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Viernes, 13 de junio de 2003

TELEVISIóN

Una mujer de fierro

Acaba de recibir su cuarto Martín Fierro en un momento de plenitud profesional y personal, sin abandonar esa imagen de Chica 10 que la ha acompañado a lo largo de una extensa carrera que despegó en Rosario. Madre de tres hijos, esposa acostumbrada a compartir roles con su marido, al frente de tres programas de TV, nadie se la imagina relajándose un sábado mientras le enseña a su hija mayor a hacer ruedos y pegar botones. No son contradicciones: es un estilo.

Por Moira Soto

El 3 de junio, día en que Mónica Gutiérrez recibió el Martín Fierro por su labor como conductora periodística de “América informa”, era además el aniversario de la muerte de Clara Pasafari, madre de esta rosarina que volvió a la televisión abierta en 1997 y que este año sumó un nuevo programa “Informe central” sin dejar de lado el cable, donde mete “Las manos en la masa” los martes a las 22 por Plus Satelital. El recuerdo emocionado de su mamá surge frente a la gran biblioteca que cubre una de las paredes del amplio living por el que circula una Mónica Gutiérrez de cara lavada, cuya figura de junco, de suéter y pantalones negros, evoca a la Audrey Hepburn que en Cenicienta en París se iba a hablar con los existencialistas vestida de ese modo.
“En mi casa las paredes estaban forradas de libros, había estanterías por todos lados. Los recuerdos más nítidos que tengo de mi mamá son: ella entre libros, ella sobre una máquina de escribir. Eran lindas aquellas máquinas, los carbónicos, yo soy de las que aprendieron a escribir con diez dedos, sin mirar, a mucha velocidad... Mi mamá era un personaje fuera de serie para su época: militante universitaria en los ‘50, muy feminista –en el auténtico sentido de la palabra– en su manera de andar por el mundo. Ella siempre hizo de su vida lo que quiso. Deduzco que esto tuvo que ver con su formación, con el padre que tuvo, un calabrés que estudiaba cine en Roma y que a los veintidós, perseguido por el fascismo, fue enviado por su familia a la Argentina. Llegó en los años ‘20 y, aunque se murió cuando yo tenía cinco años, pude reconstruir su historia gracias a que la familia italiana vino a nuestro encuentro hace poco. Así comprobé que la leyenda del abuelo contestatario era real. No sé bien qué le inculcó a mamá, ella era lo que era y a su vez nos transmitió un espíritu decididamente feminista. Mamá tenía por lo menos dos títulos universitarios y un doctorado. En cambio, mi papá había escasamente terminado la primaria. Pero se casaron y vivieron juntos toda la vida. Nunca entendí muy bien cómo hacían para complementarse, pero a poco que mi papá se murió, mi mamá lo siguió porque no pudo soportar su ausencia. Papá amaba a esa mujer tal cual era. A esa mujer que hacía cosas terribles para la época, como aceptar una beca e irse varios meses a vivir a otra parte, con hijos chiquitos. Muy atípica. De todos modos, mi viejo imponía cada tanto una orden.”
Mónica Gutiérrez sonríe con ternura cuando trae a la memoria a su madre “instalando en la casa la idea de que todo lo del mundo temporal le era ajeno: ella no pagaba las cuentas, no firmaba cheques, no cocinaba, no hacía café... Estaba para cosas más trascendentes: investigar, escribir libros. Fue muy querida y reconocida por sus alumnos y discípulos. En casa, con sus hijos, tenía una relación muy intensa, muy pasional, por momentos idílica, por momentos tempestuosa. Nunca aburrida. A mi hija Greta, que ahora tiene ocho años, la gesté durante la enfermedad y muerte de mi madre. Yo fui la primera hija, la mayor, lo mismo que Greta, una chica de espíritu independiente, pero con contradicciones: hace unos días, miró con mucha atención una grabación de mi estadía en Santa Fe, por las inundaciones. ‘Muy bien, mamita, pero me gusta que seas ama de casa’, me señaló. Desde entonces, cada vez que me pregunta qué me gustaría que ella sea, le digo: ‘Ama de casa’. Y se ofende mucho. Le pido explicaciones y me responde: ‘Porque es aburrido y no te pagan’”.
