Vie 20.06.2003
las12

SOCIEDAD

Mujeres de curas

En Rosario, nueve mujeres –esposas, novias o viudas de sacerdotes católicos– se encuentran regularmente para intercambiar sus experiencias. Todos sus amores han sido difíciles de sobrellevar. Algunos de los sacerdotes forman parte del Movimiento de Curas Casados, que lucha porque el celibato no sea una obligación sino una opción.

Por Carolina Monje y Cecilia Vallina, desde Rosario

Si algo habían aprendido Raúl y René en sus años de seminario primero y como sacerdotes después, era que debían guardar distancia de las mujeres. El encuentro entre unas y otros no podía provocar choque, ni atracción. El fervor se dirigía hacia la tarea, nunca hacia ellas ni siquiera en su condición de fieles o hermanas. Pero las parroquias están llenas de mujeres y los principios con los que la Iglesia selló la moral que une abstinencia sexual y cercanía a Dios en el mundo católico, no les alcanzaron a ellos. Lo que amenazó el celibato de estos hombres, no fueron la clase de mujeres abocadas a decorar el altar con flores, colectar ropa vieja o tocar el armonio, pero sí dos militantes cristianas de base, María Laura y Soledad, que estaban ahí más para intervenir que para colaborar en silencio con la vida parroquial. En ese lugar, en el de la pobreza extrema de dos barrios marginales de Rosario, Ludueña y Casiano Casas, el mandato de la Iglesia Católica de mantener apartados los cuerpos de los varones consagrados de los femeninos, no funcionó.
María Laura y Raúl trabajaban juntos en la integración de una comunidad indígena y René y Soledad en la contención de adolescentes de la calle. El goce que encontraban en la tarea compartida, que excedía largamente el estado de gracia por su entrega, los llevaba a seguir juntos incluso hasta la madrugada. Pero cuando el trabajo se terminaba, separarse los enfrentaba a la necesidad que tenían del otro. Había un anhelo no previsto de intimidad.
Ellas aseguran que nunca afrontaron un dilema moral, que se enamoraron de “esos hombres que, además, eran curas” y, libres del mandato doctrinario que exige a los hombres de la Iglesia rehuir toda proximidad con el deseo amoroso, decidieron sostener su decisión. Para ellos, en cambio, abjurar de todas las convicciones aprendidas para dar paso a esta nueva vida, fue un proceso más agitado. Es que el problema era complejo: se habían enamorado, pero su vocación religiosa no había disminuido en nada y ellos se negaban a verse a sí mismos desgarrados entre las duplas divinidad y salvación/mujer y perdición. No sintieron que debían recurrir al silicio –todavía disponible en los conventos– por atreverse a cuestionar el celibato, a no mirarlo como una ley divina sino sólo como el resultado de una operación simbólica de arqueología rastreable en los sucesivos concilios e instaurado a partir del de Trento, en el siglo XVI. Una norma más del aparato jurídico que sostiene a la Iglesia. Lo quequerían era tener la libertad de amar a una mujer y a la vez seguir siendo curas.
Cuando María Laura Méndez (42) lo conoció a Raúl Franco (44), ya se había divorciado, tenía dos hijos, vivía de un empleo en Cáritas y le enseñaba catequesis a los chicos de la parroquia. El lideraba un proyecto social en un asentamiento indígena de un barrio pobre de Rosario, Casiano Casas. “Trabajar juntos era apasionante, nos quedábamos hasta la madrugada proyectando, planificando. El trabajo social es así, te metés con pies y manos. Los demás, los más cercanos, nos decían que algo había entre nosotros, pero yo me negaba a ver, me resistía”, cuenta Laura. “Mi hija un día me preguntó, ¿Nunca viste El pájaro canta hasta morir?, dice, ahora, riéndose. Antes, ella dice que no veía, que no se daba cuenta de lo que le estaba sucediendo. Quizás dudaba, concede, del poder de aquel amor para enfrentar la ley religiosa. Cuando el Arzobispo de Rosario decidió trasladar A Raúl de parroquia para distanciarlo de María Laura entendió que ésa era la última vez que obedecería. Raúl debió soportar varias tentaciones del Arzobispado para retenerlo, ofertas que él ahora juzga como “sobornos”. “Me propusieron ir a estudiar a Roma, algo que yo antes había pedido, o partir a una parroquia de pueblo, a vivir tranquilo y por último, facilitarme un retiro legal de la Iglesia. Yo me negué a todo, porque sólo soy aquello en lo que creo y para nosotros entonces era más fácil asumir el presente que negar el pasado. Igual tuve que irme, pero la condición de sacerdote es algo que no me quita nadie”, afirma Raúl, mientras acaricia la mano de su mujer, le toca una mejilla.
Cuando recuerdan cómo fue admitir que se habían enamorado, coinciden en que fue “algo natural”, un proceso que de tan próximo, casi les pasó desapercibido.
–¿Quién tuvo más miedo?
“Ninguno, a mí no me pesaba lo que opinaran los que estaban en contra pero no porque no me importara nada sino que quienes nos criticaron, no me merecían ya tanto respeto”, explica María Laura.
Para ella, el precio de la decisión, no sólo fue simbólico sino bien concreto: la echaron de Cáritas, donde tenía un trabajo rentado y se prohibió hablar de ella en la institución. También para él: el cura que había reemplazado a Raúl en la parroquia en la que ambos trabajaban le pidió que no volviera a pisar la Iglesia. “En Cáritas le dijeron a la gente que me había ido por razones personales y en la parroquia a la que yo iba, Santísimo Redentor, el párroco me dijo que no fuera nunca más, que no quería volver a verme”, recuerda ella.
Aún ahora, que ya pasaron cinco años, María Laura dice que hubiera preferido “dar batalla”, pelear por su trabajo y por más tolerancia, por la posibilidad de “que los curas puedan enamorarse de una mujer”. Pero tuvo miedo de perjudicar a quienes estaban cerca de ella. “En Cáritas se dan las mismas situaciones que en cualquier institución verticalista o de gobierno y la ayuda social se puede dar o negar con igual arbitrariedad, por eso decidí correrme. No quería perjudicar a otros”, dice.
La única victoria que ponderan fue “que entre los más pobres, en la comunidad, hubo alegría” cuando se enteraron. Desde entonces, sin embargo, María Laura no hizo otra cosa que resistir: se casó con Raúl, se mudó con él y sus dos hijos a una casa más grande y empezó a cocinar dulces caseros y tartas para ganar dinero.

