Viernes, 16 de septiembre de 2011 | Hoy
RESISTENCIAS
Asistente social y periodista, la historia de Olga Hammar estuvo guiada por la militancia política y social dedicada a la lucha por la igualdad de género y a la formación de conciencia feminista en trabajadoras, sindicalistas, colegas y compañeras, en Argentina, Latinoamérica y Europa. Incansable, desde 2003 está al frente de la Comisión Tripartita por la Igualdad de Oportunidades del Ministerio de Trabajo. El lunes será nombrada Personalidad Destacada de la Ciudad de Buenos Aires en la Legislatura porteña. Apenas un hecho más en una vida de lucha que, a los 78 años, todavía tiene mucho para dar.
Por P. B.
La cita con Olga Hammar es después de su visita al médico. Sale ofuscada. No está contenta con el nuevo audífono que le dieron. “Es demasiado moderno y se regula solo. Antes, con el otro, cuando había alguno diciendo estupideces, le ponía cara de ‘seguí, que te estoy escuchando’, y bajaba el volumen. Eso era más saludable”, relata camino al café. Tiene 78 años recién cumplidos, algunas dolencias propias de la edad y la audición disminuida. Pero nada de eso ha hecho mella en su voluntad militante: por octavo año consecutivo preside la Comisión Tripartita de Igualdad de Oportunidades y Trato entre Varones y Mujeres en el Ambito Laboral del Ministerio de Trabajo de la Nación, que reúne a mujeres representantes de los sectores empleadores, sindicales, gubernamentales y sociales para trabajar en las problemáticas que hacen a la equidad de género en el lugar de empleo. Además, sigue trabajando activamente en TIDO (Trabajo, Investigación, Desarrollo y Organización para la Mujer), la fundación que ella misma creó en la década del ’80, continúa militando desde la escritura y está presente, como asesora y colaboradora, en cualquier proceso del país en el que haya una mujer dando batalla por sus derechos. “Eso lo puedo hacer porque, lamentablemente, no lo están haciendo todas. Si fueran más quizá no me necesitarían. Pero lamentablemente nunca son muchas”, protesta.
Pero su historia, por la que este lunes será distinguida como Personalidad Destacada en la Legislatura porteña –por iniciativa de la diputada María Elena Naddeo–, tiene medio siglo intenso detrás de este presente admirable. Comienza a mediados de la década del ’50, cuando la joven maestra y trabajadora social Olga Martín decidió huir de una casa que, en sus propias palabras, “la estaba matando”: “Era un hogar de clase media baja. Mi papá era un dirigente de empleados de comercio que me enseñó a ser una peronista de Perón y Evita, y mi mamá, una típica, bien típica, ama de casa de la década del ’40 y ’50 que pretendía criarme a su imagen y semejanza para ‘cumplir la misión’ de hacer feliz a un hombre sin detenerme a pensar nunca en mis deseos. Yo era la mayor de las mujeres y desde pequeña sufrí por rebelarme contra esa madre opresora que controlaba hasta mis lecturas”.
Le ocupó varios años a Olga descubrir que los dolores físicos que sentía, y que solían llevarla hasta el desmayo, tenían que ver con ese ahogo materno y no con una enfermedad. Después de visitar a muchos médicos, probó con los psicólogos y entonces encontró a una que le dio la receta de su salvación: “Usted no tiene ninguna enfermedad. Lo único que necesita es salir de esa casa. La libertad es lo que la va a curar”. Para entonces, ya tenía 24 años, el título de asistente social y una vocación que no terminaba de encauzar. “Iba con mi moto a hacer trabajo social a barrios de Hurlingham y Villa Tesei, pero, para ser sincera, yo era bastante boluda cuando era joven. Tenía buena voluntad, es cierto, pero era muy ingenua. Era como una monja laica, con todo respeto por las monjas laicas: quería ayudar a equilibrar las desigualdades, pero no entendía que, para hacer eso, había que cambiar el sistema.”
Entonces un amigo de la facultad le contó que los revolucionarios cubanos estaban pidiendo maestros para alfabetizar en Sierra Maestra. Sin dudarlo, se anotó, vendió la moto y compró un pasaje hacia la isla sin saber demasiado hacia dónde iba. “Me daba lo mismo ir a la utopía de un país revolucionario que a cualquier país de Africa en el que no pasaba nada políticamente. Hasta ese momento, lo mío era un escape y nada más.”
