Viernes, 10 de febrero de 2012 | Hoy
MúSICA
Lana del Rey es la nueva criatura 2.0 que, fabricada a partir de contradictorios retazos, alcanzó la fama sin disco. Ahora, con uno recién salido, continúa alimentando ambigüedad, notoriedad y controversia.
Por Guadalupe Treibel
Detrás de un par de labios siliconados, se esgrime la extraña figura de Lana del Rey. Con pintas de actorcilla porno y una habilidad extrema de inventarse a sí misma, la veinteañera logró el absurdo: ser estrella pop antes de que su primer disco viera las bateas. La historia es harto conocida: en julio no era nadie; en agosto su tema “Video games” se desperdigaba por la web cual reguero de pólvora y ella misma se volvía el fenómeno más caliente de la web, de las revistas, de la TV. No sólo por su potencial cualidad de “artista”; también por su look “sexy” –del tipo plástico que requiere inyecciones aquí y allá; oh, sensualidad–.
Desde su inesperada intromisión en la escena musical, no ha pasado semana sin que la neoyorquina genere una noticia al mes. O tres a la semana. Como la poco entonada presentación en Saturday Night Live que le valió enojos de personajes como Juliette Lewis y cancelación de shows. O el interés de productores y músicos (Damon Albarn, entre ellos) en remixar los poquitos temas que la pelirroja iba largando a cuentagotas. Tampoco le ha hecho daño contar con el beneplácito de Kate Moss o David Cameron, expresos fans. O la defensa del diseñador Karl Lagerfeld sobre cómo una mujer “construida con implantes” puede ser muy hermosa. ¿La última? Mientras su LP (Born to Die) no tiene ni un mes de vida, ella ya anuncia su posible retirada de la música. A los 25 años. Con menos de un año de notoriedad. Creíble, ¿cierto?
“No creo que haga otro disco. ¿Qué diría? Siento que todo lo que quería decir, ya lo he dicho”, expresó para Vogue la dueña de provocaciones como: “Todo lo que quiero, lo tengo. Dinero, notoriedad, rivieras. Incluso, creo que encontré a Dios... en los flashes de las cámaras”. Ese es el tipo de frases que divide las aguas entre los que la aman y los que –francamente– la detestan y la llaman Frankenstein, pastiche, producto de pies a cabeza, ficción bellamente adornada. De allí que las notas a lo largo y ancho de las publicaciones titulen “¿Guay o cutre?”, “¿Indie o mainstream?” o, ya sin dualidad, “¿El gran fiasco del año?”.
También están los distraídos que se preguntan “¿Quién es Lana del Rey?” o, mejor aún, “¿Por qué todo el mundo habla de ella?”. Para los curiosos, breve montaje: Lana del Rey es, en realidad, Elizabeth Grant, y su fresquito alias responde a la suma de dos apelativos: el de la actriz de los ‘40 Lana Turner y el auto de sus amores Ford Del Rey. Autoproclamada “la Nancy Sinatra gangster”, se dice que nació en cuna de oro (los rumores hablan de un padre multimillonario, aunque ella tarde en aclarar y, desde las discográficas, desmientan), que sus abogados le eligieron el nombre, que –en el pasado– tuvo problemas con el alcohol y ya no bebe, que escapó de un internado para “romperla” en la gran ciudad, seguir su sueño de hacer canciones, tocar en bares.
El cuento de la cantora, sin embargo, tiene otros bemoles: que vivió en una casa rodante antes de saltar a la fama, que no le gusta el barullo, que se deprime con los comentarios negativos, que los labios son reales, que –si fuera posible– le pediría a Elvis que la bese, que ama a Kurt Cobain. En las calles, consuela a fanáticas enardecidas; de puertas para adentro, asegura que sigue trabajando como niñera. En fin.
Tampoco es cierto que Born to Die sea su primer larga duración: en 2010, editó sin pseudónimo pero, alimentando la golosa barriga de los especuladores, retiró de circulación al primogénito. Para anunciar, más tarde, que sería reeditado durante 2012. “La gente habla de aquel trabajo como si estuviera rodeado de un halo de misterio, como si se tratase del ‘terrible álbum olvidado’. La realidad es que es bastante bueno. Es uno de mis orgullos”, explicó la muchacha que, en notas, se autodefine como una psicótica y jura que reza para purgar los errores del pasado, comenta que su música (melancólica, cinematográfica) es el equivalente sonoro a “una película de Vincent Gallo” y explica cómo se le dificultaba hacerse de amigos en el secundario por ser “demasiado cerebral”.
Después de tanto vaivén, ¿vale la pena hablar de las canciones? Quizá sea lo de menos, pero amerita una mención. Al fin de cuentas, la crítica la ha recibido con la misma ambivalencia. Están quienes, como The New York Times, han desdeñado su trabajo y condenasen sus composiciones al frío de Siberia. Al igual que la Rolling Stone, que se refirió al disco como “aburrido, triste y sediento de atractivo pop”. Claro que también están los que hablan de sus temas como “composiciones de alta costura” y se refieren a Born to Die como un éxito suculento. En El País, por ejemplo, se postula que el disco “confirma las mejores expectativas. Ni una sola de las 15 canciones que conforman la edición extendida merecería quedarse fuera de un álbum de altísimo nivel compositivo”. En Pitchfork, The Guardian, NME, hacen lo propio.
Todos, sin embargo, están atentos: nadie sabe qué pasará con Lana. Algunos auguran que sucumbirá ante el monstruo botoxeado que ha creado; otros, en cambio, confían en su talento. Mientras, ella confirma sospechas vía Twitter con cita a Walt Whitman: “¿Me contradigo a mí mismo? Muy bien, me contradigo entonces. Soy vasto. Contengo multitudes”. Eso, para bien o para mal, no hay quién lo dude.
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