Viernes, 9 de diciembre de 2011 | Hoy
Politica A un año de la toma y el violento desalojo del Parque Indoamericano por parte de fuerzas de la Policía Metropolitana y Federal que terminó con los cadáveres de tres personas –Emilio Canaviri Alvarez, Rosemary Churapuña y Bernardo Salguiero– tendidos sobre la tierra de ese predio prácticamente abandonado, Elizabeth Ovidio, viuda de Canaviri Alvarez, hace memoria sobre esos días en que el sueño de un lugar en el mundo quedó convertido en sangre y habla sobre lo que significa convivir a diario con una xenofobia muchas veces velada y otras tan explícita como para ser legitimada por las declaraciones que, hace un año, emitió el jefe de Gobierno, Mauricio Macri, cuando se quejó de la “inmigración descontrolada” y se disculpó después con el pobre argumento del amigo boliviano.
Por Veronica Gago y Delia Colque
Bajó del auto y le dijo que lo esperara. Que volvía enseguida. Que se iba a asegurar de que estuviera todo bien porque se veían movimientos extraños. Era 9 de diciembre de 2010. Ya habían dormido una noche en la acampada del Parque Indoamericano, donde ya habían asesinado a dos personas tras un primer desalojo a fuego y sangre. Ellos, aún con miedo, trabajadores del rubro textil, estaban por ir a buscar cosas a su pieza de alquiler para volver a lo que añoraban como un futuro terreno. Elizabeth Ovidio entonces empezó a darle el pecho a la pequeña Tatiana, de un año y medio, y de pronto la niña le mordió el pezón y estalló en llanto. “Como si hubiese sentido algo tremendo. Ahí yo tuve un miedo en todo el cuerpo. Fue justo el momento en el que mataban a su papá.” Al lado de ambas estaba Evelyn, la otra hija de Elizabeth, que hoy tiene cinco años, y que se acurrucaba contra su madre y su hermana, también llorando. Al rato vinieron paisanas a preguntarle si su marido estaba con gorra amarilla, pantalón azul y campera gris, que le habían pegado un tiro en el pecho. A ella se le vino el mundo abajo, no entendía nada, la desesperación la ahogaba. Salió corriendo sin poder creer lo que pasaba. De sus hijas se hicieron cargo dos mujeres, también paisanas, que ni siquiera conocía. Corrió hasta confirmar lo peor: que el herido era su marido, Emilio Canaviri Alvarez, 42 años, venido de Oruro hace casi una década. Aunque entonces sería reconocido como Juan Castañeta Quispe, de 38 años, porque tenía encima un documento trucho que le permitía aspirar a trabajar como remisero, hasta que consiguiera la “precaria”, nombre de la documentación transitoria para los migrantes. Cuando Elizabeth volvió con sus hijas sintió el pecho seco. Ya no tenía ni una gota de leche.
Indoamericano
El tiempo se detuvo y a la vez iba muy rápido. A Canaviri lo trasladaron en remis al Hospital Piñero, adonde llegó muerto. Después de la autopsia, Elizabeth hizo de todo para conseguir organizar el velorio a cielo abierto, en el predio del Indoamericano. Como una forma de no abandonar ese pedazo de tierra que fue su último sueño juntos. “A mí me salió del corazón, quería que lo veláramos ahí. No me pregunten cómo se me ocurrió, por qué insistí tanto, estaba segura de que quería que fuera ahí mismo, donde lo asesinaron, donde habíamos planificado vivir.” Con ayuda de los vecinos se improvisó una sala velatoria con lonas, velas y flores, enseguida se llenó de gente y de angustia. Mientras, funcionarias de derechos humanos del Gobierno de la Ciudad le ofrecían insistentemente que regresaran a Bolivia, ella, sus hijas y su marido muerto. “¿Qué más querés hacer acá?”, le susurraban, aleccionadoras, las letradas. Elizabeth no quiso irse, a pesar de que en Bolivia tiene otros cuatro hijos que viven con su cuñada. Quería enterrar a Emilio en el Cementerio de Flores y así lo hizo. Quería justicia y la sigue queriendo. “Yo también me hice cargo como pude de la investigación. Volví al predio y junté las balas. Eran la prueba y las llevé a los medios.”
Canaviri estaba entusiasmado: “Con 500 pesos, entramos, Negra”, le dijo después de que se enteró cómo se organizaría la toma, por comentarios de un amigo. Dejar la diminuta y carísima habitación que alquilaban era un deseo que valía la pena el riesgo. “Nos dijeron que esto va a ser un barrio, no una villa. Con eso más que todo me emocioné yo”, cuenta Elizabeth. Así es la historia de miles que fueron, con aspiraciones y tácticas diversas, esos días, a ocupar el Indoamericano. Se vio entonces de manera desnuda el problema habitacional más dramático de la ciudad, cuyo mercado inmobiliario, tanto formal como informal, no para de crecer y de multiplicar los precios. Sea porque los dividendos excedentes de muchos sojeros se plasman en ladrillos, sea porque las villas sólo tienen como opción el crecimiento vertical, lo decisivo es que el valor del suelo asciende precipitadamente a un cielo de precios imposibles.