Lo dice sin rodeos: “Mi conciencia de género se la debo a un hombre: Jorge Hammar”. Lo conoció en Lima, donde quedó varado el avión en el que viajaba hacia Cuba. Sola y asustada, fue a parar a un hotel barato de estación ferroviaria y allí se quedó varios días, hasta que se animó a pisar la calle. En esa salida, mientras miraba libros, se topó con Hammar, un argentino recién separado que estaba en Perú reuniendo colaboradores para viajar a Cuba. A los dos días de conocerlo, el mundo de posibilidades de Olga se había multiplicado: “Me empezó a hablar de poesía, de historia, de política. Jorge me hizo entender el porqué de la pobreza y la desigualdad. Y me dijo que yo podía elegir entre seguir tapando baches en un leprosario o un asilo, o luchar para cambiar el sistema de raíz. Y me enamoré, de él y de sus ideas”.
El avión de Olga se arregló, pero partió sin ella. Se quedó unos meses trabajando con Jorge en Perú y formándose para iniciar una vida con “conciencia política, social y de género”. Luego, hicieron un recorrido latinoamericano parecido al de Ernesto Guevara y, entonces sí, desembarcaron juntos en La Habana, donde se unieron al proceso revolucionario. Allá nació Alejandro, el primer y único hijo de la pareja. Olga iba a quedar embarazada dos veces más a lo largo de su vida, pero no quiso volver a ser madre: “Hice dos abortos. Uno cuando Jorge se iba a China y otro por incompatibilidad entre mi momento y el del país. Había contradicciones entre el ejercicio de la maternidad y el de la política. De todas maneras, nadie interrumpe un embarazo con alegría, que quede claro. Pero es necesario despenalizar la práctica ya y llevar adelante una política de salud reproductiva que reconozca el rol protagónico que tiene la mujer respecto sobre su propio cuerpo, alentando la participación de la pareja en las decisiones finales”, se planta, como ya lo hizo en su libro autobiográfico, Tozudamente, que publicó en 2009.
Regresó a la Argentina con Jorge y su hijo en 1962. Para ese momento, Olga Martín había dejado de existir y en su lugar había nacido Olga Hammar. “Jorge cambió mi vida y mi persona por completo. Pero ponerme su apellido no fue tanto por asumir su nombre, sino por rechazar el mío. La otra era la Olga que pensaba en el suicidio y no veía la salida. Y esa mujer no existía más. En su lugar había una mujer realmente nueva, que ya no pensaba en su propia vida, sino en la de todas las mujeres.” Otra vez acá, se vinculó con los gremios combativos antivandoristas y se inició en la militancia sindical. A fines de los ’60, se trasladó a Santiago del Estero, donde trabajó en la creación de escuelas albergue y organizó a las mujeres. Otra vez en Buenos Aires, en 1975, se integró a la Unión de Docentes Argentinos (UDA). Meses después fue cesanteada y, apenas iniciada la dictadura militar, después de estar detenida unos días junto a Jorge, la pareja se exilió en Suecia. En la dureza del desarraigo, Olga siguió imparable: trabajó como consejera familiar para exiliados de América latina y fundó la Asociación Latinoamericana de Mujeres (ALAM). De su seno nació en 1978 la legendaria revista La Micaela, que es el lugar donde mejor se plasmaron sus ideas y que, en su regreso definitivo al país, en 1985, llevaría a la acción en la UDA, TIDO, el Focai y en la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres de la ORIT (Organización Regional Interamericana de Trabajadores).
“El poder es siempre un problema. Y atraviesa a hombres y mujeres. Porque, ¿para qué sirve el poder si no es para poder ejercerlo y mostrarlo? Esto es así, acá y en cualquier parte del mundo. Sobre todo cuando hablamos de un ámbito laboral, en el que además hay plata en juego. Así que no es una tarea fácil”, dice sobre sus 8 años en la Comisión Tripartita, adonde llegó convocada por el ministro Jorge Tomada. Y que abandonará con él, en diciembre.
–Yo le incluí la pata social. Es que habría sido muy ciego de mi parte no considerar la injusticia que se produce cuando hay un 37 por ciento de trabajadores no registrados, personas empleadas en cooperativas, por su cuenta o en microempresas, que se quedan afuera de la posibilidad de participar de un espacio de negociación en sus condiciones de trabajo. Siempre hubo una invisibilización injusta para el sector no formal del trabajo.