Soledad y René
Soledad Vadalá (22) integraba un grupo juvenil religioso que René Alcaraz (41) dirigía y que logró abrir un centro de día para chicos de la calle en barrio Ludueña, Rosario, una zona de “merca y de afano”. El tiempo que compartía con René era mucho, muchas horas, todos los días.Para ambos no fue difícil entender que se habían enamorado, aunque no sabían qué hacer con eso que les pasaba. Desbordado, René decidió contarle a los padres de ella sobre lo que por entonces tenían: dudas.
“Pensé que sus padres me iban a rajar y no, lo tomaron muy naturalmente. Y nosotros que veníamos intentando negar todo lo que nos estaba pasando”, dice René. Soledad, en cambio, estaba dispuesta a jugarse desde el vamos. “¿Qué iba a hacer?, estaba enamorada, no me quedaba otra”, dice.
Con René, los obispos aplicaron el mismo método que las clases altas empleaban en el siglo XIX para hacer desistir a alguna joven de un amor desaconsejado: un largo viaje que apagara los excesos. El primer punto del periplo fue Chile, el siguiente, Humahuaca. En total, diez meses en los que René y Soledad no se hablaron por teléfono ni se escribieron cartas. “Nos habíamos puesto de acuerdo en no tener ningún contacto porque si era olvidable lo que nos pasaba, teníamos que saberlo”, dice Soledad con la lógica de tiempos en que los amores se sostenían por años, en el intercambio epistolar, a veces océano de por medio, y esa distancia representaba la mayor prueba de verdad.
Pero en el seminario de la quebrada salteña, lo que encontró René, no fue lo previsto por la curia célibe. La aridez de la tierra y el cielo más nítido no convirtieron su fe en misticismo. No fue el paisaje lo que lo ayudó a despejar su cabeza sino las conversaciones con el sacerdote Jesús Olmedo, el cura piquetero, que le dieron la seguridad que no había alcanzado todavía y lo convencieron de que su elección era justa. Su deseo de amar a Soledad, sólo lo enfrentaría con la cúpula de la Iglesia, pero no con sus creencias ni con su comunidad. A lo sumo, lo liberarían de defender algo en lo que no creía. En mayo del ‘99, Soledad lo recibió en la terminal de colectivos de Rosario. El hombre que bajó del ómnibus era un sacerdote que se había quedado sin trabajo. “Dejar el ministerio era quedar librado a tu suerte”, dice René. Soledad admite que durante el tiempo que estuvieron separados pensó en la historia que tenía delante de sí, casi como si le pasara a otra. “La gente me preguntaba por René; si tenía noticias de él, si sabía cuándo volvía. Ahí me di cuenta que los demás, la gente de la comunidad en la que trabajábamos, veían nuestra relación como algo natural, antes incluso que nosotros lo aceptásemos”, dice.
Los dos describen su relación como podría hacerlo cualquier pareja. Cuentan que desde que decidieron estar juntos hablaron de cómo se respetarían los espacios, las libertades. Una de las primeras cosas que tuvieron que resolver fue de qué vivirían. René ya no recibía su salario de la Iglesia y Soledad recién empezaba a estudiar Psicología.
Los viejos compañeros de René de las comunidades cristianas de base que practican la opción por los pobres fueron los primeros que se les acercaron a darles su apoyo. “Un día René volvió de cobrar un plan Trabajar y me contó que estaba en la fila esperando ese dinero con la gente que nosotros atendíamos en la comunidad y ahí los dos entendimos de qué lado nos habíamos parado”, dice Soledad. Ahora René consiguió algunas horas de clases en colegios parroquiales y trabaja en una ONG que atiende chicos en situación de riesgo.

