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Viernes, 12 de octubre de 2012

Detrás de las malas noticias

Perfiles Acaba de editarse La dieta de las malas noticias (Alfaguara), el relato de una mujer que se ve obligada a cuidar a su madre con Alzheimer, aun cuando ella y su padre la maltrataron en la infancia y de quienes escapó en cuanto pudo. Su autora es Raquel Robles, escritora y periodista, una de las fundadoras de Hijos y actual directora nacional para Adolescentes Infractores a la Ley Penal: su historia personal se cuela en la de la protagonista de la novela y funciona como anticipo de su próximo libro sobre su propia infancia.

 Por Flor Monfort

Escribe desde que aprendió a escribir: escribía poesías, escribía en el diario íntimo que le regalaron a los 9 y, sin saberlo, armaba ese relato que resulta de una infancia en espera, jugando de visitante en un patio ajeno, un cuarto propio pero lejano, un compás de tiempo que se arma en la cabeza de una niña que se fue a dormir con una vida en City Bell y se despertó con otra en Ramos Mejía, a cargo de su tía materna y el marido, a poco de cumplir cinco años. Esa noche del 5 de abril del ’76, ni ella ni su hermano Mariano se despertaron cuando a su mamá y a su papá se los llevaron a Campo de Mayo.

El rompecabezas que el tiempo ordena y desordena una y otra vez deviene en una militancia que se asume desde distintos lugares; la obsesión por enseñar, la pasión por imaginar los cuentos que Raquel Robles niña tramaba con linda letra: que tiene una misión, que está resistiendo, que los compañeros van a venir a reunirse con ella para tramar una tarea secreta. La pluma movida por el eco de la militancia de sus padres en Montoneros, la de su tío que también la ejercía desde el Partido Comunista, una infancia teñida de plazas rojas e inviernos tan blancos como la nieve soviética... “Nunca se me ocurrió que escribir fuera un trabajo. Pensando en mi vocación me veía más como maestra que como escritora: siempre fui la maestra de los otros, aunque tuvieran diez minutos menos que yo. Además, en mi casa se pensaban los trabajos en relación con los gremios, y el de los docentes era un lindo gremio. La vocación era hacer la revolución y había distintos frentes desde los cuales hacerla”, dice. Pasó por el magisterio, sufrió porque a las compañeras no les importaba el oficio y decidió que el 4 de noviembre, un día al azar pero que se marcó patente en el calendario de su cabeza, se iría a Venezuela a ver a sus hermanos mayores, los que se habían ido del país apenas secuestraron a Flora, la madre de todos ellos, y a Gastón, el papá de Raquel y su hermano menor, Mariano.

Por esa ausencia, una materia le quedó colgada y no completó el magisterio, pero se metió en la Escuela Nacional de Danzas a estudiar expresión corporal. Seguía escribiendo, pero aquello de rosquear por la propia publicación le sonaba extraño. Trabajó en un geriátrico mientras soñaba con ser lectora, leerle a gente que no pudiera o que simplemente quisiera que le leyeran. “Armé un taller de lectura de cuentos para niños, pero enfrentada a la realidad me di cuenta de que era imposible, por lo menos a los niños de hogares donde yo me fui metiendo no podés quitarles la mirada porque se pudre todo; entonces empecé a contar los cuentos, pero con los libros en la mano. Me parecía importante que ellos supieran que no es que yo era una genia que sabía cuentos, sino que se podía acceder a esas historias. Así surgió la idea de enseñar con los cuentos como didáctica.” Armó un equipo al que llamó “El poder de la imaginación”, donde convocó a profesores que tuvieran una experticia en una materia determinada, buscó las materias “difíciles” del imaginario social y, como Paula, la protagonista de su segundo libro La dieta de las malas noticias, recientemente editado por Alfaguara, también creó su propio método. El suyo, pedagógico, el de Paula, orientado a socializar al bebé prematuro en esos primeros días de hospital alejado de la madre y lleno de tubos. Pero tanto Raquel como su protagonista orbitan el abandono, el sello que imprime una violencia y la dificultad por marcarle territorio a lo propio y lo ajeno. “Teníamos matemática, historia, biología, filosofía, antropología. Yo los invitaba a pensar la currícula de manera subjetiva, no en función de para qué sirven los conocimientos sino de aquellos contenidos que para cada uno de ellos habían sido muy importantes en su propia carrera académica.” Con esos contenidos armaron los cuentos e hicieron la primera experiencia en el 2004 en el instituto Belgrano, un centro de régimen cerrado para adolescentes infractores “que en ese momento era muy picante” y la experiencia derivó en la publicación de cinco libros con el contenido de los talleres literarios. “En esa época yo les decía ‘yo soy una escritora inédita y ustedes son escritores editados’”, cuenta. Enseguida esa estructura le empezó a quedar chica, había muchas cosas que hacer ahí, y empezó a involucrarse más. Hoy Robles es la directora nacional para Adolescentes Infractores a la Ley Penal de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia, que depende del Ministerio de Desarrollo Social de Nación. “Mi preocupación era bien pedagógica, rescatar al maestro como el que viene de un viaje y en el puerto cuenta historias. Hoy aquel método se coló en la manera de estar con los pibes y, como yo entiendo que no existen los directores sino las intervenciones, en algún momento volveré a dar taller”, dice.

