Viernes, 29 de julio de 2011 | Hoy
En Villa Itatí, Quilmes, el Equipo de Trabajo e Investigación Social (ETIS) coordina un centro juvenil. Allí hicieron un video sobre trabajo infantil que fue premiado con un viaje a España. Una joven, que ayuda con las tareas de la escuela a chicos que trabajan de cartoneros o cuidando hermanos y es hija de una mamá que cosechaba algodón desde niña, fue votada para representar a los pibes y pibas bonaerenses y conocer Barcelona. El viaje fue otra manera de ver el mundo. Y ella abre para Las12 el mundo que se abre en Itatí. Un terreno en donde la pobreza no tiene una sola mirada. Tampoco la maternidad y la paternidad adolescente que, muchas veces, son una elección o una rebelión. La posibilidad de hamacarse en otros horizontes no tiene la frontera de la geografía, sino la de la exclusión.
Por Luciana Peker
Hay diez mil personas en la Villa Itatí, de Quilmes. Diez mil personas no dicen nada. Simplemente se amuchan, se apilan, se riñen, se ríen en ese mundo que tiene el cerco de la exclusión y mucha más vida de la que se mira cuando se mira de afuera. No son diez mil personas. O son más que eso. Son personas con diez mil o diez –no importa– historias. Marlene Pedrozo tiene 19 años, dejó ingeniería y ahora está en el CBC de Ciencias de la Comunicación. Podría tener un currículo impecable si no fuera por su dirección, que –para los currículos impecables– es una mancha en la potencialidad de Marlene.
Para ella no. Ella nació ahí. Estudió ahí. Ayuda a estudiar ahí. Trabaja ahí. Y va por más. Ahí. En Villa Itati, Quilmes. Y no sólo porque es su única posibilidad, hundida entre el olvido y la tierra –ciertamente hundida– de un playón del conurbano. También por elección. Ella es la maestra de muchos chicos y chicas que van a buscar, en la sede del Equipo de Trabajo e Investigación Social (ETIS), en la asociación barrial José Tedeschi, algo así como apoyo escolar, pero que, en realidad, son los globos con pelotero inflable que los esperan en el salón de abajo y las manualidades que logran que esperen algo más que el tiempo en el salón de arriba. Allí donde el papel de revista se cruza entre las noticias para generar billeteras o desplegar otros futuros de los que la sola palabra villa parece desplegar.
“No somos peligrosos, estamos en peligro”, dice el afiche que cuida a los chicos, al lado del Gauchito Gil que ellos y ellas eligieron para que los cuide. “Ningún pibe nace chorro”, también se pega en las paredes que permiten festejar un cumpleaños y pegar el salto en la irresistible diversión de saber que una caída no es tropezón sino un nuevo empuje. El cumple que se prepara para después de las clases de reciclados tiene los vasitos en fila. Pero no todo es tan ordenado.
En ETIS lograron que una plaza con calesita y tobogán hiciera del baldío un pasadizo a hamacarse por otro territorio. Pero, enfrente, creció el boliche en donde no sólo cunde la cumbia sino también la tentación a las chicas para que se conviertan en camareras sin derechos. Por lo menos, sin derechos.
La Villa Itatí es ese lugar, muchos lugares, donde todo está a la vista y enfrentado o enfrente. Aunque con muchos más matices que para quien mira de afuera. No es una penumbra esa calesita que sabe girar. Ni gira todo lo que debiera esa calesita –olvidada y resuelta a soñar– del ascenso social. “Hay mucha basura y muchos chicos sin asistencia de ningún tipo. Por eso los ayudamos con la tarea de la escuela. Yo trabajo con chicas de 12 a 14 años y es difícil porque no le dan ninguna importancia, ven mucho a Tinelli y quieren ser modelos y te dicen que no tienen que estudiar para ser modelo”, dice Marlene. Otro modelo.
Es de la generación –nacida– noventista. Su mamá, Claudia, tiene ahora 41 años. La tuvo a ella a los 22 y ahora está por tener otro hijo. Marlene tiene otros seis hermanos (y el que viene en camino), de los que ella es hermana mayor, que cuando no hay redes ni el asomo de ayuda, es decir mucho. Su mamá cosechaba algodón en Castelli, Chaco, sin zapatos –como recalca su hija, que ya sabe que pisar es algo que la planta en un futuro mejor al que ella ahora aspira– y con cuatro hermanos que su mamá tenía que criar como hijos. Claudia vino a Quilmes y conoció a Carlos, de 39 años, que vivía cerca del río. Con eso Marlene lo dice todo. Cerca del río es decir abismo. “Los dos tenían infancias iguales, pero en lugares distintos”, cuenta. Ella, en cambio, acaba de poder asomarse a lugares distintos en donde la vida sí es distinta.