Mary y Carlos
Mary Forconi (40) tuvo la ventaja de conocer a un hombre que ya había decidido entre ser un sacerdote célibe o un sacerdote expulsado por la Iglesia por haber elegido una vida que lo incluyera “en toda su dimensión humana”. De lo que no pudo escapar fue de las consecuencias de esa decisión. “Carlos estuvo mucho tiempo sin trabajo, escuchando en los colegios católicos a los que iba a pedir empleo, que no, que él era una mala imagen para la comunidad”, cuenta Mary, que estaba divorciada y con dos hijos pequeños cuando una amiga tuvo la idea de presentarle a un curaque aspiraba a que el celibato fuera opcional. Ahora tienen una niña de nueve meses y la decisión de buscar otro bebé. Cuando ella habla del trabajo de su marido, ser sacerdote, lo hace como cualquier mujer que se queja de que su pareja no puede ejercer su profesión, en este caso la de cura.
Fue después del bautismo de la hija de Mary y Carlos Cornejo (44) cuando con María Laura, Soledad y otras siete mujeres entre las que hay casadas, viudas y novias de sacerdotes, se pusieron de acuerdo en que las historias de cada una de ellas eran variaciones de un mismo tema: mujeres que se habían enamorado de hombres que no figuraban en la lista de disponibles. “Nos sentimos tan bien juntas el primer día que nos reunimos que nos dimos cuenta de que teníamos que charlar de lo nuestro, de la exclusión, la discriminación. No son temas de los que uno habla habitualmente, porque no a toda la gente le caen bien y ahora ya tenemos nuestra propia agenda de temas”, cuenta Mary. Carlos, René y Raúl también integran a su vez el Movimiento de Curas Casados, en el que, también, participan sacerdotes en ejercicio que intentan ser reconocidos por la Iglesia.
“En el seminario nos decían que aquel que dejara el ministerio iba a ser profundamente infeliz”, dice Raúl. María Laura se ríe: “Me parece que le erraron”.

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