–¿Y vos qué relación tenés con las tareas del hogar?
–Bueno, cuando quiero relajarme un poco, tengo la fantasía de hacer las cosas de la casa, me encantan como laborterapia. Este fin de semana me puse a enseñarle a coser a Greta, cosa que hago bastante bien. Es que yo estaba lista para ser la esposa perfecta: sabía coser, bordar... Incluso tomé cursos de corte y confección cuando cursaba dos carreras universitarias. En verdad, la segunda la hice a pedido de mi vieja: cuando le dije que iba a cursar periodismo, me contestó: “Está bien, me encanta, pero de paso estudiá algo”. Un poco para complacerla, aunque ahora lo agradezco, hice unas cuantas materias de Derecho, como veinte. Pero entre una facultad y otra, me iba a lo de una modista a aprender corte y confección. Y desplegábamos todos los moldes, me gustaba realmente. Me pasaba horas escuchando radio y cosiendo. Hasta cierta edad, me hacía yo toda la ropa, pero cuando empecé a trabajar en la tele no tuve más tiempo de nada. Así que, como te decía, este fin de semana me puse a enseñarle a Greta a coser el ruedo de los pantalones, a pegar botones. Creo que debe saber hacer ciertas cosas básicas de supervivencia.
–Cuando elegiste el periodismo, ¿tenías definida la especialidad en política?
–No exactamente. Es muy básico lo que te voy a decir: me encantaba ver los noticieros, sentir el vértigo de la información, el movimiento en las redacciones. También tenía la idea de cambiar el mundo. Era una cosa más bien lúdica. Hace un par de años recuperé el contacto con la que fue mi maestra de 6º, 7º grado, Virginia Sosa, que me llamó por teléfono y me recordó el periódico que hacíamos en esa época: “Vos eras la directora”. Es cierto, trabajábamos mucho, escribíamos notas, lo diagramábamos. Ya en la secundaria, yo era la encargada de hacer todos los audiovisuales. Seguramente ahí está el despegue de una vocación ligada a la comunicación. Me gustaba mucho escribir, ahí mi vieja me apoyó mucho, mandó materiales míos a concursos de literatura. Gané algún premio en poesía, ella se entusiasmó mucho y me publicó dos libros.
–¿Hiciste periodismo escrito antes de dedicarte a la televisión?
–Algunas columnas, algunas colaboraciones. El periodismo escrito, la literatura me quedan pendientes, pero por el lado del disfrute, más bien. En cuanto a la tele, la primera prueba no la pasé porque tenía un grave problema de dicción: ceceaba. Me metí de cabeza con un foniatra tres o cuatro meses e hice otra prueba. La pasé y empecé a trabajar en televisión. A los dieciocho años me paraban por la calle en Rosario y yo firmaba autógrafos. Al principio me parecía mágico, me halagaba, pero muy pronto lo incorporé con naturalidad. A mí me gustaba hacer mi trabajo, el resto se daba por añadidura.
–¿Cuándo descubriste que el periodismo es realmente un poder?