Pero no todo es de primera o de segunda. Ni siquiera los mundos. La villa no es ese lugar sombrío donde la vida se deshace como en el retrato de los punteros televisivos. Se hace de otra manera. “Mi mamá es super protectora y siempre me ayudó a hacerme el camino y yo con tantos hermanos ni necesitaba amigos, con mis hermanos nos divertíamos”, rescata. Y relata para quienes se animan a entrar a Itatí –donde no se entra sin el pasaporte implícito de las caras conocidas– a no edulcorar las patadas de la pobreza, ni a empobrecer toda la cultura de las casas sin calles. “Mi mamá hacía la primaria y la secundaria y todos los hijos la ayudábamos, nos podíamos pasar una tarde entera con un problema de matemática”, cuenta Marlene.
Marlene tiene 19 y hace 7 que participa en ETI enseñando también a otros chicos y otras chicas. A reciclar revistas. O a encontrarle algún sentido al colegio o a seguirlo más allá de los sentidos. Marlene tiene 19 y es la hija de Claudia, la mamá de siete hijos, que llegó a Quilmes, después de cosechar algodón, de niña, descalza. “Cuando me di cuenta de que el tema del video tenía que ver con mi origen me tocó el tema”, dice Marlene sobre un informe que hicieron con ETIS –financiado por la asociación Save the Children– sobre el trabajo infantil. “Y me toca más de cerca porque los chicos con los que trabajo también trabajan. Tienen mucho trabajo doméstico, hay nenas que son como la segunda mamá de sus hermanos porque su mamá trabaja y se olvidan de ellas porque tienen mucha carga o salen a vender estampitas o con el carro a la noche. Los chicos tienen que estar disfrutando de la infancia y están con hambre y cansados”, dice, ya sin concesiones. Cuando no hay pan no hay pan, ni metáforas.
Pero sí formas de salir de ese pozo hundido por la ruta del conurbano que es Villa Itatí. Tal vez un azar que le tocó a ella, tal vez una ruleta de unos días. Pero, tal vez, otra forma de ver, de saltar otras fronteras, como se salta la alegría en el cumpleaños que se festeja en el salón de abajo, mientras hablamos. “Tenía miedo al avión”, se ríe de sus miedos sobre el viaje que hizo del 8 al 12 de mayo a España. Ella fue elegida –democráticamente y entre sus otro compañeros/as: los doce más grande del grupo de ETIS, junto a Jonhatan Pereira– para mostrar el video de trabajo infantil en Barcelona. La eligieron por su participación y compromiso. Ella trajo del viaje otra mirada además del debate. Los subtes. La limpieza. La tranquilidad. Las escaleras mecánicas. La diferencia la asombra o la transporta. Ahora la ventana da a un limonero, un limonero que despinta la imagen clásica –por lo inamovible– de la inequidad. En sus manos se mueve un mapamundi. Y ella también más allá del premio, del viaje, del azar, parece movilizada por saber que ella –o el mundo– se pueden mover.
Tatiana tiene cuatro años y llega al centro vecinal donde el frío no sabe de paredes. Tatiana es una revolución caminando. No tantea. Camina. Y pregunta. O apuntala.
–Vos hombre –dice. Y pide que le alcancen dos adornos de Navidad que a fines de julio se arrinconan para que ella haga música con ese objeto que sólo se valora doce días por año y que, ahora, vuelve a tintinear por Tatiana.
Tatiana no ve. Por eso, busca sonidos. Y sabe diferenciar entre las voces los sexos que le hablan. También distingue los reflejos de luz. Su mamá explica, después, después del asombro por la lucidez con la que Tatiana se mueve, juega y habla, que la estimuló de chiquitita, de bebé, para que no perdiera esos zarpazos de vista que Tatiana usa como un flash, un flash que la identifica. Saca una foto. Y hace chin chin con las bolas de Navidad, pero el tiempo la inquieta y acorrala a la cronista:
–¿No me va a preguntar cómo se llama mi mamá? –ordena, con justa razón.
Recién ahí su mamá se presenta. Es Claudia Cabrera, de 22 años. Y tiene que decirlo para que se sepa.
–Ella no ve –dice Claudia.
–Yo tengo 4 años y soy Tatiana. Me gusta marcar números –dice Tatiana.
