Viernes, 6 de julio de 2012 | Hoy
EL MEGáFONO)))
Por L. M.*
La sacralidad judicial del vínculo: cómo reunir a la víctima con su victimario, en el nombre de una familia inexistente. Los tribunales que tratan casos de menores y familia siguen siendo los parientes pobres de un sistema judicial en su conjunto desbordado y seriamente cuestionado en su eficacia e integridad.
La mayoría de los funcionarios que disponen las llamadas “revinculaciones” carecen de la debida formación en violencia de género, pero sí exhiben masters en preconceptos tradicionales. Un niño/a debe tener papá y mamá (de diferente sexo, claro está). Un niño es fácilmente influenciable; una cosa es oírlo (por la maldita Convención de los Derechos del Niño) y muy otra considerarlo persona de pleno derecho, digna de ser creída y respetada en sus deseos.
Si a la criatura le tocó en “suerte” un padre violento, abusador o psicópata, pues que se la banque, porque ése es el papá que Dios le dio en su infinita sabiduría.
Si vacunamos a nuestros niños por su futuro bien, aunque lloren y se resistan, también podemos inocularles una buena dosis de perversidad judicial para fortalecerlos ante los abusos y las injusticias que deberán soportar el resto de sus vidas (o al menos hasta su mayoría de edad).
Tal vez se sientan aterrados, se retraigan o se vuelvan agresivos, su desempeño escolar se desplome, su salud física y psíquica se resienta, pero ya se adaptarán; hasta puede resultar necesario apartarlos de sus madres y aplicar tratamientos seudopsicológicos de choque contra el jamás probado pero siempre convenientemente esgrimido Síndrome de Alienación Parental (SAP), por el que se supone que las víctimas dicen lo que sus madres les inculcan, pero consideremos que un poco de tortura institucional hoy no puede sino engendrar mañana jóvenes respetuosos de la autoridad, la familia y los sagrados vínculos.
Si el niño es oído pero nunca escuchado y, menos aún, preservado, termina peregrinando durante años por tétricas dependencias tribunalicias sufriendo, una y otra vez, la bofetada moral de que perfectos extraños lo interroguen interminablemente acerca de sus sentimientos y deseos para luego no hacerle el menor caso.
Todo ser humano debiera poder renunciar a un derecho o declinar ejercerlo. Si reconocemos el indudable derecho de los niños a tener contacto con sus padres, deberíamos aceptar también que, en determinadas y extremas circunstancias, decidan no mantener ese vínculo, temporal o permanentemente.
Los sentimientos no se modifican por mandato judicial. El cariño de un hijo no se obtiene por sentencia.
* L. M. son las iniciales de la madre de una criatura revictimizada que reserva su identidad para no perjudicar a la niña.
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