Durante la toma, se hizo un censo, para organizar y discriminar las distintas situaciones habitacionales. Mientras tanto, el Gobierno de la Ciudad realizaba una encuesta en tiempo real a los vecinos de Villa Soldati, para sondear cómo llevar adelante el desalojo. Se estaba armando esa bomba de tiempo racista que Macri titularía luego, en conferencia de prensa, “inmigración descontrolada”. Sus funcionarios ya habían preparado ese lenguaje durante la toma que terminaría en atropellos y muertes. No faltó quien escuchara decirles: “Estos bolivianos de mierda no sé qué se creen que son... toman Coca Cola y hablan todo el tiempo por celular y encima quieren casas”.
En conjunto, la Policía Federal y la Policía Metropolitana finalmente llevaron adelante un operativo violentísimo, que desparramó un clima de pánico entre los ocupantes y dio pie a que varios barras bravas intervinieran también con armas de fuego. Dice Elizabeth que Julio Capella, el barra brava de Huracán que, junto a Diego Gerino, ambos empleados municipales, fueron tomados por las cámaras disparando, se justificó diciendo que familiares de Soldati lo llamaron avisando que gente extranjera quería invadir a los vecinos, que querían entrar a los departamentos lindantes con el Indoamericano. “Eso era una mentira total, nunca nadie pensó en tomar los departamentos”, vuelve a explicar Elizabeth.
“A nosotros nos sacaron del Indoamericano con mentiras, con que nos iban a dar un plan de vivienda para todos, pero hasta la fecha eso no existe, ni de parte del Gobierno de la Ciudad ni de Nación. Ahora incluso me dijeron que en el Indoamericano querían hacer un casino. Se están haciendo la burla de nosotros.” Elizabeth repasa una y otra vez aquellas imágenes, este año vertiginoso de lágrimas, juzgados, movilizaciones, pero también se le ilumina el gesto cuando ve correr a sus hijas, siguiendo unas burbujas de jabón que las alejan momentáneamente del relato dolido de la madre.
“Lo que más me importa es sacar adelante a mis nenas y seguir luchando por juicio y castigo por mi marido y los otros muertos del Indoamericano (Bernardo Salguiero (22), paraguayo, y Rosemary Churapuña (28), boliviana) y que dejen de perseguir a los delegados.” Es importante, aclara, repetir esos nombres y apellidos porque no es casual que, a diferencia de otros casos de asesinatos políticos, los de ellos casi nadie se los acuerde. “Será que esos apellidos suenan ajenos por ser extranjeros.”
“Fui cinco veces llorando y cinco veces a enfrentarme, a decirles que si no me ayudaban les cortaba la calle. Yo necesitaba con urgencia que me legalicen una libreta del servicio militar de Emilio, como documento para probar su verdadera identidad. ‘¿Quién les ha mandado a ustedes al Indoamericano? ¡Hicieron quedar mal a Bolivia!’, me decían en el Consulado.” La impotencia fue tremenda al no encontrar ayuda en una de las instituciones que se supone que los representa como ciudadanos bolivianos en Argentina. El Consulado, a su vez, se hacía eco así de las declaraciones de Evo Morales, quien dijo entonces: “Si quieren tierras, que vengan aquí, tenemos tierras fiscales, les vamos a entregar”. Morales condenó las ocupaciones diciendo que quienes tomaban tierras hacían “quedar mal a la gente digna y sana que trabaja bien”.
En esa línea se cuadró también el polémico representante comunitario Alfredo Ayala, de Acifebol (Asociación Civil Federativa Boliviana). Recuerda Elizabeth: “Aunque su gente estaba en la toma, Ayala hizo una reunión en la Plaza de los Virreyes proponiendo hacer una marcha al Consulado Boliviano para que salgamos del Indoamericano. En vez de apoyarnos... Pero eso es porque ellos tienen dinero, son capitalistas porque nos sacan el jugo a la gente pobre, se hacen más ricos ellos con la gente pobre”.
La doble identidad de su marido es un problema para el juicio. Primero porque no reconocen que Elizabeth sea la esposa de Canaviri en la medida en que está registrado como Castañeta Quispe, ni que Evelyn y Tatiana, así como los chicos que viven en Bolivia, sean sus hijos. Lo cual obliga a practicar exámenes de ADN sobre el cadáver y a cada uno de sus hijos. Esto, a su vez, imposibilita que Elizabeth se presente como querellante en la causa.
“El juez (Eliseo) Otero no cree que el documento trucho de mi marido es porque, como muchos que estamos aquí, queremos trabajar y los papeles de la precaria no siempre salen rápido ni cuando los necesitamos. El me dice que tenemos que investigar por otros lados, no sólo a la policía, pero yo no soy nadie para investigar. El juez Otero es un racista, siempre me hace sentir mal. La última vez me dijo ‘en vez de andar buscando entre los policías, busquen por otro lado’, como diciendo ‘entre ustedes se mataron, porque a Bernardo Salguiero le entró una bala tumbera y a tu marido lo mató una bala que no se sabe de dónde vino’.”