Lo que está en el aire

Pero mucho antes que todo esto, Raquel Robles fue a un homenaje a sus padres y tantos otros desaparecidos en la Facultad de Humanidades de La Plata. León Gieco dijo que quería conocer a “los hijos” y ahí, sin saberlo, se prendió esa chispa entre ellos, primero tímidos, llevados a sacarse una foto, a hablar, a conocerse y después, enseguida, un huracán que desbordaba emoción, familiaridad, una especie de llegar a casa para todos y esa sensación de no poder despegarse porque hacerlo los dejaba en esa deriva que había sido, en muchos casos, una infancia entre paréntesis. “Fue un encuentro de amor inmediato. Después del homenaje me llamó mi hermano porque nos íbamos a juntar en Familiares un jueves. Yo había ido a las marchas de obediencia debida y punto final pero no mucho más. De chica militaba en el Partido Comunista pero no adscribía a DD.HH. Así que nos juntamos y al jueves siguiente éramos 30, al siguiente éramos 100 y después no entrábamos más. Salió una nota en Página, estábamos en la casa de una compañera y llamó Serrat. Gelman había sido amigo de mi mamá del barrio, pero de repente estaba llamando Juan Gelman a mi casa. Todo pasó en un mes. Yo me iba el jueves y volvía el domingo, no nos podíamos despegar. Inventamos las comisiones, yo estaba en la de prensa, mi hermano estaba en la de escrache. Después fuimos a lo de Chiche Gelblung: pasamos de no decir nada y de tener una actitud más bien de “yo soy igual a todos” a estar en Canal 9. Había mucha cosa con el tema del rencor, el odio, la reconciliación. En ese momento era reimportante eso para nosotros, marcar que no había reconciliación posible. Los primeros cinco años era muy difícil vincularnos con otras personas, después se transformó más en un lugar de militancia, pero en ese primer momento no había nada más que lo que pasaba entre nosotros. El contexto era una mierda, pero nosotros estábamos muy arriba, obstinados, logramos introducir la fiesta en la marcha: la murga, la performance, había mucho color en los escraches, eran intervenciones callejeras. Salvo los momentos de mucho miedo como los escraches a Etchecolaz y Rolón, en que la pasamos mal, nosotros estábamos muy contentos. Para mí fue el pase de la tele en blanco y negro a la tele a color. Fue empezar a compartir una narrativa, pura energía, mucha productividad, tener esta sensación muy clara de “¿qué querés? ¿Que venga Serrat? Viene Serrat. ¿Hacemos un partido de fútbol en la puerta de la casa de Galtieri? Vamos y lo hacemos”. Y esa experiencia de una cierta soberbia sirvió también para la vida personal. Así como la militancia en Hijos le abrió un mundo, a Paula el hecho de abrir una vieja caja de fotos que guardaba de su infancia empezó a destrabarle la mandíbula apretada que le había provocado la llegada de su madre enferma a su casa. Una mujer de 35 años, acostumbrada a vivir sola, que ahora tenía que lidiar con los ruidos, los olores, las maneras y los recuerdos que le provocaban esa vieja que alguna vez, y durante muchos años, había hecho del golpe una rutina sin intervalos compasivos.

Combatiente de la escritura

Nunca dejó de escribir, dice. Para Hijos escribía la revista con Marta Dillon, la columna en el suplemento NO y todos los discursos hasta el 2005, cuando se fue porque no le rendía el día entre el trabajo, su segunda hija y esa práctica tan intensa que le había cambiado la vida. “Escribir es una línea de base que lo recorre todo, pero en el ’99 tuve mi primera experiencia de terminar algo: una nouvelle que se llama Réquiem, que fue como cruzar la frontera, ir al país de las cosas terminadas. Me gustan las historias, me gustan los autores que no se interponen entre la historia y vos, yo consumo historias como otros consumen la tele: Irving, Calvino, Piglia te permiten hacerte la película de lo que estás leyendo. Tuve un buen consejo de Antonio Brailovsky, que me dijo “las novelas no se escriben, se transcriben, ya están escritas”. Eso me hizo una escritora muy confiada; cuando aparece una voz, lo que hago es acompañarla, sé que la estructura va a aparecer.

La estructura de tu novela parece muy calculada...

–Pero no lo está, tengo mucha fe. Le tengo respeto al objeto y hay un precalentamiento hasta que aparece el relato. Nunca escribí nada que no fuera en primera persona pero lo pienso más como actriz, como una especie de médium...

¿Qué pasa con tu propia historia?

–Va a salir el año que viene en un libro nuevo que se llama Pequeños combatientes. Son postales de infancia de esa nena adelantadita que fui yo. Mi infancia de poca infancia. Una pequeña combatiente que cree que está resistiendo, que tiene una misión.

Escribirla fue un auténtico viaje de transformación. Durísimo, porque lo hice a la manera del diario íntimo y la narradora es una niña.

Paula sufrió tanto de chica por los golpes de los padres que entierra y niega su pasado para superarlo. ¿Hay algo de esa negación en vos?

–Supongo que sí. Pero yo tuve mucho miedo con La dieta de las malas noticias porque era muy distinto del anterior, Perder (ganó el premio Clarín de Novela y fue publicado en 2008). Aquella era una historia muy trágica pero que no me pertenecía. Y este libro nuevo fue como desenterrar, respetando mucho la sensación, no tanto los hechos sino los climas. En un momento me puse a escuchar infancias y apareció la mía propia con una disciplina de fierro, de escribir todas las noches durante un año.

¿Qué más hay de Paula en vos?

–Mucho. Esa cosa de aparato. Lo que implica tener una cosmovisión dogmática. La vida es más compleja que el dogma, más desprolija, más caótica. Ella se enamora de un chico de 26 años... La vida nunca es lo que esperabas.

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Imagen: Catalina Bartolome
 
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