Vie 20.06.2003
las12

PERFILES

Para Manu

Silvia Casas tenía ya una familia formada cuando conoció a Manu, un bebé con vih al que decidió adoptar. Tras su muerte, Silvia volvió no sólo a adoptar sino a cuidar a otros niños portadores del virus: Casa Manu, que ella fundó sin ninguna ayuda, es uno de los pocos hogares dedicados a ellos.

Por Florencia Gemetro

Silvia no se distingue entre la multitud de niñas, niños, voluntarias y juguetes que rodean la mesa del ambiente central. “Esta es Casa Manu. Con cero ayuda del Estado”, se escucha entre el tumulto. Es la voz de una mujer madura que ha cambiado las sutilezas del lenguaje por las palabras precisas. Después de todo, no fueron los rodeos los que criaron a sus cuatro hijos. Los que mejoraron la vida del más pequeño, el del corazón, dice ella, o los que le permitieron, a casi tres años de su muerte, criar a su quinto hijo, también con vih, fundar una asociación y ver crecer a las cuatro nenas de uno de los dos únicos hogares de niños viviendo con vih en el país.
La casa pasa inadvertida entre las viviendas de Monte Grande. El barrio está poblado por habitantes de clase media que buscaron la tranquilidad en las afueras de la ciudad. La ubicación del hogar no es accidental. El conurbano concentra el mayor índice de pobreza y de personas viviendo con vih. Una combinación explosiva que eleva la cifra de niños sin acceso a la medicación y a la atención para su tratamiento. Ningún peatón distraído podría diferenciar la finca del resto. Salvo por el cartel artesanal que cuelga de su entrada: “Mucho Amor Nos Une” o “Casa MANU”. La sigla tampoco es casualidad. Las letras componen el nombre del hijo que ya no está.
Conoció a Emanuel a través del programa de familias sustitutas. Tenía 27 días cuando se lo trajeron. Llegó a sus brazos después de que nadie quisiera cuidarlo. “Porque el miedo paraliza.” No pasó tanto desde entonces aunque diez años marcan la diferencia: tratamientos más efectivos, medicación pediátrica y más información. “En los noventa nadie sabía nada. La gente era más ignorante. Los compañeros de mis hijas llegaron a decirles que tuvieran cuidado al cambiarlo, a ver si las contagiaba.”
Silvia y su marido Oscar se enamoraron al verlo. Sus ojos parecían saberlo todo. “Por ahí no hablaba, pero te miraba y era suficiente. Aceptó su vida y la vivió a full. Hacía los deberes, corría, se subía a los árboles. Todo junto.” Conoció su historia de a poco. Primero supo que no estuvo en la panza de Silvia aunque lo hayan buscado y lo hayan encontrado. Después vinieron las discusiones sobre los remedios. En esa época no había medicamentos pediátricos. “Y por temporadas había que correrlo por todo el departamento para que los tomara.” El matrimonio crió a Manu junto a sus tres hijos hasta que se separaron. Oscar no pudo soportar que el nene fuera el elegido, problemas de maduración, dice ella. Eran años difíciles. Al tiempo volvió y lo aceptó. “Vino a morirse a casa.” Oscar tenía un diagnóstico terminal y murió un año después que Manu.
No fantaseaba Silvia ningún otro destino que el de convertirse en esposa, madre y abuela. Se casó con el novio de los quince y se dedicó a él toda su vida. “Mi generación es de las que creen que las mujeres se casan para siempre.” Las comisuras de los labios se le abultan a la altura de los cachetes. Es cuestión de minutos para que el rostro se transformeen una enorme sonrisa. Dice que la vida le dio la oportunidad de elegir. “Pude optar como mujer entre convertirme en una víctima eterna o generar un desafío permanente. Porque a mí me pasaron muchas cosas, pero sé que tengo material para resistir.”
Con su nueva pareja fue diferente. Convirtió la matriz “generacional”, el modelo de mujer/madre/esposa que atraviesa a todas, en una combinación ideal: un hombre diez años más joven que la acompaña y la cuida con simpleza, con la complicidad de un compañero. Compartieron la vocación por el voluntariado en la Cruz Roja y hoy viven juntos en una casa de Lomas. No quiere que sea el padre su hijo Mariano, pero sí que la acompañe en la decisión de ser madre. Mariano asiente al otro lado de la mesa. Llegó a casa Manu cuando todavía no estaba abierta. Iba directo a una institución. “Pero eso ofendía la vida mi hijo y decidí adoptarlo.” Su escaso año y medio no le impide protestar cada vez que ve comprometido su protagonismo. Se desplaza entre las nenas de la casa como pez en el agua regalando juegos y besos.
Media docena de ambientes sencillos alcanzan y sobran para proteger a las nenas de los hogares grandes, las instituciones bestiales, dice Silvia. Esos inmensos espacios vacíos donde son nadie. “A nosotros nos piden vacante como si esto fuera el hogar del padre Grassi y no saben que nos están llenado de alegría. Es un nene menos. Uno que no va ir adonde no va a ser amado, adonde no se respete su individualidad. Ahí, donde les cortan el pelo igual o los visten de uniforme y les ponen una enfermera para cien como si fuera eso lo que necesitaran.” Casa Manu alberga cuatro nenas y veinte cuidadoras que alternan los mimos con los pañales y los cuidados que cada una requiere. Para las voluntarias no son una masa indivisa de niños ni las planificaciones anuales de los institutos o las grandes empresas “como Mimitos o Pampers, que te contestan que ya programaron el año, y que de todas formas, sólo se hacen donaciones cuando la población supera los 50 chicos”.
Silvia despide a las nenas de una en una. Se van tranquilas, contentas, con la seguridad de quien tiene un lugar adonde volver. Las cuatro pasarán el fin del semana con sus madrinas y Silvia tendrá unos días de descanso con su compañero y su hijo. No se entristece aunque llene el silencio con un recorrido rápido por el lugar. Sonríe en cada cuarto, en cada paso. Y sobre el final revela: “Esto es Manu. El fue la luz que nos cambió a todos. Vino con un mensaje muy fuerte y se quedó. Todo esto es para él. Todo esto es para Manu”.

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