CINE
Hace poco más de diez años, un grupo de mujeres de una aldea marroquí dijo basta. Hartas de la opresión, hartas de ser explotadas como trabajadoras y como reproductoras, decidieron dejar de tener relaciones sexuales al menos hasta que sus maridos se atengan a compartir determinados trabajos con ellas. Este episodio fue documentado por el cineasta Radú Mihaileanu en La fuente de las mujeres, que se estrena en Buenos Aires la semana que viene.
› Por Maria Zacco
Que unas mujeres, habitantes de una pequeña aldea en un país árabe, decidan hacer una “huelga de sexo” para rebelarse contra sus esposos –una verdadera afrenta en el mundo islámico– puede sonar a “cuento chino”. Sin embargo, el caso es real y tuvo lugar en un pueblo marroquí donde las tradiciones ancestrales, que mantienen a las mujeres en una situación de discriminación absoluta, son, en pleno siglo XXI, palabra santa.
Corría 2001 –la llamada “primavera árabe”, en gran parte impulsada por mujeres, ni siquiera era un sueño– cuando un grupo de jóvenes decidió suspender la tarea diaria de ir a buscar agua hasta una fuente natural que se hallaba en la cima de una montaña. Llegar hasta allí les demandaba tiempo y esfuerzo bajo un sol abrasador. La peor parte les tocaba a las embarazadas, quienes muchas veces perdían a sus hijos en el camino de regreso a la aldea por la indebida carga de cubos muy pesados.
Tras reiterados e infructuosos pedidos a sus maridos para que se hicieran cargo de ese trabajo –en lugar de reunirse en el bar del pueblo a charlar y tomar té–, la muerte de otro bebé fue la gota que colmó el vaso de la paciencia y abnegación que se supone distingue a las mujeres árabes.
Por la vida de su prole, las desacatadas dijeron basta. La medida de fuerza fue negarse a tener relaciones sexuales. La represalia fue drástica: castigo físico, el repudio familiar, escarnio público. Aun así, siguieron adelante.
La historia fue llevada al cine por Radú Mihaileanu (Bucarest, 1958), quien desgranó todos los matices del caso en el bellísimo film La fuente de las mujeres, que se estrena en Buenos Aires el próximo jueves 19 de abril. Tradición y modernidad quedan enfrentadas en este relato que muestra el drama tal como suele presentarse en la vida: con inexplicables, y celebrados, espacios para el humor y la alegría.
Así es el cine del realizador rumano, cuyos relatos se apoyan en la historia para discutir dolorosos conflictos políticos, filosóficos y religiosos, pero se las arregla con inteligencia para hallar una vía de salida y recordarle al espectador, hasta al más escéptico, que la esperanza no es esquiva aunque muchos finales no sean necesariamente felices. Lo logró en El tren de la vida (1998), donde evocó con pasos de comedia la experiencia de su padre como prisionero en un campo de trabajo nazi, y también en Ser digno de Ser (2005), donde satiriza la identidad religiosa a partir del periplo de un niño etíope hacia Israel que se hace pasar por judío para salvar su vida. La ironía remite a su propia historia en sentido inverso: su apellido real debía ser Buchman, de origen judío, que su padre debió cambiar por el de Mihaileanu al dejar los campos nazis para mantenerse a salvo. “Soy hijo de la impostura”, bromea, para dar cuenta de cómo ha transformado su experiencia personal en un particular recurso narrativo.
“Me fascina la energía vital de las mujeres y su capacidad para negociar con la vida”, admite Mihaileanu, en diálogo con LasI12. El director reconoce que sus películas, donde los personajes femeninos muchas veces llevan la voz cantante, pueden considerarse como “intentos de comprensión de estos seres maravillosos”, que lo intrigan e impresionan ya que “tienen un misterio infinito, una complejidad bella, inteligencia, sentido del humor y la increíble facultad de sufrir en silencio”.
Sin embargo, no es precisamente silencio lo que halló el cineasta en esa diminuta aldea marroquí –que prefiere mantener en el anonimato– en la que se instaló durante varios meses para escribir el guión y rodar su película, tras una investigación exhaustiva de la vida cotidiana, las tradiciones y los roles femenino y masculino, de acuerdo con la interpretación de la cultura árabe.
Mihaileanu relata que conversó mucho con las mujeres de pequeños pueblos, “donde el pensamiento sobre ciertos temas suele ser muy cerrado”. Sin embargo, se sorprendió al hallar “líderes” que arengaban a sus compañeras para “tomar sus propias decisiones”. De hecho, asegura, lo que se ve en el film está basado en los testimonios que registró “sobre religión, fundamentalismo, discriminación e incluso sexo”.