–Bastante más adelante. En Rosario hice un programa que se llamaba “Telefamilia”, a media tarde. En realidad, de mi primer trabajo en Canal 5 me echaron mal, tal vez por ejercer ese poder. Era muy chica y venían al programa diputados a hablar sobre la ley de alquileres, yo estaba estudiando Derecho y sabía del tema. El productor me dijo: “Ahora, Mónica, te parás ahí y le hacés una pregunta a los diputados y te dejás de hablar, ¿me entendiste?”. Y yo les hice veinticinco preguntas en un minuto y medio. Cuando terminó el programa, un magazine, me llama el productor y me anuncia: “Desde mañana vas a hacer el bloque de moda”. Me acuerdo de que agarré la calle y empecé a caminar, caminar... y no volví nunca más. Después tuve un trabajo en Canal 3. Es cierto que mi mamá había hablado con el gerente de programación comentándole mi situación laboral, pero ahí quedó. Y un día agarré el grabador y me fui a una conferencia de prensa que daba Alberto Cortez en un hotel de Rosario. No tenía ni donde pasar la nota. Empecé a preguntar y de golpe miro para atrás y veo que entre la gente hay una camarita, que era la primera videocasetera que llegaba a Rosario y con ese equipo estaba el gerente de programación del Canal 3. Cuando termina la conferencia, me dice: “¿No querés hacer una pruebita para nosotros?”. La hice y me quedé a trabajar.
–¿En qué momento aparece la política como eje temático?
–A mí siempre me gustó más la cosa política debido a mi paso por Derecho. Pensá que arranqué con Ciencias de la Comunicación en la Católica, de ahí pasé a Filosofía y Letras en la estatal, una facultad sumamente politizada, plena movida de los ‘70. Al mismo tiempo estudiaba Derecho, carrera que elegí porque la consideré afín con el periodismo, porque te da rigor para la lectura conceptual, el análisis. Me atrajo mucho el Derecho Penal, creo que de no ser periodista hubiera sido penalista. Por eso cuando vengo a Buenos Aires, fin del gobierno militar, voy a parar a Tribunales. Me apasionan los casos policiales, lo que tiene que ver con la reconstrucción de los hechos. Yo cuando llegué a Buenos Aires había salido gateando varias veces de la facultad, había esquivado balaceras, pero nunca había visto un muerto de cerca. Cuando me mandaron a cubrir el primer accidente, me temblaban las piernas. Entonces, una vez que viste la muerte y la vida, la pobreza en el límite, y la máxima opulencia, algo se va procesando, madurando en tu interior. Además, me busqué un psicoanalista que me ayudara.
–¿En el momento de mayor despegue profesional?
–Sí, en el ‘83, año en que tuve una crisis muy fuerte. Me hacían notas, era una etapa glamorosa, pero la procesión iba por dentro. Y un día, haciendo un viaje de trabajo, toda maquillada, producida, me agarró un ataque de llanto imparable. Me habían pasado demasiadas cosas demasiado rápido, tenía dudas, una crisis de identidad. Después de esta explosión encontré a este psicoanalista maravilloso que durante algunos años me ayudó a encontrar mi lugar en el mundo, a convivir conmigo, y cuando me dio de alta, se convirtió en mi interlocutor válido. Ahora, a la distancia, lo veo como a un amigo que me acompañaba en la vida con ese vínculo tan especial. El murió hace un par de años, pero permanece adentro, es una de las personas que más extraño. Cuando supe de su gravedad, la primera reacción fue egoísta: se está llevando el disco rígido de mi vida, que alguien lo pare... Después del duelo entendí queese disco lo había dejado en mis manos, y que aun en las circunstancias más difíciles iba a disponer de esos elementos. De hecho, pasé después dos crisis muy fuertes y salí a flote.
–Luego de esa etapa glamorosa como vos decís, que se extendió a los primeros años de la democracia en Canal 7, llegó el repliegue en el Canal de la Mujer.
