Vie 20.06.2003
las12

PERFILES

Una arquitecta en la cima

Los grandes proyectistas siempre han sido varones, con muy contadas excepciones. La iraquí Zaha Hadid, que recientemente ganó el Premio Mies van der Rohe –el más importante en esa materia de la Unión Europea– esperó veinte años a que alguno de los proyectos pasara del papel al hormigón. Lo logró, y hoy brilla entre los que dejarán huella.

Por Anatxu Zabalbeascoa*

Hasta hace muy poco, el mundo de la arquitectura era un terreno tan acotadamente masculino como el de la dirección de orquestas o el de los banquillos en las canchas de fútbol. Así se ha ido desdibujando la imagen pública de profesionales que –en casos como los de Anne Tyng, Charlotte Perriand o Eileen Gray, que trabajaron con Louis Kahn o Le Corbusier– han llegado a redibujar la historia de la arquitectura. Tradicionalmente, el espacio femenino de los edificios ha sido el interior: el de los acabados, el mobiliario, los colores y los papeles pintados. Esa imagen sensible y detallista que complementa la labor del arquitecto ha borrado del mapa a muchas proyectistas. Pero las cosas están cambiando, y ahora Zaha Hadid (Bagdad, 1950) ha logrado uno de los premios más codiciados, el Mies van der Rohe.
Cosmopolita, soltera, extravagante, caprichosa, diva y tan temperamental como tímida, esta iraquí, afincada en Londres desde hace 30 años, lleva décadas dando que hablar. “No he construido, a pesar de haber ganado los concursos, por racismo y machismo. Mi trabajo resultaba extraño hace veinticinco años, cuando no se hablaba de deconstructivismo. Mis diseños parecían ser irreales, irrealizables. Que yo fuera mujer y extranjera los enrarecía aún más. Todo era un problema, y muchas veces todavía lo es”. A pesar de protagonizar una carrera de obstáculos, Hadid supo desde muy temprano darle la vuelta a su situación. “La ambición fue lo que me salvó”, afirma. “No hay nada que pueda con la determinación de querer lograr algo. Y yo sabía lo que quería. Sólo me faltaba conseguirlo. Más difícil que construir un edificio es tener buenas ideas. Y yo las tenía. Me he pasado media vida luchando por levantarlas, batallando por borrar los límites de la arquitectura”. Durante años, esta mujer ha sido consciente de que la invitaban a participar en concursos para cubrir la cuota de vanguardistas entre los candidatos: “Me invitaban para hacerse los modernos. Cubrían de un solo gesto la cuota vanguardista y la femenina, y también, de un solo gesto se la quitaban de encima. Pero yo iba ensayando y publicando. Cuando crees en lo que haces, sólo tienes la opción de seguir intentándolo”.
La perseverancia ha sido la baza de esta polémica arquitecta, y el cálculo, su estrategia. En los veinte años que tardó en comenzar a construir, sus proyectos no dejaron de parecer novedades. Se renovó antes de estrenarse. Nunca se convirtió en esclava de su propio estilo y nunca permitió que los medios de comunicación se olvidaran de ella. A pesar de su carácter arisco, o tal vez gracias a él, ha sido y es la niña mimada de la prensa especializada, que durante décadas ha ido publicando los dibujos de los proyectos que no lograba construir. Fue esa prensa quien le puso el nombre de “la arquitecta de papel”.
En Londres, donde ha vivido desde los ‘70, cuando estudió y posteriormente impartió clases con Rem Koolhaas en la prestigiosa Arquitectural Association, Hadid sigue siendo un misterio para suscolegas. Alguno de ellos hizo circular el rumor de que era millonaria (realmente sólo un millonario podría permitirse vivir tantos años con ingresos aparentemente inexistentes), y no contentos con justificar tanta perseverancia, fueron más allá al inventar que era una princesa iraquí. Además, ser soltera y vivir rodeada de jóvenes la convirtió –en los corrillos de la profesión– en una noctámbula empedernida. Hoy, Hadid comenta todos esos rumores con ironía y distancia e, impertérrita, no da su brazo a torcer: “No formo parte de la hermandad de arquitectos. Ni salgo a navegar con ellos ni frecuento sus clubes. Eso es todo”, concluye.