“Es curioso que, como no pueden salir solas, siempre están en grupos y crean entre ellas un sólido vínculo de solidaridad, a pesar de tener edades disímiles”, explica. El director seguía a distancia a las mujeres cuando iban a lavar ropa o al mercado y logró extraer información valiosa de las charlas que mantenían entre ellas cuando se reunían en el hammam para tomar baños.
El modo de “decir” femenino cautivó por completo a Mihaileanu. Tardó en comprender por qué aquellas aldeanas siempre usaban eufemismos para referirse a temas sensibles. Recuerda que “hablaban de que debían ir a casa a meter el pan en el horno, por ejemplo, para expresar que era hora de tener sexo con sus maridos”.
Tal como se ve en la película, las mujeres hallan el modo de hablar de lo prohibido a través de cánticos populares a los que agregan letras filosas, miradas punzantes, una amplia sonrisa y alegres danzas con movimientos de cadera. Cualquier festejo social es una ocasión propicia para cantarles –literalmente– las cuarenta a los aludidos, con sensualidad e ironía, sin que el resto de los presentes sepa de quién o quiénes se trata.
Tal despliegue de erotismo y rebeldía femeninas “se palpa en la vida cotidiana de las aldeas porque tales dotes –sostiene Mihaileanu– forman parte de la cultura árabe”.
“Esa tradición está relacionada con la poesía, la sexualidad y el placer de la buena comida. Y es en esos espacios íntimos que crean las mujeres, inclusive a través de los voluptuosos números musicales que montan como denuncias, donde se revela la verdadera raíz del Islam, que dista mucho de la utilización que se ha hecho de él para justificar la intransigencia religiosa”, asevera.
Acostumbrado a desandar cuestiones delicadas, el cineasta esperaba el embate como un arquero atento: sabía que el film podía generar cierto recelo en el mundo árabe, “especialmente entre algunos integristas”, pero su intención, asegura, no fue rodar una historia contra el Islam.
“Mis películas no son en ‘contra’ de algo sino ‘por’ algo. Esta vez quería mostrar una luz más verídica del Islam, lejos de los clichés tanto de Occidente como los de los fundamentalistas islámicos”, afirma.
Y en ese Islam de las Luces, sostiene, “está enraizada la idea de que las mujeres deben expresarse para vivir”. De hecho, las integrantes de aquel grupo demostraron que estaban dispuestas hasta a enfrentar al imán del pueblo, basándose en versos del Corán (libro sagrado del Islam), para justificar su Huelga del Amor, como fue bautizada –suavizada– en los titulares de diarios locales de la época.
De alguna manera, la idea de esta cinta remite a Las mil y una noches, esa recopilación de cuentos árabes del Imperio Persa, engarzados por la historia de la sensual Sheherezade, quien cada noche debía relatar una historia al rey Shahriar, cuyo final abierto la encadenaba con otra, para vivir un día más.
“Es la metáfora exacta –afirma Mihaileanu–; expresarse es una invitación válida en este caso para las mujeres del mundo árabe pero lo es también para todos los seres humanos. En la medida en que uno pueda decir libremente quién es, de dónde viene, qué desea, cuál es su identidad y su cultura, va a poder vivir. Nadie podrá matarlo de ninguna manera, ni física, ni simbólica.”
Las referencias a Las mil y una noches (Alf layla wa-layla en árabe) son reconocibles en el film, comenzando por el nombre de su protagonista, la hermosa Layla, autora intelectual de la huelga que devino en una verdadera revolución femenina. Es la única mujer de la aldea que sabe leer y escribir y abandonó una gran ciudad para casarse con un joven profesor local.
Los hombres, que la apodan La Extranjera, la miran con desdén. Y no se sorprenden cuando arenga a las otras mujeres para que se plieguen a la escandalosa huelga. Para ellos –y su particular visión del mundo– la condición de Layla ratifica su idea de que el cambio no es una consecuencia natural de la evolución de las sociedades sino un “germen”, que siempre llega del exterior.
La mordacidad tiene en Radú –así prefiere que lo llamen, con tono afrancesado, acorde con el país que lo acogió hace más de 30 años cuando escapó de la dictadura de Nicolae Ceaucescu– el valor de una lengua materna: es su casa. Una carta en la manga que, dice, lo salva de la muerte. Más que un recurso, el humor es para él “un arma que debe empuñarse”.
La tragedia y el drama, afirma, “son la muerte que llevamos cada día con nosotros, y necesitamos también el humor, la alegría de vivir. Esa es la razón por la que no puedo hacer films que sean diferentes a mi vida”.
“En todas mis películas la tragedia, el drama, la barbarie y la injusticia son el motor, pero siempre están el humor y la inteligencia de los personajes para trascender esas cuestiones. Con cada humorada siento como si yo, el pequeño Radú –concluye–, le dijera a la gran muerte: ‘Sé que existes, pero todavía no puedes tenerme’”.
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