–En el ‘89, cuando cambia el gobierno, se produce una ruptura en ATC. Para no romper, me tomo una cantidad de francos que me debían, pero dispuesta a volver. Quedé con la imagen muy pegada a un canal público, considerado estatal, en un gobierno que colapsaba y terminaba mal como el de Alfonsín. Quedé ahí como una viuda sin destino, quizás debí haberme ido antes porque los dos últimos años pené, degeneró todo mal, de Semana Santa y Felices Pascuas del ‘87 en adelante. Le pido una entrevista a Carlos Montero que estaba en VCC y él me dice que espere, que me la banque, que me ve con mucho futuro, que si sale algo me va a llamar. Y a los poco días me ofrece una hora diaria en el Canal de la Mujer, un proyecto nuevo que arrancaba. “Te pongo los fierros, el estudio, un par de productores, pero no tengo plata, a lo sumo un pequeño viático.” Acepto y empiezo en noviembre del ‘89, un verano terrible en un estudio chiquito, sin aire. Después pusieron refrigeración y mi cabeza empezó a funcionar mejor. Y el programa “Las unas y los otros” fue instalándose, convirtiéndose en columnita vertebral de ese canal, y en menos de un año ya ganaba bien. El resto del tiempo, nueve años, la pasamos muy bien y ganamos tres Martín Fierro. Trabajé con Laura Linares, Mónica Levin, Paula Andaló. Yo todavía no tenía a los chicos y le dediqué mucho tiempo a las reuniones creativas, al intercambio, a investigar temas, todas esas cosas que la tele abierta -que es como un Ko-i-hnor, una centrifugadora– te permite mucho menos. A veces en América les llama la atención verme entre montañas de papeles: es que yo necesito leer materiales de base, escribir con mi lapicera pluma aunque sólo sea para ordenar las ideas.
–¿Cómo se produjo el regreso a la TV abierta, hace ya seis años?
–Fui invitada a un programa de América y alguien me dice: “Cuando termines, subí al primer piso que Lucía Suárez, jefa de programación, quiere hablar con vos”. Ella me propone hacer un noticiero, y la verdad es que me metió un ratón infernal en la cabeza en un momento en que me había puesto en campaña para tener otro bebé, que luego fue Ian. Era una decisión tomada. Le dije que me interesaba pese a algunas dudas, pero que estaba en esa búsqueda. Llegamos a un acuerdo y esperé a que firmara Néstor Ibarra. Me gustaba la idea de trabajar con él. Bueno, hicimos el noticiero juntos durante varios años, y yo tuve a Ian. Me gustó volver,aun considerando que ese horario te lleva más a temas sociales que políticos. Ibarra es muy caballero, muy respetuoso, nada misógino. Nos llevábamos bárbaro. Yo soy un poco cambiante, puedo estar muy bien y de golpe me atraviesa una tempestad y al rato vuelvo a estar del mejor humor. Cuando Néstor llegaba a maquillaje, si yo estaba loca, hecha un plumero, él siempre tenía ese tono, esa palabrita que me aplacaba. Lamentablemente terminó, pero no por decisión mía ni de él. Guardo el mejor recuerdo de ese trabajo en colaboración.
–Seguramente, volver a la TV abierta también representó dedicar más tiempo a producirte, a estar impecable de pies a cabeza. Aunque a veces esa regla se quiebra, como cuando en Santa Fe apareciste en el agua, con la cara lavada y las emociones a flor de piel. ¿Es una convención inexorable el tema de producirse?
–No sé si es exactamente una convención. La cámara, la luz, el salir en pantalla te piden un plus de arreglo. Yo tengo muy incorporada esa rutina, de modo que no me haga perder tiempo. La peluquería es un lugar de trabajo, hasta podría marcar si hubiese un tarjetero; primero, me evita el tener que peinarme: yo prefiero lidiar con un gerente de noticias antes que con un cepillo; segundo, llego con material de lectura en la mano y a veces me pasa –muy desconsiderado de mi parte– que no registro cuál de los chicos me lavó. Si me voy a hacer color, llevo además la lapicera, block de papel... En cuanto a correr, lo hago por razones de salud, ¿viste que te lo mandan todos los especialistas, menos el dentista? Pero, desde luego, corro con los auriculares, oyendo algún programa de radio. Y la ropa, obviamente, es importante, exige mucha diversidad, cierto estilo. Además, para hacer cámara es muy importante que lo que llevás sea confortable, que no te pique, no te moleste, que el color no te perturbe. Es decir, que no te distraiga. Parece una frivolidad, pero contribuye a que las cosas salgan bien. Yo trato de simplificar, no voy ni a comprar ni a probarme trajes a ninguna casa. Es cierto que el maquillaje te lleva mucho más tiempo que a los varones de la tele. Pero, bueno, con el tiempo he ido aprendiendo que los autoflagelos femeninos –auto no, la cultura te pone en esas circunstancias– se pueden ir practicando de manera menos ingrata, incluso más productiva. Preferiría pasar sólo por la ducha y salir espléndida en pantalla, como hacen los chicos que, en general, se arreglan con peinecito y rápido pasaje por esponjita, polvito, unos tres minutos... Mientras que el maquillaje de una mina en televisión lleva treinta minutos, por lo menos. Debo reconocer, sin embargo, que ese paso, además de cambiarte la cara, a veces te mejora el humor. Yo me extiendo y puede que haga una siestita de diez, quince minutos. Si la situación lo exige, miro la pantalla del televisor con auriculares puestos. También hay que decir que el ámbito de maquillaje en los canales es un sitio muy especial, con la especie humana en toda su diversidad, donde a veces se producen inesperados encuentros e intercambios. Así es como le podés ir encontrando a la pesadilla de ser mujer que hace tele ciertos estímulos... Pero, sin duda, producirse es una sobreexigencia que recae en nosotras si tenemos una vida pública.