Las indirectas del juez enfurecen a Elizabeth, que además nota muchas irregularidades desde el comienzo del proceso judicial: “Cuando lo mataron no vinieron a hacer el peritaje, ni a marcar la zona ni nada. Yo llevé la bala a los medios, me empecé a movilizar, todos esos esfuerzos que hice me valieron para recapacitarme yo misma y entonces sé que tengo que salir adelante por mis hijos y voy a ir hasta donde se pueda”.
Hace exactamente una semana, el fiscal de instrucción Sandro Abraldes requirió al juez Otero que llame a declaración indagatoria a treinta y tres miembros de la Policía Metropolitana, a doce de la Federal y a la jueza penal porteña María Cristina Nazar, quien ordenó el desalojo del Parque Indoamericano el 7 de diciembre del año pasado. Los comisarios imputados son el mayor de la Metropolitana Ricardo Ferrón y Roberto Palavecino y Hugo Lompizano, de la Federal. Este último ya procesado por el asesinato de Mariano Ferreyra, en octubre de 2010, señalado como uno de los responsables en liberar la zona. Según el fiscal, la División Operaciones Especiales de la Metropolitana (DOEM) adulteró los cartuchos de las escopetas antitumultos colocando postas de plomo. A su vez, la Policía Federal está acusada por disparar con escopetas a ocupantes que se habían replegado en el interior de la Villa 20 luego de realizado el desalojo.
Elizabeth vive ahora en un departamento de los bloques de la Avenida Bonorino, a la entrada de la villa 1.11.14. “Yo luché, me metí con varias organizaciones e hicimos un acampe de veintiséis días frente al Instituto de la Vivienda de la Ciudad (IVC).” Le dieron un crédito a treinta años por el cual debe pagar 700 pesos por mes para lograr la titularización del departamento. No es fácil juntar ese dinero. Elizabeth trabaja los domingos en la feria vendiendo jugos de fruta, a tres pesos el vaso, y los sábados limpia tres horas en un supermercado coreano. “No llevo a mis hijas a la feria, me da miedo porque los autos pasan muy rápido y porque hay demasiada gente.” La ayuda una vecina y la más grande ya aprende a cuidar a su hermana pequeña. Elizabeth va y viene en colectivo todos los días para llevar a su hija mayor al colegio. Espera que el año próximo las dos consigan vacante juntas en una escuela más cercana a su nuevo hogar. “Yo tengo mucha fuerza”, aclara, como si hiciera falta, y también como un mantra autoconfirmatorio.
Después, sin respiro, explica que también va y viene a distintas actividades militantes para reclamar por el esclarecimiento de la masacre del Indoamericano y para que se deje de perseguir judicialmente a los dirigentes sociales que estuvieron en la toma. No siempre es fácil ese ritmo. Tiene un límite: no descuidar a sus hijas. Eso es lo único que la hace sentirse mal, alguna vez hasta el desmayo, otras veces hasta agotarse de una tristeza infinita. “Alguna vez me tuve que volver sola en colectivo muy tarde, con las nenas dormidas o llorando y me di cuenta de que eso no puede ser, que no lo puedo hacer porque me hace mal.” En esos momentos más duros, Evelyn le dice que no se preocupe, que su padre las mira y las cuida desde las estrellas, por eso lo que a Evelyn verdaderamente le preocupa son las noches nubladas o de tormenta.
Elizabeth, como viuda, tiene una legitimidad políticamente codiciada para encabezar las denuncias y para que el tema del Indoamericano tenga una voz potente y un rostro visible. Sin embargo, no necesita que le digan qué decir, ni qué guión interpretar, ella sabe que enfrenta el racismo de una ciudad entera.
No está de más volver a escuchar o leer la conferencia de Mauricio Macri el mismo 9 de diciembre de 2010, en la que dijo por ejemplo: “... la Argentina viene expuesta a una política inmigratoria descontrolada donde el Estado no se ha hecho cargo de su rol. Creo que los argentinos estamos abiertos a recibir gente honesta que quiera venir a trabajar a nuestro país; pero tenemos derecho a saber quiénes son; y no en una situación en la cual convivimos en una situación descontrolada donde pareciera que la Ciudad de Buenos Aires se tiene que hacer cargo de los problemas habitacionales de todos los países limítrofes o más allá de países limítrofes de Latinoamérica; y eso es imposible, absolutamente imposible”. En todo caso, esos dichos deben ponerse en relación con la consigna con que varios meses después Macri conquistó al electorado: “Sos bienvenido”, en la que jugaba con un multiculturalismo políticamente correcto al incluir en las fotos diversidad de rostros.
Para una discusión al respecto, se puede consultar:
http://www.inmigraciondescontrolada.blogspot.com/
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