–Le están enseñando Braille –explica Claudia–. Yo la tuve a ella a los 17. Quedé embarazada a los 16.
Del papá no quiere hablar mucho. Tenía 22 años. Ya murió. Nombra la palabra accidente. Le pegaba. Ella –Claudia– quería aguantar para que a Tatiana no le falte más nada. Claudia y Tatiana están siempre juntas. Es imposible pensar que no se miran. Es imposible no mirar a Claudia. A su empuje y a su belleza sin sutilezas en una cara de ojos negros intensos y labios dibujados que Tatiana mima. Mima si no mira. Y se sabe mirada–mimada.
–Yo lo conocí en el segundo año del polimodal. Fue mi primer novio. No sabía cómo cuidarme. Seguí estudiando embarazada. Pero no terminé tercer año. A las dos semanas que ella nació le diagnosticaron displasia de pupilas en ambos ojos. Tuve que dejar porque ella tenía que ir al neurólogo, al infectólogo, a la oftalmóloga. Seguía en la escuela pero me llevé las materias porque no podía ir. Después rendí los exámenes con el apoyo de ETIS. Me quedó matemática. Ahora trabajo como tutora acá (acá es el centro juvenil José Tedeschi, un cura tercermundista acribillado por la Triple A, en donde se da apoyo escolar, talleres de hip hop, breakdance y porcelana fría).
–Tener una hija especial es muy duro. Pero somos las dos solitas y estamos muy pegadas –dice Claudia.
Tatiana canta y todos la aplauden. Es especial en más de un sentido. Va a la plaza. La plaza que pidieron los adolescentes para los chicos más chicos y que se inauguró en el 2010. Se iban a edificar casas y ellos no querían perder el espacio verde. Aunque no sea un espacio de pasto rasante, sino de la tierra que se empapa con la lluvia. Es otro espacio. Pero es comunitario. Y es también pisar tierra firme. “Para que los tranzas no ganen más terreno”, explican, a espaldas del lugar donde el mural de San la Muerte marca la diferencia y el Gauchito Gil la semejanza. Hay dos formas de subir o bajar: el tobogán para los nenes y nenas y el caño para que las chicas bailen. No sólo bailen cuando en Itatí quedan los gritos de la noche y la noche desfonda la esperanza.
“El proyecto es que los chicos tengan un espacio para que jueguen y no estén tirando piedras. Que tengan otra elección que no sea la calle, el alcohol, la droga o bailar el caño”, describe Maximiliano Estigarribia, docente y director de ETIS, una asociación civil que tiene por misión el desarrollo e implementación de programas socioeducativos para el cambio social.
No es lo único que pidieron los y las jóvenes. Ellos y ellas pidieron un espacio –otro espacio– de reflexión –dentro de la asociación– que se llamó Mamitas y se convirtió en un lugar de orientación y charla –con una psicóloga y una ginecóloga– para afrontar la maternidad y la paternidad a la edad de ser hijos/as.
–Me costó dejar de salir porque salía a bailar con mis amigas. Ahora ya no salgo. Salgo poco. A veces extraño tener tiempo. Lo único que hago son souvenirs de porcelana para el cumpleaños de cinco de ella. Yo la amo porque es mi hija –dice Claudia. No hace falta. O sí. Es difícil contar el amor que traspasa, que tintinea como las bolas de Navidad que recobran sentido en el sonido que les saca Tatiana. Es difícil también pensar en la carga de Claudia. Pero hay otras manos –en las redes que nunca se ven, pero fluyen en las villas– para hacerle upa a Tatiana.
–Yo no quería ser padre, yo tenía 20 años y ella 16, pero de mi parte todo bien, le dimos para delante con mi señora –cuenta Walter Pelozo, que ahora tiene 24 y que también participa de los talleres para padres jóvenes de ETIS. Los dos dejaron el colegio y se fueron a vivir juntos. El es albañil y ahora está desempleado. Ella no trabaja.
–No se me dieron las cosas como tenía planeado en mi adolescencia, de estar soltero hasta los treinta, pero no le veo nada de malo –descuenta.
–Que la nena me diga papá.
“Yo lo que veo es que los chicos no tienen proyecto”, dice. El sí. Hace cursos de refrigeración y de gasista y quiere terminar la secundaria. Se asoma por encima de Itatí. O lo pisa. Aunque tiene que amurarse en otras geografías para poder vivir, incluso, aquí.
–En el curriculum tengo la dirección de un amigo, no la de acá porque te relacionan mal. Me da bronca. Conozco mucha gente que es bardo y no vive en una villa.
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