–Rendir examen sobre cómo concilian hogar y trabajo es otro tema al que deben responder las mujeres que realizan alguna actividad pública. A Néstor Ibarra nunca se lo preguntarían; a vos, muy a menudo.
–Como me toca estar con muchos compañeros varones, siempre trato de averiguar cómo se organizan ellos en ese terreno. La mayor parte no resuelve ninguna cuestión doméstica. Que se acabe el papel higiénico no es algo que los preocupe. Y en una casa, por más ayuda que tengas, si falta ese elemento en el baño, todos te miran fijo... Tampoco los veo resolviendo las cuestiones administrativas, que son unas cuantas en la casa. En nuestro caso, yo –que soy un poquito obse– administro, mientras que Ale cuida muchísimo de los chicos, le encanta jugar con ellos y a míesto no es lo que mejor me sale... Yo puedo organizar sus actividades, supervisarlas. Pero es cierto que la sociedad en que vivimos le exige muchísimo a la madre y esto se les transmite a los chicos. A mí me pasan factura todo el tiempo: “Pero la mamá de Fulano no trabaja, o trabaja menos, o vuelve a casa más temprano”. Como te imaginarás, he pasado por todos los razonamientos: “Es lindo hacer lo que te gusta, es bueno ganarte tu dinero... etcétera, etcétera”. Hasta Ian, el más chiquito, me sugirió: “A mí me gustaría que papá te diera mucha plata para que te quedaras en casa...”. Y yo traté de explicarle que no se trata sólo de dinero... A las chicas les insisto mucho con el tema de la independencia y la realización personal. Algo voy logrando: el otro día voy manejando con ellas y Greta me dice: “Che, má, está bueno que las mamás trabajen”. “¿Por?”, le pregunto esperanzada. “Porque si tu marido te deja o se divorcian, no te venís pobre.”
–¿El padre también les transmite esta idea de que no hay una división sexual del trabajo, que varones y mujeres pueden hacer las mismas cosas dentro y fuera de la casa?
–Los chicos nos tienen incorporados a Ale y a mí con roles muy interactivos. Esa transmisión directa es el más efectivo de los aprendizajes. Mi marido tiene la cabeza muy abierta, no es nada misógino: le encanta que yo trabaje. Incluso le gustaría que además hiciera radio.
–Bueno, siendo así, esta nota habría que hacérsela a él.
–(Risas) Sí, se lo merecería porque es bárbaro en ese sentido. Los chicos tienen tan asumido este intercambio de roles que a veces nos dicen –a uno o a otra– “che, papimami”. Somos un ente bicéfalo proveedor de bienes y servicios (más risas).
