas extravagantes aventuras lésbicas, siempre sabiendo que aunque el momento de la ruptura es excitante, “era necesario dejar en claro que el entusiasmo del despertar puede no ser duradero. Y que es muy importante que los deseos de liberación y cambio permanezcan”.
Desde luego, la indómita Ottinger no se achicó frente a las críticas de parte del feminismo un tanto formal de fines de los ’70 y dobló la apuesta con el Retrato de una alcohólica que se compra un pasaje de ida, resuelta a emborracharse hasta morir, parando en todas las estaciones del exceso etílico, con Magdalena Moctezuma encontrando la horma de su zapato, Nina Hagen. Y a continuación una insólita visita a Virginia Woolf a través de Freak Orlando –Pequeño teatro del mundo en cinco episodios–. Travesía a través de los siglos de Orlando varón, Orlando mujer, la continuidad entre pasado y presente con un descacharrante despliegue de barroquismo visual, de colores restallantes, citando libremente a Walter Benjamin. Como una Diane Arbus con humor, freaks y flagelantes, la Inquisición española y la psiquiatría del siglo XX. El maridaje entre la naturaleza y el artificio: en el arranque, el-la protagonista se topa, antes de entrar en Freak City, anunciada con un letrero de neón en medio de la nada, con una chica –los brazos en alto– que parece brotar, desde la cintura, del musgo que en verdad es una tela verde... Pasa Orlando –varón, mujer qué más da– le deja un besito galante en el pecho desnudo y sigue su camino entre enanos, santas, seres mitológicos, guiños a Buñuel, procesiones de penitentes que marchan con ritmo militar, guiños a Tod Browning, la cabalgata del circo de la historia y la leyenda, donde un Cristo crucificado puede ser la propia mujer barbuda dentro de una iconografía religiosa audazmente reciclada...
Luego de reinventar a Orlando en otros contextos, Ulrike encuentra otra musa en Oscar Wilde, de cuya obra brota en plenos ’80, Dorian Gray en el reflejo de la prensa amarilla (150’), con la glamorosa top model de los ’70 Verushka (von Lehndorff) como el ambiguo Dorian, Delphine Seyryg (otro talismán de la directora) en el rol de Frau Doktor Mabuse, una formadora de opinión decidida a crear una figura mediática, mientras que en esos tríos de mujeres que tanto le gustan a Ottinger, aquí, como las diosas del Destino: Irm Hermann, Magdalena Montezuma y Bárbara Valentin. Para la ocasión, la cineasta crea una escenografía con motivos del pintor Gustave Moreau y dispone escenas de ópera dentro del cine, al aire libre, con un marco teatral recreando el espacio: una vez más, invierte los términos de la convención y transforma en escenografía el paisaje “natural”, real (piedras, montañas). Dice Ulrike que la alusión a Fritz Lang a través del nombre Mabuse solo representa “un recuerdo de la tiranía”.
La siguiente obra, Superbia, apenas dura un cuarto de hora y, sin embargo, no alcanzan ni los ojos ni los oídos para aprehender, abarcar tanta riqueza visual y auditiva, tanta alegoría suelta que atraviesa la pantalla, tanto desparpajo para entreverar, ligar ficción de rasgos operísticos con imágenes documentales de desfiles y reuniones masivas (donde no faltan Perón, Isabelita, López Rega en un palco). Este film se regodea con la exposición de los siete pecados capitales que conducen directamente a los infiernos, amenaza que sin duda divierte a Ottinger, quien prosigue su ajuste de cuentas con la Iglesia Católica oficial. Todo comienza con una altisonante proclama de la Soberbia: “Soy la orgullosa raíz de todos los males, el primero de los siete pecados capitales. De mí nació el árbol del vicio, cuyos frutos pecadores son mis seis hijas: Gula, Pereza, Avaricia, Ira, Envidia, Lujuria...”. Acompañada de su alucinante cortejo, Lucifera Soberbia también lleva a su sirvienta Blasfemia...
La serie de documentales –a la manera de UO, claro– se inicia en 1986 con China, Las Artes. La vida cotidiana. Una descripción fílmica de un viaje en tres capítulos, de 270’. Una película que Ulrike Ottinger considera una exploración de campo para otra posterior, Juana de Arco en Mongolia: “Podría decir que el documental es el encuentro con el Otro, extranjero, y Juana la representación, la puesta en escena donde sucede un nuevo realismo que se apoya en un extenso trabajo preliminar. Es decir, la liberación de suficientes espacios para que de verdad se produzca el encuentro.
Dos cortos, Usinimage, un paseo exploratorio por la arquitectura urbana e industrial, y Countdown, un reflejo de la primera etapa de la reunificación de Berlín, preceden a la imponente Taiga, un viaje a los nómadas de yak y renos en la región septentrional de Mongolia, de 1992. Un minucioso periplo por pueblos nómadas donde aún existe el poder de los chamanes, deteniéndose en cada localidad, su historia, su vida diaria, dedicándoles generosamente 8 horas y media de metraje ...