–Exacto. Y estamos hablando mínimamente, porque no hay un registro oficial, de más de un millón 200 mil mujeres. Porque, aun cuando se han formado pequeños sindicatos de servicio doméstico, hasta que no tengan poder, no van a ser reconocidas. Y entonces todo queda en la utopía de que haya entendimiento de ambas partes. Y eso, en casi todos los casos, no sucede.
–En la actualidad, prácticamente el 80 por ciento de las mujeres trabajan fuera del hogar. Y casi todas ellas, salvo algunas en las clases altas, trabajan para mantener el hogar. Aunque les guste hacerlo. No importa. Tienen que trabajar. Bueno, esto no se ha correspondido con una igualación de los derechos internos.
–Claro. La propia mujer, por su cultura familiar, se siente obligada a cumplir un rol en la casa y no logra sacarse esa mochila. Y todos colaboramos con eso porque mantenemos esa mirada. Los cambios culturales son muy lentos y no creo que mi generación, ni la que me sigue, vaya a ver la evolución de esto.
–Muy caro, porque no es sólo el tema de la doble o triple jornada de trabajo que tienen las mujeres ahora, sino que esto se paga con la violencia. Está directamente relacionado. Pero no es que esto nos pasa acá nada más. Yo ya lo vi cuando viví en Suecia. Al principio todo me resultaba maravilloso: mujeres independientes, profesionales, que compartían tareas con los maridos y hasta manejaban cuentas separadas. Y después descubrí las cifras de violencia doméstica y la cantidad de refugios ocultos para mujeres golpeadas. Había un paraíso de igualdad aparente mientras, detrás, la cultura machista se la estaba cobrando con violencia.
–Muchos. Cuando encontrás un tipo como la gente, te lo dice: no saben bien dónde ubicarse. Y hay muchos hombres con terrible miedo frente a las mujeres capaces en el laburo. Esto pasa históricamente, cuando los pueblos o sectores sociales que han sido postergados de repente consiguen algo, están como atolondrados.
–Totalmente. Lo primero que te hacen en la oficina de Recursos Humanos de cualquier empresa es ponerte frente a un tecnócrata que te pregunta si tenés hijos o si pensás tenerlos para decirte que no te van a poder pagar lo mismo. Eso pasa porque todavía hay desigualdad en la vida privada. Y son las mujeres las responsables de los hijos y la casa. Es así: la mochila sigue sobre nuestros hombros.
–Salvo una Amalita Fortabat, esto les toca a todas las mujeres, profesionales o no. Y claramente limita sus posibilidades de desarrollo y crecimiento. Es muy difícil que a una mujer se le ofrezca en una empresa un cargo importante en otro país y, si se lo ofrecen, es altamente probable que lo rechace por los hijos. Por eso digo que es un tema social. Es la sociedad la que tiene que cambiar.
–Lamentablemente, creo que porque todavía son casos excepcionales las mujeres que acceden al poder suelen convertirse en muy duras para poder sobrevivir en ese ambiente. Porque, en general, ya han adoptado esa cultura de mando para llegar hasta ahí. Porque históricamente la manera de ejercer poder que conocemos es la del hombre. Todavía nos falta ejercer el poder de una manera femenina y hacernos respetar. Tampoco va la de la mujer que gana espacio siendo sumisa y mimosa. Porque ésa es la que se queda para siempre en el mismo lugar.
–Un pantallazo por las mesas de discusión salarial que se están haciendo ahora por las paritarias arroja una sola mujer, en la Ctera. La lectura es simple. Hemos aprendido que tenemos que entrar, pero no haciendo corporaciones de mujeres. Cuando yo empecé con esto hace 30 años, hicimos eso y terminamos convertidas en un gueto. Los tipos nos ponían una oficina hermosa y grande y nos dejaban ahí mientras ellos negociaban, arreglaban la plata y tomaban decisiones. Por eso era necesaria la ley de cupo, porque por capacidad no iba a llegar ninguna mujer, aunque fuera Gardel. Ahora los tipos lo aceptan por obligación. Pero casi a diario veo mujeres que vienen a quejarse de que en su sindicato las dejaron afuera de la lista. Pero no se animan a hacer la denuncia. Les he llegado a decir: “Compañeras, hay que ser un poco valientes y ejercer los derechos, porque ya los tenemos y no los estamos usando”.
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