–¿Te has puesto a pensar que sos un referente para muchas mujeres que intentan armonizar laburo afuera con ese oficio de ama de casa que, como dice tu hija, “no te pagan y además es aburrido”? Tenés éxito en la vida privada y en la pública, siempre estás impecable, sos profesionalmente idónea, tenés hijos, y no uno sino tres... Como frutilla, o frutillón, encontraste el partner casi soñado para conseguir y mantener ese equilibrio que a muchas les cuesta mucho. ¿Dirías: “Se puede, chicas”?
–Dicho así suena bárbaro, pero detrás hay mucho esfuerzo, algunas crisis y sin duda una voluntad declarada de compartir e intercambiar roles. Lograr un cierto equilibrio entre el mundo del trabajo profesional y el de la casa tiene un punto de fuerte desgaste. A veces, al final del día, me pregunto qué fue lo que más me estresó. Y casi siempre llego a la conclusión de que esa articulación, a veces esa fractura entre los dos mundos. A las mujeres nos suele costar disociar. Por ejemplo, voy al canal, me empapo de información, veo cómo vienen las cosas para el noticiero, y de pronto, trac, estoy yendo al colegio a buscar a los chicos, tratando de poner cuerpo, cabeza y corazón. Lo que hago ahora es ir a buscarlos y traerlos a casa para tomar la leche con ellos: no puede haber nada tan extraordinariamente importante que me distraiga. Si me llaman del canal por algo urgente, alguien atenderá por el teléfono de línea. En resumen, te diría que todo tiene un sentido y un estímulo si te gusta realmente lo que hacés, si estás cumpliendo un deseo profundo. Por las dudas, yo cada tanto me recuerdo a mí misma que a las mujeres nos gustan las mismas cosas que a los varones. Terminemos con esto de que a nosotras nos interesa principalmente lo doméstico. A mí, como a mis compañeros, me encanta mi trabajo, ganar plata, tratar de mejorar mi rendimiento. Y si este laburo me hace sentir que tengo algún poder, lo disfruto sin la menor culpa. Y también me divierto ocupándome de los chicos, me encantó amamantar a Ian durante veintiún meses. A las chicas también, un poco menos debo decir.
–¿Hacés alguna diferencia al educarlos, asignarles tareas, retarlos por alguna falta?
–No lo sé. Honestamente, no estoy tan segura. Por ahí me traiciona algo muy atávico. Trato de no hacer diferencias de género, obviamente. Pero también están las diferencias de personalidad entre ellos: Azul es absolutamente diferente de Greta, y se llevan un año, fueron criadas por el mismo padre, la misma madre. Tienen distintos estilos, energías, una valoración diversa de las cosas. Anécdota que lo demuestra: al día siguiente del Martín Fierro, me invitaron a varios programas de América. Y a Alejandro se le ocurrió que los chicos me trajeran un ramo de flores y me lo entregaran en cámara. Greta reaccionó: “Vos estás loco, qué ridículo, ella no va a jugar, qué vamos a ir molestarla cuando está trabajando”. Y Azul: “Ay, sí, qué lindo, y yo quiero aparecer en televisión y que las chicas me digan en el colegio...”. Volviendo a la pregunta, creo que es importante que Ian, aunque todavía en el plano bebote, me vea en acción, incorpore cierta imagen de mí, ciertos valores. El día que logre que las chicas laven los platos, me voy a proponer que los lave también él, lo mismo a la hora de tender las camas. Yo a esas tareas las aprendí de chica: mi mamá no las hacía, pero se ocupó de que me enseñaran. En algún punto, siempre supe que no se trataba de cumplir un mandato femenino. Y uno de los mejores recuerdos que tengo de mi viejo es que cuando yo estudiaba, me preparaba café y me lo alcanzaba. Además, mi papá lloraba, y para mí un tipo que es capaz de llorar sin avergonzarse, vale el doble. Pero ya sabemos qué impone la cultura: fijate que a Kirchner han tratado en varias oportunidades de descalificarlo porque tiene a su lado a una mujer fuerte. Que ella tenga ideas propias, perfil alto, para muchos es inaceptable. Lamentablemente los prejuicios están vivos.

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