Según su costumbre, alerta a temáticas poco frecuentadas, que conciernen a marginales y a marginados, en general a gente nómada por distintas causas, Ottinger toma en Exilio Shanghai, durante más de 4 horas, seis historias de judíos alemanes, austríacos y rusos que se cruzan en Shanghai, ciudad donde se refugiaron durante el nazismo, la última puerta que se les abrió. No por azar, en 2002 la artista realiza Ester, un juego Purim en Berlín, de apenas media hora: la fiesta judía narrada por Gyorgy Konrad (el escritor húngaro cuya familia fue asesinada por el nazismo) y actuada por inmigrantes de países del centro y sureste europeo.
Prater, de 2007 y duración “normal” (104’) es una fantástica excursión a un histórico parque de diversiones de Viena, desde sus orígenes hasta la actualidad, mediante documentos testimonios y las escenas in situ tomadas por Ulrike, más citas cinéfilas y literarias. Entre las cuales, Josef von Sternberg, Elias Canetti, Elfriede Jelinek (quien además aparece junto a la silueta de un gran gorila). Un monstruo mecánico hace la clásica invitación: “¡Pasen y vean!”. En este mundo paralelo se despliega una imaginería cara a UO: fenómenos y clowns, luchadores y acróbatas, ilusionistas y marionetas, comida y bebida... Y el fresón de la torta: Verushka caracterizada de vistosa Barbie entre las atracciones. El cofre nupcial coreano (2008), último documental cierra la retrospectiva que se proyectará en la Sala Lugones: esta vez le toca a Corea ser visitada por la mirada atenta, cordial, igualitaria, respetuosa, dispuesta a descubrir de Ottinger. Como ella dice: “Lo que me interesa de estos viajes es la experiencia con otras culturas. Una tiene que involucrarse, si no fracasa, de esto estoy muy convencida. Debe una acercarse a la gente sin una postura, sin expectativas preestablecidas y averiguar qué se puede hacer juntos”.
La última ficción realizada por la cineasta es Doce sillas (vista en el Festival de Mar del Plata en 2005, con la presencia de Ulrike), película que según Laurence A. Rickets “resume, cita, revisa y se construye sobre la obra fílmica anterior de la directora”, con rastros de 8 y 1/2 de Fellini, de Once hijos de Franz Kafka, está basada en la novela de Ilya Ilf y Yevgeny Petrov, de 1927. Tres buscadores de un tesoro escondido durante la Revolución Rusa en un juego de sillas forradas de chintz inglés: un excelente pretexto para viajar por Ucrania a lo largo de doce estaciones, con distintas épocas conviviendo en pantalla, siguiendo el modelo del teatro mongol.
“Tundra, la venganza de una huérfana rusa, salvaje y cruel tundra”, susurrra la voz seductoramente persuasiva de Delphine Seyryg mientras que en la pantalla, simulando un travelling, circulan imágenes de árboles pelados, azotados por la nieves, pintados en fríos tonos azulados. La cámara se aleja y comprobamos que esa proyección hace las veces de ventanilla de un lujoso tren donde viaja la elegantísima lady Windermere (Seyryg), etnóloga aficionada, erudita independiente detrás de la cual cuelga una estampa japonesa. Ella va en el legendario Transiberiano evocando su construcción, los 11 mil kilómetros que recorría en tiempos en que la realeza y la diplomacia lo tomaban como un hotel de lujo. “Durante más de cien años la gente viajó aquí de Occidente a Oriente”, musita la mujer rodeada de cuadros y objetos artísticos. Ella recuerda a los chinos que hace muchísimo tiempo se atrevieron a llegar hasta la tundra dejando señales por el camino, “primer intento de domar el paisaje salvaje mediante la naturaleza cultivada”. En este prólogo cautivante se condensan los temas del film, las obsesiones de Ulrike Ottinger sobre encuentros y transferencias de culturas, sobre el posible intercambio entre realidad e imaginación.
Otras tres viajeras son presentadas: Fanny Ziegfeld (Gillian Scalici), estrella del musical de Broadway de los ’40 que viene de hacer la exitosa Green Dreams; Giovanna (Inés Sastrte), preciosa joven contemporánea con su mochila que va en clase popular, entre soldados y campesinos, un ganso en un canasto, una cabra de pie; la señora Muller-Vohwinkel, catedrática de instituto, según reza su tarjeta sobre la mesa. En todas las ventanillas se ve la misma proyección sin fin de los árboles pintados, y el tren va parando en estaciones aun más escenográficas que las del film El expreso de Shanghai (1932), de Josef von Sternberg. En el Transiberiano están también las hermanas Kalinka, suerte de Andrew Sisters que amenizan el viaje con piano, guitarra y canto. Este trío que fue inventado por Ottinger juntando a una cantante de rock y jazz, a una pianista que vio en un concurso y a una argentina –llamada Jacinta, a secas– emigrada a París en el ’78, cantante de temas yiddish y también actriz. De las tres morochas, es la más petisa, de boca más carnosa y cejas más espesas...