Ni princesa ni millonaria, aunque sí tuvo una infancia acomodada. Su padre fue un destacado político socialista iraquí. “No llegué a Londres huyendo. Llegué buscando hacer lo que quería”, aclara. Durante años se ganó la vida dando clases y conferencias por medio mundo. No había construido nada y ya era una celebridad solicitada por las mejores universidades. Respecto a la fascinación que en esos años difíciles ejercía sobre los medios, justo es decir que, fuera por estrategia o por cansancio, en lugar de presionar se hacía rogar. Complicaba la vida de los periodistas, cobraba las copias de los planos, y sus desplantes eran tan notorios que parecían más propios de una desahogada estrella de rock que de una artista endeudada.
¿Cómo llegó a construir sus proyectos? A principios de los ‘90, un caso sonado, el de la Opera de Cardiff, saltó a la portada de los numerosos periódicos británicos. Hadid había ganado el concurso, pero muy pronto comenzaron a llover las críticas: aquello, para algunos, parecía una mezquita. Para otros, de construirlo, perseguirían a los responsables como a Salman Rushdie. Las autoridades galesas se echaron atrás. Un buen número de arquitectos –entre los que se encontraban muchos de los que según Hadid navegan juntos– firmó una carta defendiendo públicamente a la iraquí. Pero no sirvió de nada. Se encargó un proyecto alternativo a Norman Foster, que declinó la oferta. Finalmente, en lugar de una ópera se hizo un estadio de rugby. Pero las cosas no tardaron en cambiar. Un empresario alemán, Rolf Fehlbaum, dueño de la productora de sillas Vitra, contactó a Hadid y le encargó la estación de bomberos de su fábrica en Weil am Rhein, una especie de colección de edificios en la que también habían construido otros arquitectos como Tadao Ando, Alvaro Siza, o Frank Gehry. “El proyecto de Vitra me dio la vida como arquitecta y, sin embargo, debo reconocer que, aún tratándose de un lugar mágico en el que todos los edificios son magníficos, no se trata de un proyecto real. Aquello no está en el mundo”.
Si la estación de bomberos de Vitra supuso el regreso de Hadid a las portadas de la prensa especializada, el encargo significó también el despegue de la arquitecta. Comenzó diseñando exposiciones y escenografías temporales –como el escenario para la gira mundial de los Pet Shop Boys– y poco más tarde pasó a construir en Austria, Alemania, Estados Unidos. Pero ha sido un proyecto aparentemente menor en su trayectoria, la terminal de tranvías de Estrasburgo (Francia), el que le ha valido hace una semana el Premio Mies van der Rohe, el galardón más importante que concede la Unión Europea. “Siempre pensé que era una pena que nadie hiciera estacionamientos bonitos porque los parkings son enormes, ocupan mucho espacio y, descuidados, se convierten en vacíos urbanos, en fealdades muy grandes. Por eso, cuando recibimos este encargo, decidimos afrontarlo como una pieza de land art. En realidad me invitaron como artista, no como arquitecta”, dice.
Sobre la reciente guerra asegura que lo que tenía que decir ya lo dijo cuando firmó, junto a Ruchard Rogers o Rem Koolhaas, un manifiesto contra la invasión estadounidense a su país. “Nada es tan irreparable como una guerra, y ésta ensuciará de sangre nuestras manos”, rezaba el artículo publicado en febrero por The Architects Journal. “La relación entre Saddam Hussein y Al-Qaida nunca fue probada. Por eso existe el peligro de que lainvasión a Irak se haya convertido en un precedente para invadir otros lugares como Chechenia, Palestina o el Tíbet”, añadía.
En su obra, esta inmigrante defiende la idea del tránsito y la convivencia. “La ciudad del futuro estará muy relacionada con el mestizaje. Pero eso deberá ser abierta y fluida y redefinirse con el uso que de ella hagan los ciudadanos. La Modernidad tiene que ver con la apertura. Una ciudad que cambia con nosotros nos hará más libres y más responsables”.

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