Lady W le echa raudamente el ojo a la agreste Giovanna y empieza a hechizarla: “No se mueva, usted me recuerda a aquella princesa de Mongolia que montada en una espada mágica volaba sobre desiertos y estepas”. ¿Quién podría resistírsele? No Giovanna, precisamente. Lady W sigue envolviéndola con palabras sobre las siete pruebas, las siete serpientes, los siete tigres, las siete danzas, los siete deseos... Giovanna acepta la invitación a cenar. En el coche comedor, además de Fanny, la señora Muller, las Kalinka y otros pasajeros, está Mickey Katz, rechoncho y muy maquillado tenor judío-americano, sibarita, que se derrite ante platos despampanantes, increíbles delicias rusas, distintos caviares. La gastronomía se sigue cultivando luego en el salón privado de Lady W que ofrece té con frutillas salvajes y crema fresca, gâteau campesino comprado en el andén, bizcochos de centeno y miel, mientras sigue coqueteando con Giovanna que ya durmió en su camarote. “No tengo el Eros pedagógico tan desarrollado como usted”, le dice con cierto resentimiento la señora Muller...
Todo va sobre rieles hasta que las imágenes que se ven por la ventanilla se vuelven reales y soleadas, en medio del desierto y las montañas: amazonas de Mongolia avanzan con armas de guerra, detienen el tren y gracias a la traducción de Lady W, las viajeras se enteran de que son rehenes de las jinetas ataviadas con suntuosas prendas. Aquí comienzan las verdaderas aventuras transformadoras de las siete mujeres (incluidas las Kalinka). Aventuras que llegarán más lejos que los saberes de una, la imaginación de otra... A partir del momento en que la gran princesa Ulun Igal las convida con leche de yeguas blancas bendecidas el noveno día del tercer mes de primavera, se inicia la inmersión en una cultura que nunca es presentada como exótica sino como otra forma de vida, de entender el arte, la vida cotidiana, de tener una estética que se manifiesta hasta en la más pequeña pieza del colorido y complejo vestuario. Pero las distancias no son tan grandes ni tan insalvables: Lady W le comenta a la gran princesa que Luis XV ordenó cierta vez a toda la corte vestirse a la manera china, y su interlocutora le responde: “En el espejo de nuestro palacio de verano las cortesanas tomaban el té en traje rococó”. Lady W cierra: “Nuestro rococó sería impensable sin las chinoiseries”.
En verdad, aunque se presenta en la retrospectiva con el título traducido, el original debería ser respetado porque juega con la fusión de leguas: Johanna d’Arc of Mongolia, así como todo el film celebra las diferentes músicas, los rituales. Contrariamente a lo que se podría sospechar desde Occidente, Ulrike Ottinger asegura que “las mujeres son bastante poderosas en Mongolia: es una sociedad diferente de la china, muy libre. Viajan con los rebaños en sus yurtas rodantes. Creo que es una sociedad muy sabia, claro que endurecida porque la naturaleza lo exige. Para mí, los nómades pueden ser mongoles, desempleados, intelectuales, artistas judíos, refugiados, viajeros en busca de conocimientos y aventuras. Veo la ruta del Transiberiano como una especie de libro de visitas a culturas con influencias diversas. El tema central de Johanna es lo contagiosas que pueden ser las ideas nómades”.
Martes 7: Retrato de una alcohólica (107’), a las 14.30, 17, 19.30 y 22.
Miércoles 8: Freak Orlando (126’), a las 14.30, 18 y 21.
Jueves 9: Juana de Arco de Mongolia (165’), a las 14.30, 18 y 21.
Viernes 10: Doce sillas (198’), a las 14.30 y 19.30.
Sábado 11: Superbia-El Orgullo (15’); Usinimage (10’); El espécimen (19’); Ester (32’), a las 14.30.
Exilio Shanghai (275’) a las 18.
Domingo 12: Juana de Arco de Mongolia, a las 14.30.
Freak Orlando, a las 18.
Prater (104’), a las 21.
Lunes 13: no hay función.
Martes 14: Doce sillas, a las 14.30 y 19.30.
Miércoles 15: Prater, a las 14.30, 17 y 22.
Jueves 16: El cofre nupcial coreano (82’), a las 14.30, 17, 19.30 y 22.
En la Sala Lugones del Teatro San Martín, $ 12, estudiantes y jubilados/as $ 5, Corrientes 1530. En la misma dirección pero en la FotoGalería, primer piso del Hall Central, se puede ver con entrada libre la muestra fotográfica, de lunes a viernes desde las 12, y sábados y domingos desde las 14 hasta la finalización de las actividades del día. Esta exposición cierra el 3 de julio.
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